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Poner el cuerpo. Potencias y límites en un proceso adolescente*

Poner el cuerpo. Potencias y límites en un proceso adolescente*

  • por

Juan del Olmo**

Presentación por Gabriel Ianni e Ana Isabel Perales***

Los seres humanos nos movemos entre variadas formas de espontaneidad y sumisión en nuestro paso por la vida.

Nuestro existir personal se da en un juego acompasado, pendular, más o menos acentuado entre estas dos formas extremas de funcionamiento, con encuentros y desencuentros, donde, a veces, la relación con el ambiente da lugar a un diálogo transformador y creativo y otras veces a un sordo y mudo aniquilamiento.

Oscilamos entre aquello que, procediendo de nuestro interior, de nuestros propios impulsos emerge, se descubre, y nos descubre con conductas y gestos espontáneos, y el extremo sumiso, obediente, que provoca la desaparición, el hundimiento, el perderse, es decir la aniquilación de lo que es propio y personal.

Juan del Olmo enfatiza, al finalizar su relato clínico que “le toca el trabajo de acompañar a Jaime en el trabajo de que su gesto espontáneo, su forma personal de conquistar el mundo, no le resulte tan costoso” Y con gran finura clínica nos muestra en que consiste ese trabajo.

En una publicación reciente, el propio Juan escribe: El argumento central es escuchar la singularidad de quien consulta, respetar el carácter sagrado de la ocasión en la que alguien se acerca a pedir ayuda, quitándonos los disfraces estereotipados que la academia nos vende, y estar ahí: tratando de que nuestro narcisismo personal y profesional no tuerza la brújula de la clínica. Y su particular acercamiento a Jaime da cuenta de ello. En una sesión, nos dice: Intento acercar discursivamente este estar con muchas cosas a la dispersión de la cual se queja, sin demasiada resonancia.

En otra sesión, Intento usar este poner el cuerpo como una metáfora aplicable para otras escenas que viene narrando, sin causar efecto salvo el de la incomprensión. Quizás no sea el tiempo, quizás no sean esas las palabras con las cuales señalar una vacilación repetitiva.

Ciertamente, conmueve el tacto con el que Juan del Olmo busca entrar en contacto con Jaime, buscando un estilo adecuado para ser escuchando.

Y más aún, en otra sesión, cuando Jaime llega a consulta casi susurrando y Juan acerca su sillón a donde Jaime está sentado, y Jaime le agradece por ello. Es decir, acompañar, sostener, escuchar; escuchar y hablar sin saturar de sentidos, sin que nuestras palabras o interpretaciones sean vividas intrusivamente provocando sumisión o acatamiento.

La tesis central de la propuesta clínica de Juan del Olmo consiste en valorar: dónde, cómo, y cuándo poner el cuerpo; cómo ponerse en juego, cuando arriesgarse a perder, pero también a ganar. Cuando y cómo meter cuerpo, ganar la pelota, aunque al otro jugador mucho no le guste.  Es decir, poner el cuerpo, ponerse en juego, jugarse, arriesgarse, exponerse a ser visto, exponerse a pronunciarse, exponerse a la mirada en una escena que convoca, irremediablemente, a un otro.

Ya desde los orígenes mismos, en 1893, Freud en su texto sobre el estudio de la parálisis orgánicas e histéricas, plantea que el cuerpo que se enferma no es el cuerpo orgánico, sino el representacional, es decir aquel cargado del afecto, del lenguaje, es el cuerpo de la novela familiar… Desde los inicios del psicoanálisis el cuerpo ha tenido protagonismo ya que fueron sus sufrimientos y los síntomas encarnados en el cuerpo, los que despertaron en Freud el afán de investigar y descifrar los enigmas en ellos contenidos. Así́, el psicoanálisis se asomó a descubrir lo simbólico contenido en cada llamada del cuerpo.

