Saltar al contenido
Inicio | Lucía o doña perfecta*

Lucía o doña perfecta*

Paula Yruegas Segura **

Presentación por Lilian Ospina Martínez***

Introducción

Comenzamos como cada año, el ciclo de ateneos organizados por el Máster en Psicoterapia Psicoanalítica en niños, adolescentes y padres, junto a la Universidad Europea Miguel de Cervantes. Nuestra labor de analistas es una práctica teórico-clínica íntimamente ligada al abordaje clínico que hace imprescindibles estos espacios de intercambio y debate. Quiero agradeceros vuestra presencia y escucha a quiénes habéis venido a acompañarnos y daros las gracias también a los que estáis en la distancia.

Para AECPNA, es importante “hacer clínica y vínculos” porque siguiendo el pensamiento winnicottiano, al igual que el niño se desarrolla en un proceso dinámico e interactivo con su entorno, nosotros como analistas también. Un espacio de formación es a su vez un lugar para disipar la soledad de la consulta en la que realizamos nuestro trabajo arte-sano aunque este se dé en el encuentro con el otro. Es nuestro deseo en esta nueva Sede que inauguramos el pasado 19 de octubre, conservar ese espíritu de cercanía y de encuentro afectuoso; esa sensación de calidez que transforma un espacio de formación y encuentro profesional en un lugar de pertenencia. Queremos recuperar una vez más, esos momentos de intercambio intelectual y experiencial que comenzaban con un café y eran sellados con un vino español en la sede de la calle Costa Rica. AECPNA ha sido y sigue siendo, un lugar de encuentro emotivo, una escuela de formación viva y creativa en sentido winnicottiano, donde vivir es ser creativo y ser creativo supone estar vivo. Por todo ello, en este nuevo curso 2024/25, queremos preservar el cuidado y la cercanía y, por lo tanto, la presencialidad.

Como miembro de la Comisión directiva de AECPNA, agradecemos profundamente a Paula y a todos los analistas que nos abren las puertas de sus consultas la generosa entrega de su intimidad al mostrarnos sus palabras, señalamientos, interpretaciones, construcciones e intervenciones estructurantes.

En este primer ateneo, el material que nos va a mostrar Paula nos brinda la oportunidad de poder pensar a una adolescente (cronológica) y reflexionar sobre el aparato psíquico, su formación y desarrollo y sobre los procesos de subjetivación, tarea esta compleja como bien sabéis; Abriremos el debate tras la exposición porque las diversas miradas que podemos realizar ante un material clínico enriquecen el difícil y arduo trabajo al que nos enfrentamos cada día en nuestras consultas. Es aquí, en estos espacios de encuentro, donde nos enriquecemos al compartir la arte-sanía de nuestro oficio.

Sabemos de la importancia y necesidad de situarnos frente al material como un investigador que debe observar sin prejuicios lo que ocurre. Freud plantea en Análisis de una fobia de un niño de cinco años (1909) que: “No haremos nuestros ni la comprensible preocupación del padre ni sus primeros intentos de explicación, sino que examinaremos, para empezar, el material comunicado. Es que nuestra tarea no consiste en “comprender” enseguida un caso clínico; sólo habremos de conseguirlo tras haber recibido bastantes impresiones de él. Provisionalmente dejaremos nuestro juicio en suspenso y prestaremos atención pareja a todo lo que hay para observar”.

Paula nos va a mostrar como una adolescente de 16 años, queda atrapada en la latencia. Pensemos por qué. Lo característico del trabajo de la latencia es la concurrencia de diversos mecanismos que permitan el fin sublimatorio. La organización psíquica de la latencia se caracteriza por su configuración dinámica, su reorganización operativa. Se da paso al “quedarse quieto “necesario para la sublimación requerida por la sociedad. Este logro psíquico está basado en la interiorización de una figura reaseguradora que posibilite el acompañamiento de la reflexibilidad ligado a la capacidad de estar a solas que nos habla Winnicott.

Como veremos, Incluso en este proceso de latencia Lucía se quedó a medias, pues no había aprendido a quedarse a solas. Era una niña, tal y como la describían sus padres. Tenía un pie puesto en la latencia, pero se encontraba lejos de poder sufrir la metamorfosis de la pubertad a pesar de su edad. En ciertos aspectos seguía siendo una niña “infantil” y no una latente como inicialmente aparenta. Dependía de sus padres cuando no se encontraba en el colegio, apenas podía hacer algo diferente que supusiera un mínimo de autonomía. Se aferraba a la endogamia familiar, mucho más de lo que se espera en un latente. Sus fallas, también se podían vislumbrar en el período de latencia, porque, aunque el latente se queda quieto para poder aprender, cuando se apaga la luz, juega y lo hace en el colegio por debajo de la mesa, en el patio, en el parque, en las excursiones, en los cumpleaños…, Lucía no porque era “perfecta” y una latente, tampoco lo es. Según Kancyper “Aquello que se silencia en la infancia suele manifestarse a gritos en la adolescencia”. En este caso como veremos, no se oyeron gritos porque tras dos años de trabajo, comenzó a abrirse la posibilidad de comenzar el proceso adolescente. Lo que Paula encontró era silencio, sometimiento, obediencia, una “perfecta latente”, lo que ya de por sí, suena sospechoso: ¿perfecta?

