Verónica Buchanan**
Vivimos en una época en la que, al tiempo que cualquier cosa es posible, tenemos una profunda dificultad para admitir una relación equívoca, ambivalente y en algún punto enigmática con los otros.
Porque la presencia del otro hoy nos precipita a interpretar de modo unívoco, inequívoco, su mensaje, su intención y hasta sus motivaciones. Ante ese otro total, solo podemos responder con absoluta dependencia (que no es la vulnerabilidad) o con el rechazo más hostil.
Freud trabajó con una rigurosidad de la que aún tenemos que aprender, que el malestar en la cultura proviene de tres fuentes: el mundo circundante, el cuerpo y el lazo con otro. En última instancia, se trata de lo otro del entorno, lo otro de ese cuerpo que trabajamos por tener y lo otro de ese objeto al que nos enlazamos libidinalmente.
Para la perspectiva freudiana, el malestar del lazo y el del cuerpo se trataban fundamentalmente por la vía del síntoma. Porque el síntoma es el compromiso que resulta del conflicto en el lazo y en el cuerpo entre el deseo, la pulsión y el Ideal.
Freud entrevió otras formas de tratamiento del malestar, entre ellas la que llama “soledad buscada” y “delirio de masas”. Lo que sorprende es que para Freud estas vías de tratamiento del malestar eran casi inviables, porque la realidad oponía una resistencia. Especialmente el delirio de masas, Freud lo define como un ‘no querer saber nada’ de la realidad y del otro. Le parecía que eran inviables porque consideraba que la resistencia de la realidad era suficiente como para oponerse a esa particular forma del delirio que podríamos resumir como una hablar sin consecuencias. No muy lejano a lo que hoy conocemos como posverdad. O sea, el hecho de que se pueda decir cualquier cosa sin que eso nos comprometa y constituya.
En cualquier caso, tanto en el aislamiento ensimismado como en el pegoteo de un sentido unificado, lo que encontramos es una profunda dificultad para tener una conversación.
Esto lo escuchamos en las consultas en las que se verifica la dificultad para la conversación, en donde una pregunta puede ser vivida como un ataque y donde los analistas, a diferencia de otras épocas, tenemos que extremar nuestros cuidados a la hora de proponer una interpretación que interrogue el sentido ya coagulado.
Para conversar y para pensar hace falta tiempo y preservar el interés por el enigma de la palabra del otro. Es la única vía para poder transformarnos por una experiencia. Si no pensamos que en la palabra del otro puede haber un enigma que toque de algún modo nuestra existencia más íntima, entonces no tenemos motiva alguno para tomarnos semejante trabajo.
El tiempo y el enigma del otro son algunas de las huellas que deja en el aparato psíquico la primera separación, aquella que hace de una madre otro. Quizás estamos habituados a leer el fort-da del niño como esa inscripción de la madre como sujeto del deseo, como inauguración psíquica de la representación de la ausencia como modo de estar. Hoy me interesa trabajar el efecto que esta separación introduce en la posibilidad de vivir un tiempo y ritmo de espera. Pero también, el espacio de la intimidad del otro, eso que nos es inaccesible o a lo que sólo podemos responder con nuestra fantasía… cuando no con sentidos e interpretaciones.
Cuando hablamos de la separación de la madre, creemos que hablamos del bebe, del niño… sin embargo, ¿no encontramos en la clínica con adultos los efectos de la gran dificultad respecto de esta operación?
Dicho de otro modo, el sufrimiento actual muchas veces encuentra su razón en la dificultad para la separación del otro primario y los efectos que eso tiene en términos de dificultad para tolerar la incertidumbre y el conflicto de todo lazo. Es de este modo que las respuestas no son elaboraciones de defensa ante un conflicto (como sí es el caso del síntoma) sino reacciones. Esto es, la reactividad inmediata con la que reaccionamos a la presencia del otro, que no se ha podido constituir como tal porque no hemos podido separarnos de él como otro primario.
Entonces, para comenzar con nuestro tema: La madre, su fallo y sus fallas.