Ahora bien, al decir cuerpo ¿a qué cuerpo nos referimos? ¿De qué cuerpo se trata? Ciertamente no del cuerpo anatómico, sino de otro cuerpo, aquel vinculado a la sensorialidad, al placer, al dolor, a la sexualidad, a lo enigmático. Un cuerpo que comienza a hablarle a Jaime cuando “a los 12, 13 años, algunos se reían del pibe al que le habían salido pelos en las piernas” Un cuerpo afectado, un cuerpo portavoz de síntomas, de inhibiciones, de bloqueos; un cuerpo que siente ajeno, que le habla en un lenguaje que no comprende, un cuerpo que lo traiciona, que lo abandona, un cuerpo que sufre; un cuerpo que hace síntoma cuando irrumpe el deseo y cuando lo que va construyendo como vocación puede ser exhibido sobre un escenario, bajo un haz de luz, delante de un micrófono. Cuando está a punto de ser mirado y de portar su voz, su propia voz, cuando está a punto de expresar aquello que le es propio. Cuando cantar se convierte en una experiencia psicosomática.

En su libro Nacimiento de un cuerpo, origen de una historia, Piera Aulagnier, (1986) de manera evocadoramente poética nos invita a que nos imaginemos “a un viajero que recorre el mundo mítico seguro de encontrar adivinos y, entre ellos, algunos ciegos ilustres. Ciegos que le enseñarán el castigo que le aguarda a quien, al realizar un deseo prohibido, se ha atrevido a tornar cognoscible, manifiesto, lo que debió permanecer ignorado, latente… Pero la realidad humana, no la mítica, no se deja aprehender sino por la vía de una actividad sensorial que sirve de selector y también de puente entre la realidad psíquica y aquellos otros espacios de los que ella toma sus materiales, empezando por su propio espacio somático”.

Es decir, un cuerpo que debe convertirse en un mundo propio en el que poder habitar. Pero que, en Jaime, lejos de convertirse en un mundo donde habitar, su cuerpo es escenario de una dramática puberal y adolescente que, encerrado, busca expresarse y que necesita de un otro, un otro asistente – no rival, no intrusivo – que lo ayude a liberase, a desplegarse, que lo ayude a exhibir y desplegar su potencialidad. Y Juan se ofrece a ello.

Jaime se siente perdido, extraviado en la nebulosa de sus pensamientos, extraviado en un cuerpo que, como dije, siente ajeno. La demanda de Jaime, motivo manifiesto de consulta, evidencia su “necesidad de hablar”. Tal vez, una necesidad de meter la palabra para no sentir el miedo de meter el cuerpo. Se siente perdido en un cuerpo que no le acompaña pero que le habla, aunque, como decía, en un lenguaje que no comprende.

Descubre su vocación en poner voz, en poner palabra, en ser locutor, para poder hablar, para poder escucharse y ser escuchado. Escuchado en aquello que es propio, insisto, y está silenciado, coagulado, enmudecido. Y es allí donde el síntoma se expresa. Al igual que con Julieta, cede por amor; y al ceder se extravía, se somete, y al hacerlo, enferma.

Jaime no sabe qué hacer, para dónde ir, ni con quién, y esta vez el encuentro con ese no saber sobre sí mismo interfiere ya no dejándolo sin respiración, sino sin voz.

Juan del Olmo nos plantea que el encuentro con el otro puede facilitar u obturar el desarrollo subjetivo, y siendo esto así, ¿de qué depende? ¿quién será ese otro con el que nos encontremos?  Y aquí, en la escena analítica, nuevamente, un otro es convocado para que se restituya un proceso de integración fallido.

Juan enfatiza que los procesos de integración pueden causar angustia, y que cuando ese afecto se vuelve acuciante alguna de las tres vías del desarrollo se verá trastocada: la estabilidad del self, la integración psicosomática o la relación con los objetos del mundo.

Y volviendo a la pregunta sobre la función del otro, como facilitador del desarrollo y estructuración subjetiva, resulta interesante resaltar el interjuego que se da entre el analista y la función que ocupa y Jaime en medio de su extravío adolescente.

Un interjuego de palabras donde a través de meter la boca, de meter palabras, de poner palabras, descifrando aquello enigmático que hace síntoma en el cuerpo, aquello que es su vocación (y que nos permitiría un interesante juego de palabras: voz, boca, vocación) pueda desplegarse sin temor, y le permita meter el cuerpo, pero un cuerpo que pueda expresar la potencialidad creativa, personal, que da sentido al vivir y al existir. Un cuerpo que le permita volver a la vía de la potencia y del deseo sin extraviarse. Y ciertamente Juan del Olmo, es su interlocutor.