Lucía o doña perfecta

Lucía es una adolescente, a la que comencé a ver cuando tenía 16 años. Pide la cita Elena, su madre y, cuando llegan a mi despacho su marido y ella, indican que el motivo de consulta es que “Lucía tiene la autoestima muy baja”. Sabemos que este motivo de consulta, bastante frecuente, nos dice más bien poco acerca del paciente. ¿Cuál será el motivo latente de consulta?, me pregunto.

En las entrevistas con los padres habla principalmente la madre. Cuenta que Lucía siempre ha sido una niña muy tímida y que nunca ha dado problemas. Me informa de un profundo miedo en la hija, que temía cambiar de grupo, quedarse sin apoyos y sentirse vulnerable. “Tenía terror a cambiar al instituto.” Al indagar en esta cuestión, recuerdan que al terminar 6º de Primaria, Lucía se encontró muy sola. Se distanció de las pocas amigas que tenía, porque Lucía era muy niña y ellas ya estaban preadolescentes. La joven pensaba que en el instituto sería todavía peor. Estuvo haciendo terapia, de corte cognitivo conductual, pero después de unos meses lo dejó, porque sentían que no le estaba ayudando. Ese final de curso hubo un viaje con el colegio y Lucía no quiso ir. “No quiere dormir fuera de casa, ni siquiera duerme en casa de sus primas, dice que le da miedo”, comenta la madre. “Y vosotros, ¿qué pensáis que le da miedo realmente a Lucía? Tal vez, lo que le da miedo es crecer,” apunté.

“Sigue siendo muy infantil, continúa la madre. Ha querido pasar todo el verano con nosotros, no se ha separado para nada. En el pueblo, no quería salir con sus primas, que tienen la misma edad que ella. No le interesan las cosas de chicos”. Empiezo a vislumbrar a una Lucía niña, que no quiere -o no puede- separarse de sus padres. Peter Blos, (1979) dice: “La lenta separación de las ligazones emocionales del adolescente con su familia, su entrada temerosa o alborozada a una nueva vida que le llama, son de las más profundas experiencias de la vida humana”.

Según estas palabras, a pesar de tener 16 años, preveo que me encontraré una niña -y no una adolescente-, cuando finalmente conozca a Lucía.

Lucía es la mayor de dos hermanos. Su hermano, Andrés, cuatro años menor que ella, sufre graves problemas de asma que, en ocasiones, obligan a los padres a correr al hospital. Andrés se hace muy presente durante la segunda entrevista con los padres, ocupándola casi por completo. Cuentan que no tiene nada que ver con su hermana, que es un niño mucho más vago, peor estudiante, que no lo tiene nada fácil por el listón tan alto que ostenta Lucía. “Él gana protagonismo con su enfermedad, eso es lo que le hace especial.” Señalo a los padres como este niño ha conseguido colarse en el espacio de su hermana, ganando protagonismo y me pregunto si tal vez esto pueda estar influyendo en el miedo irracional de Lucía a abandonar el paraguas parental. La madre se queda pensativa y dice “el que se fue a Sevilla, perdió su silla, ¿no? Pues puede ser, no lo había pensado”. A raíz de este pensamiento, la madre me cuenta que ella tiene una hermana gemela y que siempre ha ido “en pack” con ella. Se casaron a la vez, tuvieron a los hijos al mismo tiempo… Incluso iban a estudiar la misma carrera, pero Elena suspendió selectividad y, cuando la aprobó en septiembre, ya no había plaza en la misma carrera de su hermana y tuvo que elegir otra. “La verdad es que es de las mejores cosas que me han pasado, no me gusta la profesión de mi hermana, pero me encanta la mía.”

La Lucía que me presentan estos padres, siente que no puede irse muy lejos, ya que, si se separa más de lo imprescindible de Papá y Mamá, tal vez, cuando regrese, ellos ya no estarán. ¿Temerá que le ocurra como a Hansel y Gretel, que al verse obligada a explorar lo que había más allá de su hogar, pierda las pistas que le permitirían volver a casa, quedando atrapada, sola, en el afuera?

Elena prosigue explicando que Lucía siempre ha querido destacar en algo y se ha centrado en los estudios, en sacar buenas notas. Cuenta que “esto le genera mucha frustración, si saca un 9.8 en un examen, llora y se enfada. Al final, los profesores ya se han acostumbrado a que sea la mejor de la clase y esto hace que tenga aún más presión. El día antes de un examen no se puede ni hablar con ella, dice que lo lleva fatal, que no se lo sabe, que va a fallar a todo el mundo… Nosotros le decimos que no, que siempre está con lo mismo y luego saca dieces. Y es que realmente los saca. Está deseando ir a la universidad para quitarse el lastre de la expectativa, pero yo creo que va a ser igual o peor.”