Lo que me importa trabajar es la distinción entre el fallo y las fallas, no sólo en el pasaje del singular al plural y del masculino al femenino. Si no, especialmente en el sentido equivoco que estas palabras introducen. En efecto, se tratará de un caso cuando la relación primaria con la madre sea signada por la vía del fallo. En este caso, a falta de una separación, la palabra de la madre se constituirá como una palabra inequívoca, portadora de un sentido único. Respecto de este fallo materno, el sujeto, niño o adulto, no puede más que responder de dos modos. Se trata en verdad de las dos caras de lo mismo, de la idealización y la destrucción. A este movimiento de idealización/destrucción, debemos agregarle que la constitución del yo y del objeto se encuentran también obstaculizadas en un punto de indistinción. Esto hace que tanto la idealización como la destrucción recaigan sobre el objeto a la vez que sobre el yo.
Hace muchos años ya, en 1974, Lacan propuso que esta vía de subjetivación, a la que llamó ‘nombrar-para’, corresponde a vivir como designio materno la consistencia de un proyecto inequívoco antes que la experiencia del deseo y el conflicto de una vida. Atribuyó este ‘nombrar-para’ a una forma de pegoteo al designio materno que indica un proyecto para su hijo, antes que transmitir la equivocidad por la que pasa un deseo.
Vamos a detenernos un poco en esto del ‘nombrar-para’. Es interesante porque Lacan viene trabajando la idea de que la función paterna (función de separación por excelencia) se transmite en la voz de la madre. Y no se transmite de cualquier modo, sino de un modo muy especial que es la traducción. Sabemos que cuando se traduce siempre se lo hace con fallas… Lacan dice, la madre traduce un nombre por un No. Y de este modo, vehiculiza la huella del deseo, el carácter esencialmente equívoco de la palabra que permite que en su huella se geste el deseo y el conflicto.
Ahora bien, el planteo de Lacan es que vivimos en una época (y eso que él lo dijo en 1974) en la que lo social toma la forma del ‘nombrar-para’ para producir subjetividad. ¿Qué quiere decir esto? Que la madre ya no traduce un equívoco, sino que designa un proyecto, indica un sentido y una consistencia sin punto de fuga, sin fallas ni fracasos.
Aquí es donde encontramos el fallo materno, tomado aquí como la sentencia, el fallo como el pronunciamiento inapelable de un juez. El fallo materno como lo que instaura una forma de realidad en donde los sentidos son rígidos, inequívocos, plenos. Esta dimensión del fallo materno produce una subjetividad rígida, que se orienta por una realidad delirante. Que esa realidad sea persecutoria o más bien parafrénica, es secundario. Lo que interesa es que pervierte la relación entre la palabra y la verdad que se anuda en el síntoma como formación de compromiso.
Si para la subjetividad neurótica la palabra funda una verdad en el conflicto y la equivocidad, lo que Lacan llama verdad como mediodecir, en estos casos nos encontramos con una alteración de la verdad que es reducida a un sentido inequívoco, absoluto y no afectado por la represión.
Quizás esto pueda parecer abstracto, sin embargo, pensemos en un caso en el que una mujer joven, que se lastima realizándose cortes superficiales como vía para drenar un dolor que irrumpe, que produce una transferencia marcada por la demanda (llamadas a cualquier hora que en un comienzo alivian, pero luego entran en la vía del desborde que conduce al sentimiento de abandono), que idealiza la figura de su analista… En este caso, como suele ocurrir, esta mujer puede relatar con detalle y con fijeza lo que presenta como una escena traumática, un abuso sufrido en la infancia por parte de un hermanastro algunos años mayor que ella, con el redoblamiento traumático de que la madre eligió no creerle a ella para sostener la relación con su pareja y cierto statu quo. En un caso así, es claro que la vía de intervención del analista no es la de la interpretación, porque la interpretación tiene a la represión como condición previa. Podríamos decir que aquí no hay nada para interpretar, porque esas vivencias de abuso no pudieron ser reprimidas y persisten como presencia perceptiva constante y consciente. Podemos decir que estos hechos, terribles sin duda, de abuso, no se han constituido como trauma en el sentido freudiano del término. ¿Por qué? Porque para Freud la eficacia traumática en la neurosis precisa de la represión amnésica. Podemos decir que el trauma tiene por condición el olvido represivo y, de este modo, sólo tenemos noticias del trauma a partir de la construcción y elaboración en análisis por el trabajo interpretativo y transferencial con el síntoma. Además, y esto no es menor, porque el trauma freudiano, que es condición de la formación del síntoma, se produce por una renuncia pulsional. Justamente, en este caso, esa renuncia, esa pérdida de cantidad que constituye al funcionamiento neurótico como vía de recuperación en el síntoma es lo que no se produce. Por ese motivo, entonces, permanece en la conciencia al modo de la identidad perceptiva.