Poner el cuerpo. Potencias y límites en un proceso adolescente

Juan D. del Olmo, 2024

“El año pasado empecé a volver de a poco a hacer algo de deporte, a veces en la escuela… Jugaba al fútbol con amigos de mi primo. Los primeros minutos siempre jugaba mal, no coordinaba, la pelota se me iba, me metían caños, me pasaban el trapo por encima. Al rato, empezaba a jugar mejor. Pero me daba miedo jugar en serio: meter cuerpo. Viste cuando vas a pelearle la pelota al del otro equipo, y ponés tu cuerpo entre la pelota y el otro jugador… Una vez escuché al otro diciendo por lo bajo algo así como “dale, ¿es necesario?”. Como que fue demasiado. Me daba miedo involucrarme, incomodar al otro al hacerlo.”

Perdido

De las primeras entrevistas con Jaime, recuerdo la sensación de haber sido convocado a transitar por la nebulosa que lo aquejaba. Tenía 17 años al comienzo de nuestras sesiones, y cursaba el último año de su escolaridad secundaria (Bachillerato). Había tomado él la decisión de consultar, le insistió bastante a su madre para que le consiguiera un psicoterapeuta porque necesitaba hablar. Había tenido algunas entrevistas durante su infancia de las que recordaba poco. De lo primero que expresó, fue que se extraviaba en el devenir de sus pensamientos: emergía una idea, le dedicaba su atención, hasta que otra aparecía de la nada, y la primera se iba a esa misma nada. A veces podía retomar el curso inicial, otras no. Le molestaba porque, al fin y al cabo, se sentía perdido.

Este fenómeno se hacía notar en nuestros encuentros con los matices pintorescos de los relatos de adolescentes: el detalle en la descripción, la multiplicidad de personajes, los vínculos y las historias que los entreveran, las citas casi textuales de conversaciones, las arborizaciones habituales en ese afán de contar sus vidas minuciosamente, fervorosamente.

La novela que desplegaba Jaime era generosa en todos esos elementos, y constituye para mí un gran desafío contarles sobre él. En el material que trajo a consulta, podrían ubicarse varios arcos narrativos, que se tocan en un mismo punto: dónde, cómo, cuándo, poner el cuerpo.

Quedarse afuera

Conozco a Jaime días después de que iniciara el ciclo lectivo. Entre las primeras cosas que cuenta, relata que, junto a sus compañeros y compañeras de curso, entre las que se encuentra su novia Julieta, realizaron una fiesta de comienzo de su último año en una discoteca. Bebieron bastante alcohol, Julieta estaba más entretenida con sus amigas que con él, y se subió a bailar arriba de un parlante: “ella no busca atención (de otras personas), la acapara”, describe Jaime, con una incomodidad resignada ante este hecho del destino. En ese momento, tuvo un episodio de hiperventilación; “no sé si fue pánico, pero me costaba mucho respirar”.

En la escuela, se siente fuera de lugar. Hace un par de años, al elegir una orientación de estudios para los últimos años de la secundaria (Instituto), sus amigos continuaron cursando juntos. Se vio Jaime en la disyuntiva de estudiar los temas que quería, o seguirlos a ellos. Su decisión por la primera opción implicó que los momentos compartidos se fueran reduciendo a recreos y salidas, perdiendo algo de complicidad y el conocimiento de la cotidianeidad: chistes y comentarios que comenzó a no entender, por no haber estado ahí. Su curso, por otro lado, le resultaba poco amistoso.