Como recogen las autoras de El quehacer con los padres, “escuchar a los padres nos permite contactar con el niño imaginario de ellos a la vez que conocer sus circunstancias. Elaboramos hipótesis a medida que escuchamos cómo lo ven, cómo lo piensan, qué esperan y que desean de él, en qué satisface, en qué frustra, a quién se parece, a quién debería parecerse según el imaginario parental, qué lugar ocupa, qué lugar deja vacante y quién lo llena, qué le gusta, qué aborrece, con qué juega, con quién, qué le hace feliz, qué le provoca sufrimiento… Establecemos varios encuentros con esos padres heridos en su narcisismo para que comiencen a cuestionarse sus anhelos de ser padres perfectos, ideales y omnipotentes que desean hijos también perfectos e ideales, asumiendo sus propias heridas, fallas y carencias.” (Caellas, A.M., Kahane, S. y Sánchez, I. (2010). El quehacer con los padres. HG Editores.).

Cuando por fin conozco a Lucía, me encuentro a una chica alta, muy delgada, con una melena rubia, larguísima y preciosa. Llevamos mascarilla (seguimos con las medidas postpandemia) y esto hace que sus grandes ojos, llenos de curiosidad e inteligencia, destaquen todavía más. Se sienta, prudente, observadora, en el borde de la silla, y pregunta qué tiene que hacer. Le digo que mi intención es conocerla y que puede contarme lo que quiera, hablando, dibujando, jugando… Esto la descoloca y se bloquea. Se pone tensa y dice que no sabe qué decir. Oscilo entre interpretar la ansiedad persecutoria, vinculada a la exigencia, o acompañarla, a ver si se relaja. Dada la edad que tiene, opto por esta segunda opción. Tras unos minutos en los que le voy preguntando cuáles son sus gustos, sus aficiones, en los que le pido que me hable un poco de ella, y viendo que obtengo poco más que monosílabos, le propongo jugar a completar garabatos. Yo pinto muy mal y ella, como no podía ser de otra manera, lo hace muy bien. Pero MUY bien. Completa unos dibujos preciosos, con muchos detalles. Así pasamos un par de entrevistas, completando garabatos.

Cuando está un poco más relajada, le pido que me haga un dibujo, ya que me ha comentado que le gusta mucho el anime. Accede y me deja pasmada, parece el dibujo de una profesional. Sin embargo, lo que más me llama la atención es que ella me pide que no le mire mientras dibuja. “Me pones nerviosa”, dice. Tirando de este hilo, me cuenta que siempre se siente observada, juzgada. Tiene que estar a la altura de la perfección que se espera de ella. En ese momento, recuerdo las palabras de Elena durante las primeras entrevistas: “Lucía tiene miedo a fallar a todo el mundo.” Y le pregunto si ahora tiene miedo a fallarme a mí. Me mira, sorprendida, y asiente mientras brotan las primeras lágrimas silenciosas de sus grandes ojos azules.

En el tercer capítulo de Introducción del narcisismo (1914), Freud sienta las bases de su conceptualización del ideal del yo. Este ideal es el heredero del perdido narcisismo. Esto es, al verse el niño obligado a renunciar a la imaginaria perfección de sí mismo (yo ideal) o, lo que es lo mismo, a sus expectativas narcisistas, intentará conquistar de nuevo esta pretendida perfección bajo forma de ideal del yo.

Los primeros meses los pasamos trabajando esta exigencia brutal que la atenazaba. Nunca llegó tarde a una sesión, nunca mostró enfado por nada, siempre llegaba y se sentaba muy recta en la silla, las manos posadas sobre la mesa. Hablaba pausadamente sobre su semana, “asociaba” libremente, tal y como yo le había indicado… era la perfecta niñita latente. Salvo que hace tiempo que dejó de ser una niñita, al menos biológicamente.

Había algo en el comportamiento de Lucía que evidenciaba que me encontraba ante una pantomima, pero no encontraba la forma de desmontar la mascarada. Íbamos avanzando, pero muy lentamente. Lucía había creado un personaje, al modo de un falso self (Donald Winnicott) o la personalidad como si (as if) (Helen Deutsch).

En la primavera de 2022 comenzó a levantarse la restricción de llevar mascarilla, salvo en lugares específicos. Poco a poco, todos los pacientes fueron abandonándola, dándose la extrañísima situación de verle la cara completa por primera vez a personas que nos habían contado sus más íntimos sentimientos durante muchos meses. Lucía vivió este momento con mucha angustia; ella no quería quitarse la mascarilla bajo ningún concepto. “En clase se van a reír de mí, ¡soy fea! ¿Por qué tienen que quitar las mascarillas?” Tampoco quería quitarse la mascarilla en la consulta, llegando al punto de mantenerla incluso durante alguna sesión que hicimos online.

