Cristina Eloísa Masini Fernández**
El caso que presento es el de una mujer de unos 32 años a la que llamaré Julia. Tuve la oportunidad de tratarla psicoterapéuticamente en un Hospital de Día Psiquiátrico de la Comunidad de Madrid a lo largo de casi dos años. En el Hospital de Día Psiquiátrico el encuadre terapéutico incluía intervenciones individuales, grupales y arteterapéuticas.
La intención es exponer el recorrido de su tratamiento de principio a fin de la manera más fiel posible a su secuencia original. Los objetivos: analizar la sintomatología devenida del trauma, la captura psíquica que provocaba, las intervenciones que se realizaron y la posterior mejoría psicopatológica de la paciente.
A Julia la habían derivado al Hospital de Día Psiquiátrico desde un Centro de Salud Mental a raíz de su último gesto suicida. Había sido diagnosticada de Trastorno Límite de la Personalidad y recibido tratamiento psicológico y psiquiátrico, en los que mostró una alianza terapéutica sostenida con ambas profesionales.
La evolución del cuadro había estado marcada por la alternancia de períodos relativamente estables que se veían interrumpidos por descompensaciones abruptas, sin desencadenantes identificables, en las que realizaba gestos autolíticos impulsivos que aumentaban en su letalidad. Lo que se inició con sobre ingesta de fármacos, terminó una venosección profunda que requirió un tiempo prolongado de rehabilitación y le dejó una incapacidad motórica permanente, afectándole a nervios y tendones de la mano no dominante.
Julia llevaba años viviendo sola, pero recientemente se había trasladado a vivir con los padres para control de sus conductas lesivas. La ansiedad la canalizaba fumando un paquete de cigarrillos diario, tomando unas 10 tazas de café al día, con una alimentación desorganizada y excesiva, pero no bebía alcohol ni otros tóxicos. Después de 18 meses de baja laboral, había perdido su trabajo.
Al inicio de su tratamiento en el hospital, Julia presentaba ánimo bajo, tristeza, abatimiento, sentimientos de minusvalía e impotencia, irritabilidad y apatía. Exhibía fuertes componentes de somatización (migrañas, somnolencia, clinofilia, palpitaciones) y síntomas disociativos de despersonalización y desorientación témporo-espacial tras los intentos autolíticos. Se le veía moverse por la vida como si fuese una zombi, con los hombros caídos y andar cansino. La mano lesionada la llevaba siempre cubierta con un guante. Su silencio era prácticamente absoluto. Este cortejo sintomatológico y su tórpida evolución apuntaban a la posible existencia de una experiencia traumática.
El filósofo Jean Améry, en su libro “La mano que se levanta contra sí mismo”, escribió: “La lengua sólo puede transmitir insuficientemente aquello que por definición queda al margen del lenguaje”. Sabemos que el trauma, para ser expresado, necesita la presencia de un receptor que valide y actúe de contenedor, para que la víctima pueda sujetarse de la amenaza de derrumbe psíquico. De lo contrario, buscará una guarida en su mente donde enterrar lo “terrorífico” y, disociándolo del resto, lo protegerá con su silencio.
Existe un cuento que plantea una situación que es asimilable al proceso de captura y expulsión de partes del ser que un trauma puede llegar a provocar. Se llama “Casa Tomada”, de Julio Cortázar. En él, dos hermanos conviven solos en la casa familiar heredada. Espaciosa y antigua, guardaba los recuerdos y los secretos de sus ancestros. Un día escuchan ruidos en una de las habitaciones y, asustados, la cierran con llave y no vuelven a abrirla. Posteriormente, oyen voces “extrañas” en otro cuarto, aterrados y recelosos, también lo cierran con llave para siempre. Sucesivamente, los sonidos que les llegan desde distintos espacios y el temor que les provoca, les empuja a abandonar una a una todas las estancias de la casa hasta marcharse de la misma y tirar la llave a la alcantarilla al salir definitivamente.