Pronto, aparece en escena una avidez llamativa por actividades escolares curriculares, extracurriculares, y extraescolares. Casi se atiborra, bajo una premisa que suena más propia de generaciones anteriores: “si no lo hago ahora, ¿cuándo? Este es el momento.” Enumera entonces una serie de proyectos en los que se involucra parcialmente, relacionados con lo que va delineando como su interés vocacional: el uso de la voz. Participa, así, de eventos artísticos, tanto en el escenario como en la producción de estos, dejando de lado los almuerzos con sus amigos y propinándose una sensación de cansancio y saturación, en la que se podía ubicar una satisfacción paradójica al estilo del goce lacaniano: “estoy con muchas cosas”. Intento acercar discursivamente este estar con muchas cosas a la dispersión de la cual se queja, sin demasiada resonancia. Inicialmente me cuesta encontrar el estilo para poder comunicarme con él. A veces adopto, creo que me lleva la corriente incluso, las formas arborizadas y enrevesadas de Jaime. Otras, intento posicionarme en un modo complementario: si él se presenta enredado, yo intervengo con asertividad, precisión y economía de palabras. Entre esos polos, voy construyendo, cada vez, las intervenciones.

En lo que sí se presenta predispuesto a dialogar, más que a mostrar, es en su elección de carrera. Se siente profundamente convocado por estudiar locución, para lo cual ha comenzado a tomar unas clases preparatorias y un taller de radio. Le surge una preocupación cuando su madre le dice – aclara que con buena intención – que, sea lo que sea que elija, debería estudiar una carrera universitaria. No lo toma como una exigencia sino como un consejo calificado que le resultaría conveniente seguir; “aunque mi papá no terminó su carrera y le va bien igual”, señala. Se pregunta qué estudiar, evalúa instituciones, carreras afines a sus intereses, otras más tangenciales. Los programas de estudio que encuentra le parecen demasiado teóricos, como un aporte que enriquece pero que no constituyen un eje para él; lo que lo conmueve es el uso de la voz, ese matiz de la presencia. Ahí queda entrampado, considerando que posee una sola bala de plata, sin abrirse a la posibilidad de formarse en más de un área, ni de probar pudiendo luego rectificar el rumbo.

Poner el cuerpo

“No sé si te conté alguna vez que, desde que comencé el secundario (Instituto), dejé los deportes. Antes hacía de todo, fui muchos años a artes marciales, vóley, natación. Pero al cambiar de escuela y comenzar el secundario, me bloqueé. Yo creía que se trataba por la escuela nueva, que me daba ansiedad jugar con desconocidos. Pero me parece que no es eso. Quizás por los cambios en el cuerpo a los 12, 13 años, algunos se reían del pibe al que le habían salido pelos en las piernas.

El año pasado empecé a volver de a poco a hacer algo de deporte, a veces en la escuela… Jugaba al fútbol con amigos de mi primo. Los primeros minutos siempre jugaba mal, no coordinaba, la pelota se me iba, me metían caños, me pasaban el trapo por encima. Al rato, empezaba a jugar mejor. Pero me daba miedo jugar en serio: meter cuerpo. Viste cuando vas a pelearle la pelota al del otro equipo, y ponés tu cuerpo entre la pelota y el otro jugador… Una vez escuché que el otro, hablando por lo bajo decía algo así como “dale, ¿es necesario?”. Como que fue demasiado. Me daba miedo involucrarme, incomodar al otro al hacerlo.”

Agrega que al ingresar al secundario y realizarse los controles médicos de rutina, le diagnosticaron una afección cardíaca que lo llevó a ser estudiado exhaustivamente, y continuar en seguimiento en la actualidad. En lo objetivo, el cuadro no implica ninguna limitación para el despliegue de actividad física, “pero lo usé como una excusa para no hacer gimnasia en la escuela”.

Intento usar este poner el cuerpo como una metáfora aplicable para otras escenas que viene narrando, sin causar efecto salvo el de la incomprensión. Quizás no sea el tiempo, quizás no sean esas las palabras con las cuales señalar una vacilación repetitiva. Ubica su malestar, ahora, en un motivo de consulta más claro y un poco diferente respecto del inicial: no sabe qué hacer, para dónde ir. Dónde poner el cuerpo. Ni con quién.