Este miedo a mostrar su cara me ayudó a comprender lo que estaba pasando: Lucía se ocultaba tras la mascarilla al igual que lo hacía tras el personaje de la niña perfecta que había construido. “Temes quitarte la mascarilla en el cole o conmigo, del mismo modo en que temes quitarte la máscara de niña perfecta que te oculta, manteniéndote protegida, pero también atrapada, encerrada.” Al señalarle este aspecto, empezaron a aparecer, por fin, las primeras grietas en su coraza.

Empezó a contarme discusiones con sus padres, casi siempre a causa de su hermano, con el que eran mucho más permisivos que con ella. Se quejaba también de algunos profesores, de que no “hacían bien su trabajo”. “Esta mañana, mi hermano ha vuelto a no ir a clase. Dice que está enfermo, pero luego se pasa todo el día jugando a la play. Me enfado con mis padres porque se lo permiten y dejan que les tome el pelo, pero ellos me dicen que no me meta, que no soy su madre. Y los profesores entran en el juego, porque me mandan a mí para que le traiga los deberes. ¿Pero en qué quedamos, me meto o no me meto? ¿No ven que no le pasa nada? ¡Que se aclaren entre ellos!” Por fin, el disfraz de Doña Perfecta empezaba a no resultarle cómodo a Lucía.

En esta época me planteó por primera vez que no sabía cuál era su orientación sexual. “¿Cómo sé que no me gustan las chicas? Es que nunca me ha gustado nadie”, decía. “Llevas tanto tiempo actuando según lo esperado de tu personaje, que ahora que el traje te aprieta, te asustas porque te quedas sin guion. Y claro, a Doña Perfecta le tenían que gustar los chicos, pero a Lucía, ¿quién le gustará?”

Pero lo cierto es que tampoco le habían gustado nunca los chicos. Simplemente, la sexualidad no estaba incluida en la descripción del personaje que llevaba 18 años interpretando.

Históricamente se atribuye a Rousseau, en el siglo XVIII, el haber comprendido y comunicado al mundo moderno las tensiones sexuales y psicológicas que se plantea el individuo, casi niño, al asumir responsabilidades sociales y morales que le son exigidas en la edad adulta. Es en Emilio o De la Educación, publicado por primera vez en 1762, donde este autor descubre esta fase de la vida adolescente. Y es que Lucía, sin darse cuenta, se encontraba a las puertas de la edad adulta, pero sin haber transitado aún la adolescencia.

Llegó el mes de junio y con él la temida EvAU. Lucía estaba aterrorizada: “toda mi familia piensa que voy a sacar una nota altísima, pero yo siento que voy a fallar. A mis tíos, a mis profesores, a mis padres…” Tenía una media de diez en bachillerato y esto, en lugar de tranquilizarla, ya que podría haber hecho una EvAU “normalita” y, aun así, elegir carrera, le causaba un tremendo malestar. “Es que todos esperan que haga un examen perfecto, pero me va a salir fatal. ¡No me sé nada! ¡NO ME SÉ NADA! ¿y si me agobio en el examen y tengo que salir? ¡Todos me van a mirar!” En esa sesión me preguntó si podía levantarse y se la pasó andando de un lado a otro de la consulta, como un león enjaulado. La imagen del león me asaltó sin cesar durante toda la sesión, lo que era un contraste de lo más llamativo en comparación con la niñita obediente a la que llevaba viendo casi dos años, así que le señalé el ansia de libertad que veía en ella y me miró sorprendida, pero, aparentemente, no me hizo mucho caso. También es cierto que ella estaba en su agobio preexamen… pero la sorpresa que cruzó su mirada me hizo sospechar que había acertado en mi interpretación.

Melanie Klein describió la identificación proyectiva (1946) como una fantasía omnipotente en la que el sujeto pone en el objeto partes suyas con las que queda consiguientemente identificado. Por su parte, León Grinberg hizo un aporte sustancial a la teoría general de la contratransferencia con el concepto de contraidentificación proyectiva, que define “los efectos reales producidos en el objeto por el uso peculiar de la identificación proyectiva proveniente de personalidades regresivas” (1974). De este modo, Lucía había identificado proyectivamente en mí su ansia de libertad, lo que le permitía liberarse de ella y seguir siendo la niña buena y obediente que llevaba años siendo. Pero, además, siguiendo a Racker, con este movimiento, Lucía podía dirigir hacia mí la hostilidad que le provocaba sentir esta ansia de libertad, ya que “era yo (y no ella) la que quería que fuese libre”, eludiendo así el conflicto de ambivalencia que le creaba el seguir siendo la niña buena, obediente y complaciente, con su ansia de libertad.

Finalmente hizo un gran examen y tuvo que elegir carrera. Y eligió farmacia. Estaba muy ilusionada, nunca la había visto tan alegre, tan viva.

Pasó un buen verano y la sorpresa llegó con el inicio de las clases: Lucía no fue capaz de entrar en la universidad. Cogió el tren, llegó hasta el edificio, buscó su aula y tuvo que darse la vuelta, presa de una fuerte angustia. Al día siguiente, su madre se ofreció a acompañarla, pero no quiso. Volvió a coger el tren, pero esta vez no pudo pasar de la estación y regresó a su casa. Al tercer día ni lo intentó.

