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NO PUEDO CON MI HIJO

NO PUEDO CON MI HIJO

Freya Escarfullery*

Una de las mayores causas de insatisfacción y puede que de preocupación paterna que se nos expresa casi a diario a los que nos encargamos del trabajo con niños, es “nuestro hijo es ingobernable”.  La queja abarca distintos ámbitos: “no come, no duerme, y si se duerme después de grandes esfuerzos, se levanta de madrugada y a partir de ahí, ya no hay quien descanse; se viene a nuestra cama, coge grandes berrinches si no consigue lo que quiere”.  Algunos pegan, otros muerden – incluso a sus padres.  La lista es larga, y estamos hablando de lactantes, de niños que aún no andan, o que están haciendo sus pinitos con la marcha, con la alimentación, con el lenguaje y con el encuentro con los otros.  Vidas que están empezando.  A medida que pasan los años, la insatisfacción por parte de los padres aumenta: “no recoge sus cosas, no se sienta en la mesa, se queda pegado al ordenador, la hora de vestirse es una pesadilla”…..

Encontramos padres agobiados, desorientados, en busca de la receta mágica que haga que se cumpla esa imagen que todos tienen acerca de la paternidad:  un bebé ideal que duerme tranquilo en su regazo, que mama beatíficamente y que se tranquiliza sólo con abrazarlo, dejándoles  la sensación de que lo están haciendo bien como padres.   ¡Tenemos todos tantas ganas de hacerlo bien con nuestros hijos! Pero no parecemos ser capaces de encontrar la fórmula que nos permita satisfacer sus demandas y al mismo tiempo lograr que acepten que no todos sus impulsos se pueden satisfacer, que hay límites.  Muchos de nuestros chavales están desorganizados;  no han establecido los ritmos necesarios para afrontar el inicio de sus vidas: ritmos de sueño, horarios de comida, el reconocimiento de que hay cosas que no se pueden hacer y que tienen que confiar en que hay alguien que si sabe lo que es conveniente, que les protege y les previene de posibles daños.

Por un lado, no queremos caer en situaciones autoritarias – puede que nos digamos que ya tuvimos bastante de eso en nuestra infancia -, y por otra parte, parece que se nos hace difícil poder ejercer la autoridad que como padres nos permitirá ofrecer a nuestros hijos un ambiente que les ayude a encauzar sus impulsos y que también les permita ejercer su creatividad y crecer en libertad.  A menudo hay una cierta confusión entre autoridad y autoritarismo, que provoca que los padres emitan mensajes poco claros,  y se sientan tiranizados por sus hijos, puesto que éstos están constantemente buscando y  probando hasta donde pueden llegar, con lo que al final todos terminan exhaustos.  Los niños porque necesitan que en algún momento alguien diga claramente esto si o no; y los padres, porque terminan cediendo por su temor a crear conflictos o berrinches.  En realidad, lo que establece una dinámica difícil es precisamente querer evitar ese lugar de autoridad y esa función limitadora, que es algo inherente y fundamental de la función de los padres.

La espiral de las dificultades en la relación con los chavales puede empezar muy temprano; casi desde bebés, y lo que en principio es un conflicto que tiene que ver con la dificultad que muchos papás tienen a la hora de establecer los primeros ritmos cotidianos del recién nacido:   ritmos que tienen que ver con sus necesidades fisiológicas y también emocionales – de alimentación, sueño, aseo, contacto físico, palabras, afecto, juego -,  con los años se va convirtiendo en dificultad para poner límites. 

