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LO INFANTIL EN EL PROCESO ANALÍTICO.

LO INFANTIL EN EL PROCESO ANALÍTICO.

 Por Rafael Paz*

AL HIJO

Jorge Luis Borges

No soy yo quien te engendra. Son los muertos.

Son mi padre, su padre y sus mayores

Son los que un largo dédalo de amores

Trazaron desde Adán y los desiertos

De Caín y de Abel, en una aurora

Tan antigua que ya es mitología,

Y llegan, sangre y médula a este día

Del porvenir en que te engendro ahora.

Siento su multitud. Somos nosotros

Y, entre nosotros, tú y los venideros

Hijos que has de engendrar.

Los postrimeros

Y los del rojo Adán. Soy esos otros,

También.

La eternidad está en las cosas

Del tiempo, que son formas presurosas.

La infancia es una construcción ideológica que, sobre lo real de cuerpos en desarrollo, define el estatuto de una etapa imprecisa según perspectivas históricas, culturales y de clase.

De hecho, su reconocimiento pleno, aunque sólo sea en términos formales y jurídicos, es muy reciente, y la experiencia de todos los días, divulgada por la diseminación mediática, da cuenta de su precariedad: trabajo infantil, esclavitudes diversas, violencias y abusos.

Es recién en los siglos XVII y XVIII que la infancia es reconocida, y hasta cierto punto, como una etapa de la vida merecedora de especiales consideraciones. Pero es también en el nivel de las relaciones de intimidad donde ha sido lento el desenvolvimiento de una actitud empática para con los niños, en la medida que eran percibidos como seres subsidiarios a las necesidades de los padres; de allí las enormes variaciones según latitudes, niveles culturales y la incidencia de circunstancias límite (penurias, hambrunas).

Valga por caso: es recién luego del triunfo de la Revolución, en 1949, que en China se explicita formalmente la prohibición de vender a las hijas como esclavas.

En esta verdadera conjunción de “humanismo y terror” precipita lo más alto y lo más bajo de la condición humana, así como el decantado histórico entre ignorancia, gestación de valores y explotación.

Y en tal sentido lo que evidentemente ha caducado son los velos de idealización que cubrían la cuestión de la infancia, a partir del momento que el estatuto del príncipe heredero se extendió democráticamente a los hijos de la burguesía y paulatinamente más allá. Pero con fronteras nítidas y crueles que persisten en los entresijos de la vida social para con diversos otros, según clase, etnia, o la eventual portación de rarezas o anomalías.

El psicoanálisis ha realizado aportes cruciales a un tema que por esencia requiere de perspectivas múltiples, al examinar los vínculos primarios en la trama sobredeterminada que pauta los dispositivos instintuales. De este modo, junto a otros enfoques, ha contribuido a modificar la perspectiva naturalista tradicional. Pues “lo natural”, tiende a ser el nombre para un reservorio acrítico de opiniones reforzado por ideologías religiosas, y es trastocado al ser interrogado en sus fundamentos.

Lo originario ya no puede entonces ser asimilado a “animalidad”, sino entendido como complejidad socio simbólica que se pauta en redes de trato y significancia.

Y que al montarse sobre la herencia biológica de especie la modifica de manera radical. La animalidad erigida en sabiduría cifrada, que suministraría claves para criar y amaestrar bien, junto a una ética adánica imaginaria, no sirve como solución para las formas de maltrato de los frágiles, débiles o dependientes, pues se requieren cambios culturales que nacen de un verdadero trabajo de eticidad de la vida cotidiana colectivamente realizado.

Las pautas de crianza y los valores que allí juegan tienen gran inercia histórica, con el añadido inconsciente de los mensajes transgeneracionales; como leíamos arriba: “No soy yo quien te engendra, Son los muertos. Son mi padre, su padre y sus mayores.”

Las modificaciones actitudinales tardan por eso en encarnarse, y el trabajo a realizar comienza por despejar las hipocresías que recubren insistentemente la cuestión. Por añadidura, el tema de los niños convoca una masa extraordinaria de proyecciones de la más diversa índole, pues sobre la preocupación por ellos se dirimen las incertidumbres, expectativas y miedos respecto del futuro de los propios mundos de vida y, más allá, de la especie misma.

En ciertas coyunturas, las transformaciones para bien, al modo de “insights” colectivos, se dan en cascada en lapsos históricamente breves, y producen importantes conmociones en los modos de asumir la cuestión. Predominan entonces búsquedas afanosas de recetas, pero sin duda, la grieta en sentidos comunes inveterados puede servir para abrir perspectivas al reconocimiento de las delicadas tramas en que se gestan las singularidades. Tengamos presente que, en Occidente, las capas medias urbanas son las grandes usinas en las que se realimentan saberes y valores al respecto. Y en ellas la oscilación es grande, yendo desde el azoramiento ante la crisis de los mundos de vida y la permisividad consiguiente nacida del no saber qué hacer, hasta rebrotes autoritarios extemporáneos.