Elena me pidió una entrevista telefónica a principios de septiembre y me contó que su hija no estaba pudiendo ir a la universidad y que no sabían cómo proceder. Esto les había pillado completamente por sorpresa, ya que pensaban que “el tratamiento estaba funcionando”. Yo veía a Lucía los viernes, así que, cuando vino esa primera semana de septiembre, ya estaba sobre aviso.

Llegó muy enfadada, pero se sentó en la silla tratando de mostrarse correcta. Le señalé el enfado conmigo porque, después de dos años de trabajo, se encontraba aparentemente de nuevo en la casilla de salida. Pero, sobre todo, le hice ver el miedo que tenía a mostrarse enfadada conmigo, por si yo dejaba de quererla, si dejaba de ser una niña buena. La calma en mi voz y la confrontación directa con su enfado permitieron a Lucía desbloquear los sentimientos hostiles que llevaba años negando. 

Melanie Klein explora en profundidad las dinámicas de la transferencia, incluyendo la transferencia negativa, y su relación con las ansiedades primitivas, las fantasías inconscientes y las relaciones tempranas del individuo. Klein enfatizaba que el analista debe ser muy activo en la interpretación de la transferencia negativa, facilitando así el procesamiento y la resolución de las ansiedades subyacentes. A través de la interpretación de estas ansiedades, el analista puede ayudar al paciente a comprender la naturaleza de sus miedos y la fuente de sus sentimientos negativos. Creía que enfrentar directamente estas manifestaciones transferenciales era crucial para desactivar las fantasías persecutorias y los sentimientos destructivos que el paciente proyecta en el analista.

Tras esta sesión, comenzó a brotar con fuerza en Lucía un profundo resentimiento hacia sus padres y el resto de su familia. “Estoy harta de que siempre esperen de mí que sea perfecta, que saque buenas notas… ¿Y si no quiero ir a la universidad? A mis primas no se lo exigen, Marta va a hacer un módulo y a todos les parce bien. Pero claro, yo tengo que ir a la universidad por narices. Y encima tengo presión extra, porque si sigo sin ir, voy a perder la beca. Hasta mis profesores esperan que sea la mejor.” “Bueno, Lucía, le respondí, no vale sólo con ir a la universidad. Es que, además, tienes que ser la mejor. No basta con que seas farmacéutica… tienes que ser Doctora en Farmacología. Es más, ¡deberían inventar el Nobel en Farmacia para poder dártelo a ti!” Y así seguimos durante unos meses, en los que trabajamos su hostilidad y la ambivalencia hacia sus padres, a los que deseaba complacer y con los que estaba cada vez más enfadada… pero seguía sin poder ir a clase.

Así llegó un día, a finales de ese primer cuatrimestre que se había pasado sin pisar la universidad, en el que decidí cambiar de estrategia por completo. Hasta ese momento habíamos trabajado cara a cara en una mesa, que es donde atiendo a los adolescentes. Pero ese día, cuando entró en la consulta, le dije que se sentara en el sofá “de los mayores”. Se quedó espantada, pero yo me fui a mi sillón y esperé pacientemente a que se sentara. Cuando lo hizo, la invité a seguir con la sesión y ella volvió a hablar de la dificultad que tenía para ir a clase y de su rebeldía: “Si yo lo intento, Paula, de verdad. Pero es que no puedo. Cada día me pongo el despertador con la idea de ir, pero no soy capaz. Algunas veces llego a la estación de tren, pero otros no consigo ni a salir de casa. Y claro, es que estoy harta de que siempre esperen de mí que lo haga todo bien. ¡Pues ya no quiero! ¡A mi hermano no le exigen ni la mitad y están todos tan contentos!” Cuando terminó de hablar, la miré unos segundos (largos) y le dije: “Tú sabes que sigues sometida a los deseos de Papá y Mamá y de todos tus profesores, tíos y primos, ¿Verdad?” Su cara de incredulidad era digna de foto.Continué diciendo: “te crees muy rebelde con esta actitud de no ir a clase, pero en el fondo sigues haciendo lo que todos esperan de ti, solo que JUSTO al revés. ¿Queréis que vaya a la universidad? ¡Pues no voy! ¿Queréis que estudie y saque buenas notas? ¡Pues ni estudio, ni mucho menos voy a sacar buenas notas! Pero tu libertad de elegir, la que te permitiría a TI elegir desde un lugar propio, brilla por su ausencia. Por eso me recordabas a un león enjaulado, sólo que la que teme salir de la jaula eres tú. Tú irás a la universidad el día que decidas dejar de estar sometida al personaje de Doña Perfecta y empieces a ser simplemente Lucía.”

Protestó, dijo que no lo entendía, me dio mil argumentos en contra de lo que le acababa de decir, pero al día siguiente fue, por fin, a la universidad.