Esto es algo que no empieza en el momento de decir no a un niño, cuando ya tiene el lenguaje, la marcha, y cuando ha aparecido el oposicionismo de los dos años, sino que tiene que ver con todo un proceso que se inicia mucho antes.  Cuando nacen, los niños no tienen una noción de sí mismos.  Durante  nueve meses han sido uno con mamá, y al nacer, comienzan un nuevo desarrollo que no solo es fisiológico sino también psíquico y de formación de una identidad.  Mientras estaban en la tripa había toda una serie de funciones que cumplía el cuerpo de la madre.  Nacen, y tienen que respirar por sí mismos, empiezan a tener sensación de hambre, calor, frío… es un paso de gigantes.   En esos primeros momentos, el niño gestiona todos los estímulos (los internos – hambre, dolor, angustia, y los externos – frío, calor, ruido), a través del cuerpo.  Funcionan con mecanismos muy sencillos.  Si están tranquilos, sin estímulos externos o internos que produzcan sensaciones desagradables, están sosegados, dormidos, o con pequeños momentos de juego y exploración.  Si hay algún estímulo o sensación –interno o externo-  que no pueden ni entender ni solucionar producen una  descarga, que nosotros vemos en forma de llanto y pataleo.  Es su forma de expulsar la sensación desagradable.  Es mamá  la que toma las riendas para solucionar estos momentos, es ella  la que pone palabras al malestar cuando, por ejemplo,  dice “tienes hambre”, “te duele la tripita”, “tienes calor”, “tienes frío”.  Mamá le pone palabras a lo que le pasa, hace lo necesario para eliminar el malestar, y logra que se regrese a la situación de sosiego.

Ahora bien, al principio los niños no tienen mucha noción de que ese que les cuida y elimina la sensación desagradable sea alguien distinto de ellos.  A medida que van madurando y se van repitiendo las situaciones de malestar / solución / sosiego, los niños van aprendiendo a esperar a que las situaciones desagradables desaparezcan. Saben que hay alguien – que poco a poco  van reconociendo como distinto – que lo va a solucionar.

Al inicio, es mamá o el mundo adulto, con las situaciones repetidas, con los ritmos de alimentación, sueño, baño, juego, presencia, ausencia, con las palabras que pone a lo que le pasa y sobre todo con esa comunicación no verbal que permite a mamá “saber” lo que le pasa al chico, lo que va facilitando que su entrada en el mundo se vaya organizando en una serie de situaciones ya conocidas y repetidas que lo van estructurando   y que van permitiendo que las descargas – esos gritos y llantos que son su manera de decir  “fuera el malestar”, – puedan ir conformando la capacidad de  espera y confianza en el final del desasosiego, aunque no sea de inmediato.  Por tanto, una de las primeras funciones de las madres  es  hacer de filtro de las excitaciones que su bebé no puede manejar.  Hacia el octavo mes, los bebés ya tienen noción de que son alguien separado de mamá, que ella no está siempre ahí para cumplir sus demandas,  que aparece y desaparece, pero que con  los ritmos establecidos que le permiten anticipar, también fomenta que la espera sea más tolerable. 

En este momento, mamá es lo más importante en el mundo, y el  bebé tiene la sensación de que él es el centro del mundo de mamá, que es el rey del universo.  Poco a poco se le va pidiendo que haga ciertas renuncias.   Primero al pecho, o  la situación de contacto cercano con mamá que también supone el biberón. Luego hay que pasar al puré y de ahí al sólido.   Hay que abandonar la habitación de los papás, luego el chupete y el pañal, y por último tiene que abandonar la sensación de que es lo único en el mundo para mamá. Poco a poco va experimentando que mamá tiene otros intereses:  papá, los hermanos, amigos, el trabajo, etc.  Esos son los primeros noes que va recibiendo el niño.  Son pérdidas que conllevan una ganancia, si logramos que cada cambio tenga un aspecto gozoso:  los nuevos sabores, el placer de comer  cosas nuevas, la ejercitación de sus nuevas habilidades,  el placer de investigar con la marcha, el placer de ser mayor con el abandono del pañal.  Si, grandes ganancias para su crecimiento y desarrollo que conllevan una serie de renuncias, con las que les hemos estado diciendo:  esto ya no.  Esos son los primeros límites, aquellos que le permiten ir resquebrajando esa sensación de ser el rey del universo, que en su momento cumple una función fundamental para la estructuración psíquica, pero que es más importante aún que gradualmente pueda abandonar.

Esta pequeña historia evolutiva es para  hacer hincapié en algo que me parece fundamental: los límites, el “esto no se hace”, comienzan mucho antes del momento de los berrinches y pataletas; estos al fin y al cabo son también como aquellas señales de malestar que antes se mencionaron. Todos los papás quieren lo mejor para sus hijos, pero a veces es tan  difícil para las familias actuales abordar y mantener – aún con una cierta flexibilidad – todo ese proceso de renuncia y ganancia. La vida tiene grandes exigencias para la pareja parental:  trabajar fuera de casa, lo que implica salir temprano, dejar a los niños en la escuela infantil,  y después de un arduo día de trabajo, pasar a recogerlos para luego encargarse de las tareas de la casa.  La vida a veces puede parecer un correr constante.  Y por otra parte, con el poco tiempo que se está  con ellos, y son tan pequeñínes….total por una vez… más.  Y como el anuncio ese de la tele, el total es lo que cuenta, y a todos, – papás y niños – a veces se les hace muy cuesta arriba mantener todo ese proceso que es  de crecimiento pero también de renuncia.