En nuestro dominio todo eso se refleja en polémicas y conceptualizaciones, urgidas por circunstancias estadística o mediáticamente explotadas. Por ejemplo, la cuestión de las edades para la imputabilidad, en la que además de otros factores la crispación está determinada por la ruptura de construcciones idealizantes, así como el fracaso ostensible, en pubertades y adolescencia, de los dispositivos de coerción / seducción.

En nuestro ámbito hay muchos ejemplos, pero voy a mencionar sólo dos: las demandas extraordinarias hacia el psicoanálisis, al fin de cuentas institución supletoria, para que cubra las precariedades de pautas y sentidos que la familia y la escuela muestran y, en segundo término, las discusiones -sobre todo lacanianas- referidas a la función paterna y lugar del padre.

Éstas tienden, por la propia inercia y los vacíos sociales, a constituirse en ideologemas, es decir, respuestas que condensan en unos pocos vocablos una masa de representaciones históricas y culturales que proporcionan sentidos coherentes y polivalentes. Fecundando así el lecho acrítico de lo obvio.

El desdibujamiento de las figuras primordiales es evidente, en la medida que los efectos de la crisis capitalista a escala global se generalizan en extensión y en profundidad. No se trata –nunca es así- de un mero “modelo económico”, sino de un modo de producción de cosas y de seres, que requiere cada vez más penetrar en las estructuras íntimas para reproducirse. Las modalidades de trato -incluyendo en ellas ternuras, pautas de nutrición y limpieza, obligaciones, etc., etc.- en las que afincan matrices ancestrales, son atravesadas por el consumo, la circulación y la realización de bienes.

Como he examinado en otra parte[1], el notable esquema de Freud en “Transmutación de las pulsiones y especialmente del erotismo anal”, permite visualizar la cosificación socio / simbólica que el fruto sufre al diferenciarse de las fusiones narcisistas: recordemos: pene-heces-niño-regalo-dinero. Este último, como equivalente general, en el extremo abierto del dibujo freudiano, indica que asume en plenitud la representación del sujeto, de modo tal que las intervenciones paternas que diferencian al fruto del magma originario se tramitan en una red arrancada de los vínculos primarios.

En ella tiene lugar esa subjetivación abstracta inexorable, efectuada por el equivalente general dinero, que lucha con las modalidades de trato y reconocimiento propias de las cotas de humanidad acumuladas en el seno mismo de la civilización burguesa. Las que perduran y se acomodan como pueden a aquel pautado universal.

La venta de niños, los mismos como objeto de trueque, el uso (abuso) de los mismos, son formas divulgadas de daño que se tornan hirientes no sólo porque violentan sedimentos comunes de sensibilidad, sino porque a su través asoma el proceso global de cosificación.

Es decir, no se trata de excepciones –aunque empíricamente lo sean- sino el síntoma que denuncia la regla subyacente, pues remite no meramente a que compremos y vendamos frenéticamente, sino que vamos siendo, con nuestras ensoñaciones, apetencias, intimidades comprimidas, entes de compra y de venta.

Infancia, entonces, connota en la actualidad un estado precario del ser, cuyo estatuto navega entre los extremos de la explotación y el abandono, hasta, para quienes pueden, cuidados extremos y malacrianzas ansiosas, como reflejo extendido de no saber qué hacer.

Para ser más precisos: mientras se lo tenga al alcance, cuidarlo muchísimo, porque después el mundo es pura incertidumbre. Claro está que las circunstancias laborales y los tiempos concretos que así se definen, enlazan todas estas preocupaciones con guarderías tempranas, escolaridades lo más “completas” posible, y demás afanes de reforzamiento. Sobre un esquema de tanteo, con transmisiones orales de experiencias atravesadas por la incertidumbre y dispositivos de ensayo y error de corrección imposible, porque cada crianza es única[2].

Yendo a nuestras costas: es en este contexto que los psicoanalistas somos requeridos para intervenir, no ya en una suerte de compañía discreta y que sí que no pedagógica, al costado de los padres, como en ciertos estilos y corrientes, sino en el proceso mismo de normatividad inherente a la socialización. Para suplir continencias vacilantes y normativas diseminadas, que a veces recalan en figuras que aleatoriamente surgen, o en búsquedas creenciales novedosas y que dan sentido a todo, incluso mediante dispositivos extravagantes, por ejemplo, de ordenamiento dietético / existencial.

También, claro está, en las religiones “de siempre”, que aunque crecientemente comprometidas en connivencias penosas con limpiezas étnicas y luchas por el reparto del mundo, conservan la atracción de lo venerable y donde la Función Paterna alicaída se nutre de sus fuentes míticas y recrea la ilusión de intemporalidad.