En Inhibición, síntoma y angustia, Freud retoma el tema de la fobia y lo aborda como una manifestación de la angustia, relacionándola estrechamente con el desarrollo de síntomas neuróticos. La agresividad de Juanito, proyectada en el padre, que es vivido como hostil hacia él, es desplazada al caballo, temiendo que éste lo muerda. El peligro, proyectado así en el espacio, en el mundo externo, reenvía de hecho a una realidad interna. En el caso de Lucía, la hostilidad está dirigida hacia el personaje de Doña Perfecta y la exigencia que ella siente por parte de toda su familia, que no es más que su propio ideal del yo, convertido en severo super-yo, como vimos al principio. ¿Pero que pesaba más en esta joven, el amor y el deseo de complacer a sus padres o el odio que esta exigencia le generaba? Freud se plantea esta cuestión, diciendo: “Se trata de dilucidar si en el caso de Juanito, es el impulso amoroso hacia la madre o el agresivo contra el padre el que provoca la defensa del yo. […] En realidad, vemos que después de la formación de la fobia parece desvanecerse el impulso amoroso hacia la madre, como si la represión lo hubiese eliminado totalmente, teniendo lugar, en cambio, en el impulso agresivo, la formación del síntoma.” (Freud, S. (1926). Inhibición, síntoma y angustia. Biblioteca Nueva.).

Desde esta sesión empezamos a ver, las dos, a la verdadera Lucía. Surgieron los conflictos propios de la adolescencia, las rivalidades con algunas compañeras de clase… Llegó tarde a algunas sesiones e incluso se llegó a olvidar por completo de alguna de nuestras citas. Creo que era otra forma de ponerme (o ponernos) a prueba, de comprobar que el mundo seguía funcionando incluso si ella “fallaba”.

En una sesión posterior, estando ella en plenos exámenes, se quejaba de la dificultad que tenía su padre para reconocer los avances que estaba haciendo. “Me ha costado mucho moverme del tablero y mi padre me sigue viendo en la posición inicial. Es verdad que me sigo poniendo nerviosa con las notas, pero ahora hay muchas cosas que hago y antes no hacía. Por ejemplo, ahora puedo ir a la biblioteca a estudiar yo sola. Antes para mí, el silencio y la gente es como si te asfixiaras… Todavía me cuesta y me agobio, pero voy. Ellos a lo mejor no lo ven como algo tan grande, pero para mí tiene importancia. Mi padre, sobre todo, parece que siempre me ve en el mismo sitio. Él y yo somos muy parecidos. Mi madre si es capaz de aguantar esa parte ansiosa de mí, cuando hablo de las notas, pero él se pone histérico.”

Sólo desprendiéndose del lugar en que lo coloca el atrapamiento parental, el niño o el adolescente liberará la libido necesaria para poder con ella investir los objetos, construyéndose en sujeto, sujeto de su historia. Y es que, en términos de Piera Aulagnier (1991) la adolescencia se trata de un tiempo de transición, tiempo lógico del proceso identificatorio, que implica la puesta en marcha de un trabajo de elaboración psíquica que le permitirá al Yo, en el mejor de los casos, reconocerse a pesar de los cambios.

Retoma la presentadora. Lilian Ospina

Pensamos el psicoanálisis con niños como un terreno de apertura que nos permita ir precisando los tiempos de la estructuración psíquica, los modos de inscripción, las defensas tempranas, los vínculos arcaicos y los modos de pensamiento infantil; Utilizo esta reflexión porque trabajar con niños lo hacemos extensivo a trabajar con adolescentes, ya que quedamos situados en ambos casos en un plano temporo-espacial que nos obliga y permite entender al niño, al latente y al adolescente, sí y solo sí somos capaces de vislumbrar y atravesar las múltiples capas de su psiquismo como si estuviéramos ante el corte transversal del tronco de un árbol.  Esa mirada transversal que atraviesa las diferentes capas nos habla de su historia, pero no solo de la suya, la de sus padres y la de los padres de sus padres. En una sección transversal del tronco puede determinarse la edad del árbol, contando el número de anillos que se observan y los años del árbol vemos que estos cuentan historias ocultas.

Siguiendo esta analogía, pensemos a Lucía ¿Cuáles son historias ocultas? Nos encontramos en este caso con una adolescente que se comporta como una latente pero que en realidad es una niñita que no ha salido de las faldas de su mamá. Una niña tímida, introvertida, asustada, angustiada, abrumada, paralizada, bloqueada y poco a poco, como ha comentado Paula, enjaulada.

El desenlace edípico inaugura un nuevo orden intrapsíquico que sume al latente en el trabajo de lograr un difícil y delicado equilibrio entre lo prohibido y lo permitido, lo ansiado y lo posible, lo placentero y lo displacentero. Una progresiva sustitución del principio del placer por el principio de realidad que se produce si se ha podido des investir los objetos primarios, pero Lucía estaba enganchada a las figuras parentales más de lo que esperamos en un latente.