Es importante aclarar que, esto que con Lacan llamo ‘nombrar-para’ y que presento hoy como el fallo materno, como el signo del obstáculo para la separación del otro materno, no implica que se trate de una estructura psicótica (esquizofrenia o paranoia propiamente dichas) pero sí de un funcionamiento psicótico, en el sentido que fue trabajado especialmente por los psicoanalistas posfreudianos que han avanzado en el análisis de estos casos borderline y que remite a ese modo de vinculación primario con el otro y la realidad caracterizado por la indiferenciación entre el yo y el objeto, la incapacidad para integrar aspectos ambivalentes en el yo y en el otro, y un modo de relación marcado por la idealización y la destrucción.
Si remarco esto es por el gran obstáculo transferencial que al menos yo encuentro en estos casos y que formularia con la siguiente pregunta: ¿Cómo producir en transferencia un rechazo que vehiculice la renuncia pulsional sin que eso sea experimentado como abandono y despierte las más fuertes reacciones destructivas?
Que Lacan sostenga que lo social toma el relevo del fallo materno, es una clara indicación de una transformación en la constitución de subjetividad que ya no se organiza alrededor de la función del padre, esa traducción de un nombre por un No en la voz materna, que introduce esa separación y que hace de la madre un objeto que puede ser investido en los términos clásicos del complejo de Edipo.
Me interesa trabajar esta idea con la lectura del vínculo primero con la madre y con las instancias de separación de esta. ¿Cuáles son los mecanismos y operaciones psíquicas por las que un hijo se separa de la madre?
Lo planteo en el sentido con el que se los quiero presentar hoy: ¿Cómo realizar el pasaje del fallo materno a las fallas de la madre?
Pienso que en este deslizamiento, puedo retomar de un modo cercano a mi clínica lo que Lacan llamó traducción. Él dice traducción de un nombre, en nombre del padre como instancia simbólica, por un No. En tanto es el No el que anuda la prohibición del incesto, la renuncia pulsional, el núcleo de la constitución del síntoma y la fantasía neurótica con el que se trata en el lazo, el malestar inherente al vínculo con el otro.
Porque en esa traducción se producen las fallas, el equívoco por el que se cuela el deseo.
Entonces, señalé en un primer momento el deslizamiento de sentido, del fallo materno, sentencia inapelable de otro totalizante, a las fallas maternas como efecto del equívoco y la traducción (que siempre introduce una terceridad en la comunicación). Se trata de la transmisión de los tropiezos y fracasos que hacen de una mujer una madre posible. Podría decir que esto, las fallas maternas, son uno de los rasgos que hacen que la IA no pueda ser una madre. Pero sin adentrarnos tanto en la ciencia ficción (más o menos cercana y más o menos apocalíptica) pensemos en las grandes dificultades con las que se encuentran las madres hoy en día para hacer la experiencia de sus fallas. Pensemos también en los efectos arrasadores que tienen en la relación de una madre con sus hijos, los discursos circundantes acerca de las formas (inequívocas) de maternar de un modo correcto. Cuantas veces nos ocurre de escuchar en el consultorio a madres que viven abrumadas por las exigencias acerca de la crianza. Algo que escucho usualmente es a mujeres que se atormentan porque no quieren traumar a sus hijos “no quiero decirle que tiene que comer verduras porque lo voy a traumar”. Recuerdo el caso de una mujer que me consultó por su hija de 4 años que, aunque había dejado los pañales, se hacía pis en la cama. Esto la preocupaba, además de traerle muchos inconvenientes porque debía despertarse en mitad de la noche, cambiar sábanas, etc. Por algunas otras cosas que venía conversando, me autoricé a preguntarle si quizás su hija no estaba explorando su sexualidad “conociéndose” como se dice ahora para no decir masturbándose. Enseguida me dijo que sí, está todo el día tocándose y no tiene reparos en llegar a la casa y sacarse la bombacha para poder tocarse cuando tenga ganas. Y agregó: yo no le digo que no lo haga, a mí no me parece mal la masturbación y no quiero traumarla con su sexualidad. Fue interesante el trabajo con esta mujer porque, efectivamente, no se trataba de decir que no por una especie de prurito moral. Digo que fue interesante porque pudimos conversar acerca de la necesidad de decir que no porque la niña estaba afectada por un desborde. Y que decirle que no, era una forma de constituir un borde para ella. Un borde que le iba a permitir distinguir espacios, momentos, pero fundamentalmente, un borde pulsional. Esta es la renuncia pulsional que mencioné recién. Lo paradojal es que para no traumar, para no transmitir las fallas maternas, se deja a los hijos librados al arrasamiento de una cantidad que no encuentra borde por donde drenarse.