Con el transcurrir de las sesiones, el viaje de egresados[1] se convierte en un tema central. Casi hasta último momento, Jaime no contaba con la seguridad de poder emprenderlo: con menos anticipación de la administrativamente necesaria, había decidido no viajar con sus compañeros y novia, paquete turístico que los padres venían pagando, y en cambio hacerlo con sus amigos, quienes pertenecían a otro curso. La empresa de turismo confirmó su lugar pocos días antes, lo cual no era el único punto que le causaba ansiedad: Julieta le había propuesto abrir la pareja sólo durante el plazo que duraran sus viajes, y con permisos y restricciones acordados de antemano. Jaime vacila; él no había considerado la posibilidad de conocer o interactuar con otras mujeres. De hecho, esta experiencia se le había armado como una oportunidad para compartir un tiempo de disfrute con sus amigos. Mientras su preocupación radicaba en qué disfraz payasesco colectivo podían vestir para una fiesta, Julieta acerca esta novedad. A Jaime le inquieta que ella quiera estar con otros, que mire a otros, y “no ser suficiente para ella”. Que otros la miraran porque ella cautiva la atención era algo que podía soportar no sin esfuerzo o síntomas, pero esto… Jaime acepta la propuesta, no por interés propio sino porque considera, sacrificialmente, que no puede oponerse al deseo de Julieta. Cede por amor.

Finalmente, Julieta se arrepiente de su moción. Sin embargo, al segundo día de su viaje, Jaime enferma con un cuadro febril que lo condiciona en la mayoría de las jornadas posteriores.

En el correr de esos días, lo convocan a participar en dos eventos como cantante de un ensamble musical, organizado por una profesora de música. Se lo ve entusiasmado, y nervioso, ensayando con empeño. Veníamos hablando sobre cierto miedo escénico, una incomodidad a ocupar un lugar central; a ser señalado, metafóricamente y no tanto, por el foco de luz principal en el escenario. A inducir las miradas sobre sí. En los días previos, su voz “se cansa”. Llega al consultorio, casi susurra. Acerco mi sillón a donde él estaba sentado, me agradece por ello. Habla en un tono bajo y calmo; había tomado la decisión de usar su voz lo menos posible, como recaudo para propiciar la recuperación.

Otra vez, tal como con su viaje, hasta último momento su presentación estuvo en duda.

La afectación de la voz se prolonga más tiempo del esperado. Si bien puede volver a hablar en su forma más o menos habitual, siente aún la voz “rara”. Subrepticiamente, se va gestando entonces un fantasma: si tuviera una lesión orgánica en la garganta, ¿podrían admitirlo en la carrera que quería estudiar? ¿Aprobaría los exámenes de ingreso, siendo que consisten en pruebas de lectura y manejo de la voz? En su mente, el comienzo de la carrera parece alejarse, sin que la consulta con el médico especialista aparezca en un horizonte cercano.

“Mis amigos me dicen que tengo algo psicoso….”, dice Jaime, dubitativo. “¿Psicosomático?”, continúo yo. “¡Eso!”, confirma.

“No sé si llamarlo psicosomático. Sí me parece llamativo que cada vez que pasás por algo importante, y que te importa mucho, termina ocurriéndote algo en el cuerpo que te juega en contra.” Y enumero: “el ataque de pánico, el viaje de egresados, las presentaciones, el examen…”

“Sí. A veces no me doy cuenta de las cosas que siento, como que estoy disociado. Me sale reírme cuando estoy nervioso o preocupado, incluso triste, como descarga, no porque me dé risa, y la gente se me queda mirando sin entender”.

“Psicoso…”

En sus desarrollos sobre los tipos psicopatológicos, Winnicott se mantiene estrictamente freudiano al considerar a las presentaciones clínicas como efectos de los mecanismos de defensa implementados ante lo difícil de integrar. En Freud, encontramos que las manifestaciones del deseo sexual infantil incestuoso constituyen representaciones inconciliables con el yo, penosas para él; las instancias morales psíquicas movilizan defensas para su ahogamiento. Las mismas representaciones reprimidas retornan disfrazadas en el síntoma neurótico, a través de esas mixturas entre el deseo y la defensa denominadas formaciones de compromiso. 