El cuento funciona como una alegoría de lo puede ocurrirle a una persona traumatizada si no encuentra tutores de escucha que le faciliten asomarse al abismo, enfrentarse a lo terrorífico que está inscrito en su propia vida, en su propia casa interior. De quedarse sola frente al trauma, van cerrando defensivamente áreas a la consciencia para poder continuar con día a día, pero como es sabido esta disociación merma energéticamente las posibilidades de desarrollo del “sí mismo”. El acto último de este cuento, el tirar las llaves que dan entrada a la propia casa, podría ser asimilado al abandono final que representa el suicidio.
En los primeros tiempos del tratamiento Julia se mostraba esquiva, solía responder con monosílabos y retirarse con frecuencia a la sala de relajación por sufrir migrañas. Sin embargo, en las entrevistas individuales mostraba interés por reconstruir su identidad y fue relatando, paulatinamente, su historia personal.
Era la única mujer de una fratría de 4 hermanos.Sus padres, muy humildes, todo el día trabajaban fuera de la casa dejando a la paciente, por ser la única chica, a cargo de las tareas del hogar y del cuidado de los hermanos. Cuando algo iba mal, ella era reprendida con severidad y en ocasiones con violencia. Marie-France Hirigoyen habla de dos tipos de vulnerabilidad en las mujeres: una es de carácter social, deviene del papel que ocupan las mujeres en la sociedad y la otra es psíquica: se construye desde “la cautividad doméstica de las mujeres y los niños…”. Julia, como cualquier niña, no tenía escapatoria frente al poder de los padres, pero de mayor seguía dependiendo de ese objeto de amor ausente que representaba la madre investida de omnipotencia.
En las sesiones volcaba abiertamente su enfado con los progenitores. Con su madre por delegar en ella tamaña responsabilidad. Con su padre por estar tan auto centrado que no mostraba empatía alguna hacia el entorno.
La madre trabajaba como asistenta del hogar. Había recibido tratamiento psiquiátrico por cuadro ansioso-depresivo en más de una ocasión y había pasado por unas ocho intervenciones quirúrgicas por diversas patologías orgánicas, una de cuales fue cuando la paciente tenía unos dos años.
El padre había trabajado en una metalúrgica y había sido jubilado anticipadamente por padecer múltiples patologías. Al nacer la paciente le tuvieron que realizar tres operaciones seguidas. Padecía de ludopatía y había puesto a la familia en situación de vulnerabilidad socioeconómica en muchas ocasiones. No mostraba pudor porque sus hijos supiesen de sus adicciones, ni de las consecuencias de su gestión financiera, ni de sus reiteradas infidelidades.
El hermano mayor había padecido depresión, recibiendo tratamiento psiquiátrico durante dos años. La paciente apenas mantenía contacto él. Estaba casado y tenía dos hijos.
El segundo hermano, trabajaba desde los 16 años, había estudiado y progresando profesionalmente. Estaba casado y también tenía dos hijos.
El hermano menor había conseguido trabajo recientemente con apoyo logístico de Julia. Era con quien la paciente mantenía la relación más estrecha, desde una posición maternal.
La abuela materna, desde que ella recuerda, siempre había estado muy enferma. La madre de Julia por ser la mayor de la fratría se ocupó de su cuidado hasta que se delegó esta función en la paciente.
El abuelo materno había trabajado en la limpieza. Había sido alcohólico, al punto de caerse repetidamente en la calle, requiriendo asistencia sanitaria. Había sido verbalmente violento, en especial con la mujer. Cuando se produjo un agravamiento en la salud ésta, abandonó de manera radical el consumo de etanol y se dedicó al cuidado de ella con especial esmero. Estando la paciente a solas con él, éste fallece en sus brazos, generando una huella traumática que permanecía pendiente de elaboración.
Tanto la familia nuclear como la extensa estaban atravesadas por la inestabilidad socioeconómica y mostraban una convivencia tolerante con la violencia.