Podríamos incluso preguntarnos, por las fallas de Lucía vividas durante su infancia, un período en el que no sabemos si se establecieron vínculos de confianza y como dice Bion, al haber confianza, los vínculos adquieren sentidos verdaderos que solo nacen de la función reverle de la madre. Los niños pueden contemplar el mundo y aprenderlo gracias al cuidado y amor que han recibido ¿Cómo fue la infancia de Lucía? Este es el primer interrogante que me surge tras la lectura del caso.

Durante la latencia Lucía se quedó atrapada en la autoridad parental, entendida esta como el discurso que va más allá de las prohibiciones o mandatos super yoicos y que constituye el psiquismo del niño. La mirada y el discurso de los padres se transforman en el espejo donde los niños se miran para saber cómo son y en el caso de Lucía, solo podía ser una niña perfecta, pero pequeña, muy pequeña, dependiente de sus papás.

Como señala Moreti el desasimiento de la autoridad se convierte en un trabajo de desidentificación profundo que dejaría al adolescente frente al abismo de la incertidumbre: “Si no soy ese que papá y mamá me dijeron: ¿quién soy? Atravesar ese cuestionamiento implica poder tolerar el dolor del que ya Freud nos hablaba. Winnicott afirma que “…en la fantasía inconsciente, el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo”. Nos dice también que crecer significa para el adolescente ocupar el lugar del padre e implica su asesinato. Parece mucho más fácil para Lucía sacar dieces que enfrentarse a esta tarea, y sin duda lo es.

Y, por otro lado, ¿estaban sus padres preparados para soportar los embates de una adolescente? Como dice Winnicott, los hijos deben asesinar a sus padres, pero éstos, a su vez, deben sobrevivir. Eso es lo que les permite crecer. Lucía seguía aferrándose a ese supuesto éxito en el que se cobijaba desde que era una niña, una niña que, según su madre, nunca daba problemas, lo que equivale a no existir. En realidad, este supuesto éxito es una forma de evitar enfrentar el dolor quedándose en las seguridades ilusorias de la latencia, tal y como sugiere Meltzer. Desde este punto de vista, lo que posibilita el paso a la adultez es la tolerancia a la incertidumbre y al abandono de una postura omnipotente, reconociéndose dependiente de la propia mente ¿Era esto posible en Lucía?

Percibí, durante la lectura del material, la mirada curiosa de Paula seducida al principio por los encantos infantiles de doña Perfecta. Pero no se quedó atrapada ahí, casi de inmediato le proporcionó un espacio que permitió que poco a poco se transformara en un león enjaulado, lo que se asemeja más al sentir de un adolescente. Inicialmente acogió a la niña de melena larga, preciosa y de ojos azules, “la niña ideal”. Posibilitó un pausado recorrido durante el cual pudo sostener, la inquietante situación de una pantomima dando así lugar al comienzo de los trabajos psíquicos de la adolescencia. Fue entonces cuando pudo dejar atrás las certezas de la infancia, la seguridad del niño ideal y de los padres ideales. Esto no es ni fácil, ni obligatorio, en realidad es opcional o más bien requiere un aparato psíquico que lo pueda soportar. Según Meltzer, el desarrollo puberal empuja, pero tenemos “la libertad” entre comillas de frenar este proceso o incluso regresar y volver hacia atrás. Podría también haber dado un salto hacia adelante y convertirse en un “adulto “entre comillas también, un salto que le hubiera permitido un cierto éxito, pero que en realidad es un modo de evitar enfrentar el dolor y repetir las seguridades ilusorias propias de la latencia. Podía también quedarse congelada, sola, aislada… ni hacia delante ni hacia atrás, envuelta en un halo de narcisismos y megalomanía, y un poco de esto sí hubo, solo un poco.

Lucía mantenía una posición muy regresiva, una posición que evidenciaba que ya algo de lo intrapsíquico no había tenido lugar en un primer momento del conflicto edípico. Pensar así la adolescencia, nos obliga a dirigir la mirada hacia sus padres. Poder tolerar los embates de los hijos permite que estos cuestionen y crezcan sin que ese ocupar el lugar del padre, pase del ámbito de la fantasía al de la realidad, lo que lo condenaría a una pseudo madurez. Lucía, ni eso, sentía miedo, no conseguía salir de la endogamia familiar, ni tan siquiera al modo que permite la latencia, en la que el niño puede dirigir su mirada hacia otras figuras de autoridad…quizá no tenía donde anclarse, probablemente los vínculos de la primera infancia no fuesen seguros.