En Winnicott, el concepto de integración resulta fundamental para considerar aspectos del desarrollo subjetivo y de los procesos psicoterapéuticos. Ambos vocablos, desarrollo y procesos, no son términos ingenuos: remiten a una temporalidad que incluye un origen, una actualidad y un transcurso entre ambos. Existen amplias diferencias entre pensar una estructuración subjetiva como un tiempo de trabajo que se cierra en la primera infancia y condiciona un destino inevitable, y como contrapartida, considerar un despliegue de potencialidades que se actualizan a lo largo de la vida, tanto en aspectos progresivos como regresivos. Dice Cristina Rother de Hornstein: “En un psiquismo abierto, la posibilidad de reorganización, de transformación y de neogénesis, es posible ante encuentros que den acceso a nuevas identificaciones, a propuestas creativas y con proyecto de autonomía, que posibiliten nuevos lazos asociativos y recomposiciones fantasmáticas de afecto y de sentido que remodelen vivencias arcaicas” (Rother de Hornstein, 2007). Resaltamos en esta cita el valor fundacional y de refundación de los encuentros con otro, cuyas cualidades pueden facilitar u obstruir el desarrollo subjetivo.

Retomando los aportes del autor inglés, la integración posee un sentido estricto y uno ampliado: en la acepción restringida, se conceptualiza uno de los tres procesos de maduración (integración, personalización, realización) cuyo saldo conjunto resultará en un sentimiento de mismidad, un cuerpo subjetivado y un mundo en el cual habitar. En su versión ampliada, encontramos que la integración subsume a los otros dos procesos. Esa disquisición no hace diferencia en el aspecto central de la cuestión: a fin de cuentas, refiere a un movimiento de complejización de la existencia del viviente, primariamente anárquica y sin sentido, de estados no integrados[2], que tiende a una puesta en relación entre distintos elementos sensoriomotrices, una conciencia y una apropiación de la experiencia. Los procesos de asimilación y acomodación, descriptos por Piaget, nos permiten señalar el trabajo no sólo de anoticiamiento, conocimiento o percepción de la realidad, sino el de su elaboración, que, sin forzar demasiado las ideas, podríamos ubicarla como subjetivación.

Si bien fundamental, este primer empuje de integración no es el único. El correr de los acontecimientos de la vida imprimen la necesidad, a veces con mayor perentoriedad, de percibir, elaborar y responder ante aquello que produce una muesca en la estabilidad de nuestra autopercepción. Así, “el cuerpo puberal y sus metamorfosis asaltan la niñez con su flamante potencia, las conmociones y los síntomas propios y familiares. La crisis de la mediana edad, ruidosa en sus habituales y desesperados intentos de rejuvenecimiento, ilustra el reconocimiento del paso del tiempo. El envejecimiento y la enfermedad degenerativa imponen el arduo trabajo de integrar en el sí mismo lo que se va aletargando, deteriorando, fragmentando, transformando” (del Olmo, 2022). A estos fenómenos de metabolización de las condiciones biológicas, debemos sumar las biográficas, histórico-sociales y vinculares. Para decirlo todo, las variaciones en el proyecto identificatorio. Esto nos muestra Jaime.

Integrar los cambios, las mutaciones, el deseo, algunos devenires nuevos o inciertos balizados por éste o impuestos por la realidad, se acompaña de júbilo, ansiedad, inquietud, incertidumbre, miedo, angustia. Integrar también implica duelar situaciones, escenas, modos de relacionarse, cuerpos incluso, que ya no serán lo mismo.

La integración causa angustia, enfaticemos. Y aquí sí importa discriminar los procesos de maduración y sus producciones, dado que constituyen los escenarios sintomáticos. Si este afecto se vuelve acuciante, alguna de las tres vías del desarrollo se verá tocada: la estabilidad del self, la integración psicosomática o la relación con los objetos del mundo.

Así como Freud planteaba en su “Proyecto de una psicología para neurólogos” la hipótesis de la facilitación de ciertos enlaces neuronales por los cuales se transferiría preferentemente la cantidad, también los modos de padecer y enfermar se ven condicionados por las formas predilectas de la aparición de la angustia y su tratamiento silvestre. En Jaime, desde joven y por diferentes motivos, el cuerpo posee una consistencia peculiar, que antecede y excede a las sensaciones voluptuosas de la adolescencia: vale señalar como ilustraciones el cuadro cardíaco por el que se encuentra en seguimiento y algunos episodios de parálisis del sueño, más o menos frecuentes en el pasado. Es decir: el cuerpo de Jaime aparece agitado y paralizado.