Al tiempo de su ingreso en el hospital, Julia fue abandonando progresivamente su aislamiento, participando con interés en todas las actividades terapéuticas. En los tiempos libre solía asumir el rol de cuidadora, ganándose el afecto de sus compañeros. Y a medida que esto ocurría, sus quejas somáticas fueron disminuyendo.
Junto a Julia fui reconstruyendo segmentos de su biografía. Julia con 3 años se había caído en la bañera mientras se encontraba sola, suponía que su madre la habría estado supervisando mientras, paralelamente, realizaba alguna otra tarea. El golpe le provocó un corte importante en la cabeza del que salió gran cantidad de sangre, recuerdo que mantenía grabado de manera traumática. Con 8 años, se rompió la muñeca derecha por una caída mientras patinaba. A los 2 días, en una pelea con los hermanos, éstos le tiran una tabla de madera que le rompe un dedo de la misma mano. Relató una serie de accidentes domésticos que en número superaban lo habitual durante el crecimiento de un infante. En la adolescencia se juntó con el grupo de los “conflictivos” del instituto: fumaban en los baños, ponían silicona en las puertas para no entrar a clase, tiraban mobiliarios al patio, etc. Sus padres nunca tenían disponibilidad en el horario escolar para ir a las tutorías que les planteaban por sus hijos. En 8ª de EGB la “invitaron” a no seguir estudiando en ese centro y se sacó el graduado escolar en otra institución. A sus 16 años su abuela materna empeora de salud y la familia extensa materna designan a Julia como la cuidadora principal y la envían a vivir con los abuelos. Julia mantenía un recuerdo amable de esta etapa, pues era la primera vez en la vida que disfrutaba de momentos para sí misma y de tranquilidad. Cuando estos mueren, vuelve a la casa familiar y a las mismas responsabilidades previas. Cuando consiguió su primer trabajo, se fue a vivir sola a la casa que había sido de los abuelos.
En resumen, poder decir que la paciente había crecido en una familia con una dinámica disfuncional, con fallos de los progenitores tanto en la parentalidad como en la conyugalidad. En la parentalidad: habían atendido de manera deficiente las necesidades básicas de sus hijos. En la conyugalidad: habían estado inmersos en un juego relacional patológico, con luchas de poder más o menos visibles y entre las estrategias que habían utilizado figuraba la triangulación perversa. La instigación de la madre a los hijos para que se aliasen con ella frente al padre encontraba como principal aliada a Julia, respondía a la llamada con la esperanza de protección y amor materno, pero ésta pronto se desvanecía, pues la madre tardaba poco en reconciliarse con el marido y en volver a levantar la barrera generacional que ella misma había destruido. Deslegitimaba las quejas de los hijos y les llamaba a silenciarse. En Inhibición, síntoma y angustia, Freud menciona que …la angustia es ante algo. Lleva adherido …. (la) ausencia de objeto... La madre de Julia volvía a estar ausente cíclicamente, cayendo la paciente en estado de desamparo una y otra vez.
Las pesadillas en la paciente eran recurrentes: se veía gritando, insultando e incluso arrojándole objetos a la madre con fiereza. En terapia individual abordamos esas emociones. El monto de la carga energética de la agresividad resultaba excesivo, invitando a pensar si no existiría algún otro conflicto, matiz o trauma del que aún no teníamos conocimiento.
Después de una obra plástica realizada en arteterapia, en la que se representó atrapada en la triangulación de los padres, los paciente escribió: “Mi tristeza, me siento muy cansada, sólo me apetece llorar y llorar, no sé cómo enfrentarme o ponerme en mi sitio a lo diferente, no quiero hacer daño a mi familia y estoy hecha un lío no sé y sólo consigo enfadarme conmigo me duele todo mi cuerpo me da fiebre, dolor de cabeza, me duele el alma y me siento con angustia que me come por dentro nervios y sólo quiero estar encerrada en mi casa con todo cerrado y a oscuras y metida en la cama y ni siquiera puedo pensar claramente.”