Además, los padres tendrían que preguntarse qué les pasa a ellos mismos con respecto a ciertas conductas de sus hijos;  por qué hay algunas que se pueden manejar sin mucha dificultad, y por qué hay otras que les desbordan viéndose tiranizados por chavales de dos años.  El niño que chilla y patalea está, igual que el bebé que lloraba desesperado cuando no sabía lo que le pasaba, descargando un malestar; con una sensación que desde fuera se percibe como dispersión; de bebé si había alguien que “sabía” lo que pasaba y ponía fin al malestar con soluciones, palabras, abrazos, contención física, ¿por qué no se puede hacer lo mismo cuando tiene tres o más años?

A veces se nos hace difícil adecuar la función de poner límites según el niño va creciendo; no es lo mismo el lactante apegado a los papás, que el deambulador que corre orgulloso ejercitando sus nuevas habilidades, o aquél que descubre la maravilla del lenguaje, o el adolescente que intenta encontrar su propio yo, pero siempre será necesario que esa función limitadora esté presente, aún adecuándola a cada momento vital, porque los límites tienen varias funciones:

  • Protegen.  No hay niño que no vea el límite como una restricción; pero al mismo tiempo, los límites claros y conocidos generan una sensación de protección y seguridad.  Es curioso como todos los padres tienen clarísimo que no van a dejar que su chaval meta un dedo en el fuego …. pero luego, que difícil resulta delimitar claramente que hay cosas que no puede hacer.
  • Socializan.  El que los padres puedan hacer respetar las normas que regulan las actividades cotidianas hace que  los niños comprendan que existen estructuras, que todo no da igual.  Los niños van internalizando las “reglas del juego” de la sociedad.
  • Ayudan a los chicos tolerar la frustración.  La niña que exige a gritos que se le atienda de inmediato, o el chaval que quiere un juguete ya mismo, si aprenden a esperar y a renunciar, también están renunciando a la idea de que es o que sus padres son omnipotentes.  Esto es ponerlos en contacto con la realidad.  La tolerancia a la frustración es indispensable para desarrollar buenas herramientas emocionales para funcionar en la vida, más allá del berrinche y del “lo quiero ya”.
  • Estructuran el mundo interno.  Les sitúan internamente en su lugar de hijos; es decir, el lugar que les corresponde en relación a los padres, dentro de la configuración familiar.

¿Y qué hacer con los que ya tienen dos años y han establecido –entre ellos y sus padres –  una forma de interacción distorsionada alrededor de temas como la comida, el sueño, o el dormir en su habitación?  Pues armarse de paciencia y deshacer lo andado. Replantearse donde los limites se están difuminando, produciendo confusiones y conflictos.  Confusiones en cuanto  a los lugares que corresponden a cada uno de los miembros de la familia, y conflictos que se repiten por el hecho de no marcarse con claridad las fronteras de las conductas, al modo en que decimos no a meter los dedos en el fuego.

Es cierto que los niños atraviesan por una edad en que los berrinches, el no, el enfrentarse, forma parte de su crecimiento, de su formación como persona. Pero es importante poder discriminar entre lo que es un ejercicio de la autonomía naciente por parte del chico, y lo que es intentar ocupar un lugar que no le corresponde,  que en el fondo tampoco quiere ocupar, y que en cualquier caso es necesario para su desarrollo que no ocupe.

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*                      Sobre la autora:

Freya Escarfullery es psicóloga, psicoterapeuta psicoanalista, miembro de la Comisión Directiva de la Asociación Escuela de Clínica Psicoanalítica con niños y Adolescentes de Madrid, docente y supervisora del profesorado en las escuelas infantiles Talín, Tamaral y Altamira de Madrid, co-directora y coordinadora de la revista digital  En Clave Psicoanalítica.

Revista nº 0
Artículo 8
Fecha de publicación: DICIEMBRE 2007


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