El joven se asume, con justa causa, dentro del campo psicosomático. Eso le han dicho, señalando sus sospechosas formas de enfermar ante eventos importantes y de lidiar con sus emociones. No viene al caso la disquisición que realiza Winnicott sobre “lo injustificado” de conceptualizar, dentro de las nosografías, un trastorno psicosomático (a contrapelo de las importantes de las escuelas psicosomatistas francesas) y el sentido que sí tendría la intervención múltiple de diversos profesionales, protegiendo y sosteniendo “la necesidad interna de defenderse de los peligros que emanan de la integración” (Winnicott 1966). Varios años antes rescató el valor positivo del trastorno somático, consistente en “apartar a la psique de la mente y devolverla a su originaria e íntima asociación con el soma” (Winnicott, 1949), que no es más ni menos que uno de los nombres del self. ¿Dónde está el sujeto? ¿Qué lo toca, qué lo conmueve? El curso y el resultado de la parafernalia de actividades con las cuales Jaime se infla le dejan gusto a poco, no le satisfacen. Entre esa apuesta masiva para “aprovechar el momento” y el saldo insulso, surge el reproche por las capacidades que tiene y que no puede desarrollar, o las capacidades que creía tener y que al final no. Pero ahí no hace síntoma. Éste irrumpe cuando su deseo y lo que va construyendo como vocación son exhibidos sobre el escenario, bajo el haz de luz, delante de un micrófono. A punto de ser mirado y de portar su voz. Cantar es una experiencia psicosomática.

Como producción subjetiva, lo psicosomático pensado desde Winnicott viene a resaltar la integración, en este caso, entre potencia y límite, entre deseo y angustia, abriendo la pregunta respecto de cómo poner el cuerpo. Cómo ponerse en juego, arriesgarse a perder, pero también a ganar. Meter cuerpo, ganar la pelota, aunque al otro jugador mucho no le guste.

Eppur si muove. Y, sin embargo, se mueve

En una conferencia radial, Winnicott expresó: “en lugar de seguir tratando de explicar por qué la vida habitualmente es difícil, terminaré con una indirecta amistosa. Dele mucha importancia a la capacidad de juego de un niño. Si un niño está jugando, hay espacio para 1 o dos síntomas, y si un niño es capaz de disfrutar de jugar tanto solo como con otros niños, no hay por delante ningún problema muy serio de qué preocuparse. Y si en este juego se emplea una gran imaginación, y se obtiene también placer de los juegos que dependen de la percepción exacta de la realidad, entonces puede sentirse bastante contenta, aunque el niño esté mojando la cama o tartamudee, o haga rabietas, o sufra de ataques biliares o depresión. El juego nos muestra que el niño es capaz, dado un ambiente razonablemente bueno y estable, de desarrollar una forma de vida personal…” (Winnicott, 1946)

En tanto playing que se despliega en la relación creativa con los objetos, el juego como parámetro de salud constituye uno de los legados más preciados y relevantes de Winnicott. Aquí, en Buenos Aires, en 2024, me toca acompañar a Jaime en el trabajo de que su gesto espontáneo, su forma personal de conquistar el mundo, no le resulte tan costoso.

Bibliografía

  • del Olmo, J. D. (2022):  Apuntes sobre la integración. Ensamble de notas. En La clínica con Winnicott. Elementos para un psicoanálisis contemporáneo. Buenos Aires, Editorial Entreideas.
  • Freud, S. (1895): Proyecto de una psicología para neurólogos. Buenos Aires, Biblioteca Nueva.
  • Rother de Hornstein, M. C. (2007): Navegando hacia la identidad. En Organizaciones fronterizas, Fronteras del psicoanálisis. Hugo Lerner y Susana Sternbach (comps.) Buenos Aires, Lugar Editorial
  • Winnicott, D. W. (1946): ¿Qué entendemos por un niño/a normal? En Donald W. Winnicott Obras Completas. Volumen 2. Santiago de Chile, Pólvora Editorial.
  • Winnicott, D. W. (1949): La mente y su relación con el psiquesoma. En Escritos de Pediatría y Psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós.
  • Winnicott, D. W. (1966): El trastorno psicosomático. En Exploraciones Psicoanalíticas 1. Buenos Aires, Paidós.