Esta descripción encaja perfectamente con la de Judith Herman en su libro Trauma y Reparación: Las personas que han estado sometidas a un trauma prolongado y repetido, desarrollan una forma de desorden de estrés postraumático progresiva e insidiosa., Las personas crónicamente traumatizadas ya no tienen un estado básico de calma física o paz. Con el paso del tiempo perciben que sus cuerpos se han vuelto en su contra. Empiezan a quejarse no sólo de insomnio y agitación, sino también de numerosos tipos de síntomas somáticos. Son frecuentes la tensión, los dolores de cabeza…
En este punto de la terapia, se llevaron a cabo cuatro entrevistas familiares a las que acudieron ambos progenitores. Este hecho fue en sí mismo reparador para la paciente, pues no esperaba que su padre se expusiera a una situación así. En la primera sesión los padres expresaron genuino desconcierto y preocupación por la hija. Distaban mucho de ser capaces de elaborar hipótesis alguna sobre los intentos autolíticos de Julia, ninguna sospecha acerca de los desencadenantes que podrían estar detrás de esos actos y menos del sufrimiento que representaban para ella. La paciente se mostró enfadada y avergonzada de esos padres que eran incapaces de vislumbrar el sufrimiento que ella venía transitando. Las siguientes sesiones avanzaron hacia una aceptación de las dificultades familiares y si bien los padres tendían a minimizar el impacto que el funcionamiento de ellos había podido tener sobre los hijos, expresaron su disposición a mantenerlos al margen de sus conflictos maritales. Se insistió en la necesidad y el beneficio de respetar las barreras generacionales y permitir la autonomía de la paciente. Tras la cuarta sesión el padre volvió a caer enfermo, necesitando dos ingresos prolongados que implicaron la suspensión de estos encuentros familiares. En la última sesión realizada habían podido mostrarse más espontáneos, dando paso a un estilo de humor que les caracterizaba que facilitó la emergencia de cierta calidez en el trato.
Las intervenciones llevadas a cabo hasta aquí y la apertura de la paciente al trabajo terapéutico, facilitaron la disminución de su padecimiento, la merma de sus elementos agresivos y subsecuentemente de sus sentimientos de culpa. Julia fue abandonando la posición de confrontación constante con la madre y juntas empezaron a disfrutar de momentos expansivos.
En el trabajo terapéutico pasamos a profundizar en la exploración de sus actos suicidas. La paciente relataba de manera consistente el desconocimiento de los motivos que le llevaban a ello. Describía, por ejemplo, que un día se despertó y se encontró caída en las escaleras de la casa sin saber cómo había llegado hasta allí; en otra ocasión le despertó el ruido de la ambulancia y los profesionales del SAMUR, había ingerido somníferos mezclados con alcohol. En cada uno de esos momentos, experimentaba aturdimiento, tristeza y abatimiento. De la situación previa a perder el conocimiento, sólo rescataba sensaciones físicas de malestar, náusea y vacío. Desasosiego y pasmo.
Las preguntas que surgían de estas experiencias se sucedían sin respuestas: ¿qué promovía estas acciones?,¿por qué éstas aparecían a partir en la adultez de la paciente y no lo habían hecho antes?, ¿era el desamparo en que se había estructurado el psiquismo de Julia el único promotor de estas actuaciones?, ¿había algún otro elemento desestabilizador?
Tiempo después, en el contexto de terapia grupal, una paciente habló de una interrupción voluntaria de embarazo que le resultó muy penosa decidir. Al escuchar este relato, Julia relató que había atravesado por una experiencia similar. La diferencia estaba en que para ella la decisión había representado un alivio: la persona de la que se había quedado embarazada no era la adecuada para tener un hijo. Exploré con ella la posibilidad de algún sentimiento de culpa defensivamente negado, pero no hallé disarmonía entre el material verbalizado y la carga afectiva del relato.
A partir de ese día se produjo un punto de inflexión en su tratamiento: dejó de asistir al hospital argumentando sufrir migrañas, somnolencia y malestar general. Intentamos sin éxito que regresase. Pocos días después, recibimos la llamada de la madre alarmada porque la hija se había marchado a vivir sola nuevamente. Temía que Julia volviese a realizar conductas suicidas.