Se trata en ese no, de las fallas de la madre, sus tropiezos y contradicciones.
Entonces, hable del fallo materno como designio y de las fallas de la madre como lo que vehiculiza una separación que siempre es sintomática.
Finalmente, me interesa ubicar en el deslizamiento del fallo a las fallas, el cambio de género.
En ese sentido, es interesante la declinación sexual del fallo y las fallas. Porque marca el pasaje de la sentencia incuestionable e inequívoca de un otro absoluto, al enigma de esas otras que aparecen en las fallas de la madre.
Me interesa especialmente porque, al menos en mi formación, el psicoanálisis ha pasado de la afirmación freudiana de la maternidad como destino de la feminidad a otra formulación que es la que plantea la disyunción entre maternidad y feminidad.
Esto lo podemos formular desde el planteo lacaniano de la madre como ese otro devorador si no mediara el padre, que deja a la maternidad como salida fálica que rechaza lo femenino. Y se eleva lo femenino a un horizonte abierto, inconmensurable, desmedido y finalmente, ¡igual de devorador! Pero en un sentido más coloquial o menos teórico, cuantas veces escuchamos casos en las supervisiones en donde se trata de decirle a una mujer que fue madre que recupere su lugar de mujer, sus espacios solemos decir… que no quede devorada por la maternidad.
En este punto, yo vengo trabajando con una idea que surge de mi clínica y también de mi experiencia de análisis. Creo que la madre sigue siendo un tabú no sólo para las neurosis sino para el psicoanálisis mismo. Que nos resulta muy difícil pensar la maternidad sin quedar tomados por fantasías diversas.
Hay entonces una idea con la que vengo trabajando hace algunos años y que formulo así: El deseo materno es, fundamentalmente, un deseo de separación. Un poco en broma y otro poco en serio, creo que si no existiera el deseo materno como deseo de separación, los embarazos serían eternos. En efecto, en el parto de trata también de dejar partir. Es un deseo bien fuerte, el deseo de separarse de algo de una que es sin embargo otro. En este punto, encuentro un movimiento propiamente femenino en la maternidad. Este movimiento que hace que alguien se separe de sí misma, de esa parte de sí que es, ya, otro. Y que, en esa separación, se vuelva también ella otra. Por eso me interesó tomar este desplazamiento del fallo a las fallas. No sólo por el cambio en el sentido, y por el cambio del singular al plural; sino también por el cambio de género que me permite ubicar el deseo materno como deseo de separación, en las fallas, que habilitan una subjetividad y una realidad producida alrededor de la noción de síntoma y conflicto.
Para Freud era claro que la apuesta por la que esta separación se producía era el padre. Quizás por eso, en el historial del hombre de las ratas, Freud interpreta con el padre a la pregunta por el amor y el matrimonio que formula la madre. También en su trabajo con el padre de Hans, Freud introduce la versión del padre que muerde como vía para producir esa separación del fallo materno.
La pregunta con la que nos encontramos ahora es por las vías de esa separación del fallo materno, de encontrar sus aciertos en sus fallas, en épocas en que se rechaza el impacto del padre. Esto nos toca pensarlo en términos constitutivos, pero también en la transferencia que es donde, en algunos casos, podemos producir esa separación. Será entonces también ocasión en el futuro de hablar de las fallas del analista.
Bibliografía
Bion, W. Volviendo a pensar
Freud, S. El Malestar en la cultura
Lacan, J. Los nombres del padre. Seminario 21
Lacan, J. El saber del psicoanalista
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*Conferencia dictada en el Acto de Apertura del año académico 2024-2025 de AECPNA, con el título: Padres – madres, versiones clínicas. Fallos y aciertos. Octubre de 2024
**Sobre la autora: Verónica Buchanan es Psicoanalista, Licenciada en Psicología. Realizó la residencia en psicología clínica en el Hospital B. Rivadavia, es Docente de grado en Psicopatología y de posgrado en la Maestría en psicoanálisis de la UBA. Publicó artículos en revistas especializadas y capítulos de libros.
Revista nº 25
Artículo 2
Fecha de publicación JULIO 2025