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*Trabajo presentado en el III Ateneo Clínico del curso 2023-24 el 17 de febrero de 2024 en la sede de Aecpna en Madrid.

**Sobre el autor: Juan D. del Olmo es Licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Especialista en Psicología Clínica.

Docente invitado y supervisor en residencias de Salud Mental de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de la Provincia de Buenos Aires.

Ha formado parte del equipo del dispositivo de Hospital de día de Proyecto Suma en diversas funciones por 10 años, incluida la coordinación.  En la misma institución, coordina el Área de Docencia. En ese ámbito, se desempeñó como coordinador docente del Curso Superior Internacional Psicopatología, Clínica y Terapéutica (2022), organizado en conjunto con La Otra Psiquiatría y la Universidad de Belgrano, dictado por José María Álvarez como docente principal.

Ha publicado el libro “La clínica con Winnicott. Elementos para un psicoanálisis contemporáneo” (Editorial Entreideas, 2022), en el cual propicia una articulación entre los aportes clínicos y técnicos del autor, con la clínica psicoanalítica con adultos contemporánea, e institucional.

Ha creado el espacio @laclinicaconwinnicott, con la oferta de grupos de estudio y de supervisión, orientados por la perspectiva winnicottiana.

Ejerce, asimismo, la clínica en su consulta privada.

Contacto: juanddelolmo@gmail.com

***Sobre los presentadores:

  • Gabriel Ianni es Presidente de AECPNA; Miembro titular de APdeBA; Miembro de FEPP; Especialista en niños y adolescentes – IPA.
  • Ana Isabel Perales es Psicóloga clínica, psicoanalista. Miembro del cuerpo docente y de la Junta Directiva de Aecpna (Asociación Escuela de Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes).

[1] Este viaje consiste en una suerte de ritual de finalización de etapa de la escolaridad, una tradición en Argentina. Se trata de unas vacaciones de alrededor de una semana, compartida por los compañeros y compañeras de curso, y dos padres, por lo general en San Carlos de Bariloche, en la Patagonia argentina. Esta experiencia suele generar muchas fantasías de pasar unos días de sexo, alcohol y otras sustancias, y fiestas en discotecas.

[2] Definamos con claridad el punto de partida: el nacimiento de un bebé comienza con un cambio abrupto, en algunos casos violento, que implica la expulsión o la extracción del medio en el que habitaba. El cachorro humano “tiene que respirar por primera vez: el aire, postulado por algunos como el primer objeto, llena su nariz, su boca, luego sus pulmones, que se expanden iniciando un ritmo inédito con una expresión vocal que brota de sus entrañas, identificada como llanto por quienes lo reciben. La piel, otrora acariciada permanentemente por la calidez acuosa del vientre gestante, se encuentra ahora con otras texturas, siempre más ásperas que la suspensión amniótica, y con la variación de la temperatura. Conoce el frío. La luz en el mundo extrauterino es nueva: las formas y colores de las cosas, también. Afortunadamente, en los primeros tiempos su alcance visual impresiona limitado. Los sonidos ahora plenos no resuenan tamizados ni suavizados por la envoltura perdida. Quizás reaccione de alguna manera a las voces – sus tonos, cadencias, timbres – que venía escuchando en los meses anteriores, en ese mundo antes del mundo. El olfato, como en todo mamífero, le provee una guía de reconocimiento. Su cuerpo, tan inefable, ajeno y anárquico como todo el exterior a ese rudimento primitivo de conciencia, comenzará a hacer ruidos y torsiones. El infans conoce el hambre, sin saberlo, como una sensación difusa: inaugurará el trabajo de comer, tan satisfactorio y agotador. Conoce las explosiones de los cólicos, la textura y el calorcito de sus excreciones, que le servirán de elementos para sus primeras fantasías. Brazos y piernas son ahora libres para moverse, sin verse comprimidos por las vísceras maternas. Sus manos, que se abren y cierran comienzan, a apoderarse de pedazos del mundo representados por los cuerpos parentales: dedos, cabellos, pechos” (del Olmo, 2022).

Revista nº 23
Artículo 3
Fecha de publicación JULIO 2024


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