Conseguimos ponernos en contacto con la paciente y esta vez aceptó venir al hospital para una entrevista individual. A la cita acudió nerviosa, con la mirada huidiza y manifestando tener que contar algo de lo que se sentía tremendamente avergonzada. Después de un tiempo prolongado de silencio relató que cuando tenía 24 años su pareja se había mudado a vivir con ella. En ese momento apenas llevaban 6 meses de relación. Él era casi 20 años más, estaba separado y tenía dos hijos de edades cercanas a la de Julia. Al poco tiempo de convivir, descubrió que era ludópata, consumía alcohol y cocaína regularmente. Las dos primeras adicciones las compartía con el padre de Julia y los gastos y las deudas que contraía provocaban perjuicio económico a la pareja de manera semejante a lo ya vivido por la paciente en su familia de origen. Cuando se decidió a hablar con él, se encontró por toda respuesta con la negación de los hechos. Cada vez que intentaba volver sobre el tema, él la desacreditaba diciéndole que era una exagerada.
La relación se fue deteriorando. Julia pasaba de dudar sobre sus percepciones a confiar en sí misma y enfrentarse a su pareja. Las respuestas de él pasaron de la negación a la ofensa a través de insultos y de a la amenaza encubierta a través de romper objetos a la agresión física a la paciente. Ella inicialmente se sentía impotente y se marchaba, pero con el tiempo empezó a responder a los insultos con más insultos y a los golpes con más golpes. Confesó que la agresividad en ella pasó a ser la respuesta más frecuente. Solía llevarse la peor parte por una cuestión de fuerza física, pero lejos de asustarse, se ponía más furiosa. Julia no pertenecía a la generación de sus ancestros, la respuesta no era pasiva, no era la sumisión de su madre. La escalada de violencia se fue tornando más peligrosa y llegó a su punto más álgido cuando ella decidió interrumpir el embarazo contra el deseo de él. Le pidió a la pareja que se marchara de su casa. Él se negó repetidamente, volviéndose cada vez más agresivo. En una de esas ocasiones la cogió del cuello ejerciendo una presión tan fuerte que la paciente se sintió en peligro de muerte. En ese contexto logró Julia coger un objeto punzante que vio cerca de su mano y se lo clavó. Se pudo liberar físicamente. Aterrorizada llamó enseguida a emergencias. Él estaba consciente cuando llegaron los sanitarios y se culpó de intentar suicidarse. Estuvo un día en la UCI. Los médicos comunicaron que la herida había sido a poca distancia de un órgano vital, que había habido suerte. Cuando su pareja estuvo fuera de peligro, no regresó más a verle al hospital. En consulta repetía con espanto: “Podría haberlo matado, podría haberlo matado.”.
Rememorar el tema del aborto en terapia había provocado una cascada de flashbacks de “algo que no recordaba” y que la sumergió en un estado de angustia de difícil sujeción. Hay una frase de Boris Cyrulnik muy descriptiva sobre la emergencia de los contenidos traumáticos: Los fantasmas son merodeadores que, mucho tiempo después de la muerte del acontecimiento, pueden surgir, transportados en nuestro equipaje y en nuestra herencia.
Desde que Julia había recuperado el recuerdo de esos hechos, luchaba contra sus deseos de autoagresión. Por miedo a consumarlos, y con el propósito de evitarles sufrimiento a sus padres, era que había tomado la decisión de regresar a vivir sola. Quería pedirnos ayuda, pero la vergüenza la bloqueaba. Nuestra insistente preocupación, junto al compromiso de verla en privado, facilitó su asistencia.
En sesiones posteriores fuimos reconstruyendo las circunstancias previas a cada intento autolítico. La casa en la que había vivido con su expareja, estaba cargada de estímulos que impactaban sobre lo traumático reprimido. La emergencia a la consciencia de ese material provocaba en ella la necesidad de castigo en su modo más radical: el suicidio. Lo experimentaba éste como el único camino para detener un sufrimiento que se le hacía insoportable. Al despertar después de atentar contra sí, la disociación había vuelto a operar y la mantenía enajenada de los motivos subyacentes a sus actos. Experimentándose incapaz de gobernar su vida, temiendo estar perdiendo la cordura, caía cada vez más en un sentimiento de desvalimiento mayor.