“El que se fue a Sevilla, perdió su silla, ¿no?” Esto contesta la madre de Lucía en una entrevista cuando Paula les comenta que el hermano ha ganado protagonismo con su enfermedad ¿Qué quiso decir? Es una contestación extraña ante ese señalamiento. Una respuesta que confirma mi hipótesis ¿Ha sentido Lucía un vínculo auténtico de sostén? Es una respuesta que denota una cierta frialdad y des afectividad. Si analizamos esta respuesta bajo las etapas del desarrollo moral según Piaget, nos encontrarnos con un desarrollo propio de la etapa de “realismo moral” en la que la ruptura de la norma se ve como algo castigable, las normas proceden del exterior, es un estadío que se da durante el período de la latencia. Quizá estaba hablando de su propia historia ya que lo asoció a la relación simbiótica que ella mantuvo con su hermana gemela hasta la etapa de la universidad ¿Fue la madre la que perdió su silla? o más bien la que nunca la tuvo, ¿cómo luego repitió Lucía? ¿No era la madre una niña también desprovista de un desarrollo moral adulto? En el juego de las sillas, nadie tiene su sitio, nadie posee un lugar seguro, es un juego en el que se pone de manifiesto la rivalidad, si no peleas, si no eres rápido, si no empujas, quedas eliminado y la partida continúa.

¿Cómo iba Lucía a soportar la metamorfosis de la pubertad y recorrer el difícil tránsito adolescente? No tenía dónde anclarse ¿cómo iba a soportar los cambios sobre una base que Paula reconoció y nombró pantomima? Pudo hacerlo cuando encontró un espacio y una mirada que se lo permitió. Paula pudo esperar y soportar, probar, buscar, explorar, preguntarse, pensar…pero no solo eso, provocó un cambio de posición en Lucía cuando la empujó a colocarse en otro lugar, el sillón de los mayores. Paula asumió parte de la función paterna impulsándole a ocupar el espacio incierto de los adultos, no sin antes moverse ella también de su acostumbrado lugar.

Según Winnicott la adolescencia sería un “estado patológico normal”. Lo anormal sería escapar a ese estado; eso entrañaría una mutilación, una detención del desarrollo”, Lucía estaba mutilada, atrapada en su narcisismo infantil, probablemente porque carecía de puntos de referencia estables que le permitieran el sentimiento de continuidad necesario, los anclajes sobre los que soportar las complejas transformaciones de la adolescencia.

Según Piera Aulagnier “el adolescente ha de liberarse de las identificaciones tiránicas que lo atan a la realidad, separarse de los objetos externos que lo subyugan, desalinearse del poder del otro o de su goce. Poder pensar lo que el otro no piensa o no sabe que piensa, porque ha de quedar preservado el derecho al secreto como condición para el placer de pensar.” Lucía nunca sintió el deseo de aprender, ella solo sentía que complacía sacando dieces presionada por la demanda y la tiranía de las figuras de autoridad. Sus mecanismos de defensa eran muy arcaicos y rígidos, la Proyección era utilizada masivamente por su psiquismo en todas sus versiones. Lucía no tenía secretos, estaba fusionada y subyugada al discurso parental. No había lugar para el enigma, la duda, el cuestionamiento, lo desconocido y mucho menos para los secretos. Había una cara pública de Lucía y solo existía esa cara, una cara que además debía permanecer oculta. Tuvo que pasar un tiempo para que Paula pudiera atravesar todas esas máscaras y corazas, el espacio de la consulta era como la sala de los espejos en la que uno no sabe cuál es la imagen real y donde está, pero al final, se trata solo de imagen, de reflejos que te atrapan. Es necesario e inevitable el enfrentamiento y la ruptura del espejo de la inmortalidad propia y de los otros para dejar atrás las autoimágenes narcisistas carentes de relieve, de densidad y de límites precisos. Esa imagen estática, falsa, atrapante se convirtió en movimiento y ese movimiento pudo dar lugar al comienzo dinámico y dramático proceso adolescente.

Ahora damos paso al debate. Yo lo abriría con una pregunta: Según Kestenberg, “Todo se prepara en la infancia, pero todo se juega en la adolescencia”, en el caso de Lucía, ¿Qué se jugó en la infancia o más bien, que no se jugó que se quedó anclada en la latencia? L.Ospina

ΨΨΨΨΨΨΨΨΨΨ

*Trabajo presentado en el I Ateneo Clínico del curso 2024-25 el 30 de noviembre de 2024 en la sede de Aecpna en Madrid.

**Sobre la autora*  

Paula Yruegas Segura es psicóloga, psicoanalista y perito forense.

Licenciada en Derecho y Psicología.

Egresada del Máster en Psicoterapia Psicoanalítica en niños, adolescentes y padres, por la Asociación Escuela de Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes (AECPNA) junto a la Universidad Europea Miguel de Cervantes y el Máster en Psicología Legal y Forense por Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

Miembro de AECPNA, FEAP y el Instituto de la APM.

***Sobre la presentadora: Lilian Ospina Martínez. Psicóloga General Sanitaria. Licenciada en psicología por la UCM con la especialidad de psicología clínica. Formación de Posgrado en AECPNA. Miembro de SERYMP (Sociedad Española de Rorschach y Métodos Proyectivos) y AECPNA. Trabaja en consulta privada con adultos, niños y adolescentes.

Revista nº 25
Artículo 3
Fecha de publicación JULIO 2025

¿Hablamos?