La paciente había realizado una elección de pareja que le permitía, sólo aparentemente, dos reparaciones simultáneas: por una lado, la diferencia de edad le facilitaba la fantasía inconsciente de tener una figura paterna protectora; por otro, al mostrarse él más volcado hacia ella que hacia sus hijos, le proveía a Julia de un resarcimiento ilusorio respecto a su valía en las relaciones fraternales.
Cuando paciente tomó consciencia que su pareja ocultaba los mismos vicios que su padre biológico, decidió romper con la relación, pero la violencia desplegada por él la transportó nuevamente a experiencias de minusvalía y la indefensión. Aspiró entonces liberarse con respuestas de resistencia activa, pero éstas derivaron en abiertamente agresivas y Julia terminó pagando un precio muy alto en su búsqueda de emancipación. En ese momento preciso de su andadura terapéutica, contaba con la oportunidad de sanar las heridas recibidas, las autoinfligidas y las realizadas a otros.
Intentar restituir a la paciente a una posición interna de acogida amorosa y respeto a su vida, fue posible desde una mirada comprensiva y de ley simultáneamente, lo materno y lo paterno juntos.
Después de un tiempo de intervención, relativamente breve si se consideraba el peso de la carga traumática, la paciente se marchó de alta voluntaria del hospital al conseguir trabajo. Había dejado de percibir el paro y la situación económica familiar era muy precaria. Su padre había tenido que ser intervenido de urgencia nuevamente, su madre había tenido que abandonar el trabajo para ocuparse de él. Ambos estaban muy deteriorados y no quería Julia representar una carga económica para ellos. Hizo una despedida afectuosa, cargada de agradecimiento hacia sus compañeros y a los profesionales.
Lo último que supe de ella fue fruto de la casualidad. Habían pasado unos dos años desde que se había marchado del hospital. La encontré en los pasillos de la planta de consultas pediátricas, estaba con su beba y su nueva pareja. Antes que me viese pude presenciar la ternura con que cogía a su hija y la acurrucaba junto a su cuello. Su mirada y su sonrisa transmitían calidez.
Bibliografía
AMÉRY, JEAN. (2013) La mano que se levanta contra sí mismo, Valencia, Pre-Textos
CORTAZAR, JULIO. (1993) Casa Tomada, Barcelona. Ed. Minotauro.
CYRULNIK, BORIS. (2001) La maravilla del dolor. El sentido de la resiliencia, Barcelona. Ed. Granica.
FREUD, SIGMUND. (1925) Inhibición, síntoma y angustia, Buenos Aires, Amorrortu Editores.
HERMAN, JUDITH. (1992) Trauma y recuperación – Como superar las consecuencias de la violencia, Madrid, Espasa Calpe.
HIRIGOYEN, M.F. (2006) Mujeres maltratadas – Los mecanismos de la violencia en la pareja, Madrid, Ediciones Paidós – Colección Contextos.
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*Trabajo presentado en el IX Simposio de Psicoterapia Psicoanalítica de FEAP, en Murcia. Octubre, 2023.
**Sobre la autora:
Licenciada en Psicóloga Clínica. Especialista en Psicología Clínica. Psicoterapeuta psicoanalítica acreditada por la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapeutas (FEAP). Socia de la Asociación Escuela de Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes (AECPNA). Psicóloga Clínica en el Hospital Universitario Infanta Cristina de Parla y Práctica Privada. Madrid. Tutora de Psicólogos Internos Residentes (PIRes) en el Hospital de Parla. Supervisora Residentes de Medicina, Psicología y Enfermería de 3º y 4º año formación.
Revista nº 22
Artículo 4
Fecha de publicación ENERO 2024