Pero también, recién lo apuntábamos, remitiendo a otras primarias (“maternas”) de contención, que en los buenos casos modula la potencialidad caótica de la chorá semiótica en coberturas de pieles y vectores de consumación.[3] Y que pauta de este modo un orden bueno, sensual y de confianzas recíprocas. Claro está, potencialmente enclaustrante en el goce narcisista primario que siempre –insistamos- es relacional: el bebé aislado no existe, la díada es fundacional, Winnicott dixit.

Es con estas circunstancias con que nos hallamos las analistas en nuestra clínica de todos los días. Siempre, desde ya, que permitamos un mínimo despliegue de regresión y transferencia. No se trata entonces de que eso ocurra con los psicoanalistas “profundos”, o “maternales”, o “buenos”[4]. O encarnizados kleinianos o post-kleinianos. Simplemente se da si el dispositivo básico se instala; la cuestión, es si le damos cabida o por el contrario yugulamos la regresión –tópica, formal y temporal, recordemos-.

Y ahí si surgen diferencias de escuelas y estilos personales. Pues, así como hay padres que con toda soltura dicen –ahora menos porque queda mal- que se entusiasman con sus hijos cuando ya comienzan a sostenerse por sus propios medios y, sobretodo, a hablar, a muchos psicoanalistas les ocurre lo mismo. Y esto, reitero, hiende las aguas. O la propia estructura del analista, como le sucediera a Freud, teniendo tantas veces que vencer sus resistencias para cualificar como observables consistentes a mucho de aquello con lo que se topaba. Puesto que, como he insistido, el proceso que lanzamos es siempre exorbitante respecto de los medios de modulación y encuadre.

Vayamos ahora a lo infantil. Es un concepto que abarca distintos observables en el campo psicoanalítico, dando concreción a dimensiones explicativas y suministrando tanto verosimilitud como potencia narrativa. Se muestra –esto es clave- por vislumbres o fragmentos, al expandirse una fantasía y hacerse captable el o los polos del Self implicados. Cabe aquí citar a Freud, no por apelación de autoridad sino como referencia invertida, en el sentido de que ciertas intuiciones suyas adquieren especial significación a la luz de elaboraciones posteriores. Dice: “Si en períodos más tardíos de la vida estalla una neurosis, el análisis revela, por lo general, que es la continuación directa de aquella enfermedad infantil quizá sólo velada, constituida sólo por indicios. Pero, como dijimos, hay casos en los que la neurosi infantil prosigue sin interrupción alguna como un estado de enfermedad que dura toda la vida…” [5]

El proceso analítico es, en efecto, el que torna visible una estructuración neurótica, que viene desde la infancia y se muestra por indicios (subrayemos la expresión y evoquemos lo de paradigma indiciario), salvo en el caso que la enfermedad hubiere persistido tal cual. Es decir: es la lectura minuciosa y reconstructiva desde el campo transferencial la que otorga encarnadura actual a esa vigente fuente de sufrimiento, dislocada por defensas diversas y recubierta por sobreadaptaciones.

De hecho, negarse a otorgarle persistencia estructural a las diversas formas de neurosis infantil –y obviamente de relictos psicóticos- es un modo de perfeccionar la tarea cultural de amaestramiento, tendiente a toda costa a generar adultos complacientes. Lo cual no nos debe extrañar, al ser lo infantil conjunción de lo originario con las matrices sucesivamente instauradas en series complementarias, y también el lugar para situar el prendimiento de lo transgeneracional y por lo tanto de la singularización del quiasma naturaleza / cultura.

Puede ocurrir, claro está, que la reivindicación teórica y clínica de este tema puede devenir en fervorosas tomas de partido por lo infantil sofocado, de manera análoga a como ha ocurrido con la trabajosa legitimación de las variantes de género.

En otro lugar he señalado que: “Indagar lo infantil en el análisis de adultos requiere partir del hecho de que aquél posee diferentes connotaciones, con un status epistémico diverso, que van desde alusiones más o menos metafóricas hasta precisiones estructurales.

Se fue desprendiendo así de lo nocional -que sugiere demasiado y precisa poco- para adquirir rango conceptual.”[6] Agreguemos ahora que la cualificación de perverso polimorfo constituye un hermoso ejemplo de transformación de un conjunto de representaciones histórico-ideológicamente determinado –el niño demoníaco, peligroso- en material de indagación científica potencial.

En efecto: “perversión polimorfa” remite al Adán post pecado original, que requiere de un ingente esfuerzo civilizatorio –la metáfora, sabemos, es muy freudiana- para devenir un ser razonablemente conviviente.

La misma transición entre pre-juicio y ciencia juega en Ernst Jones cuando define al inconsciente como “primitivo, infantil, alógico y bestial”, “En efecto, -retomo la cita de mi autoría- según esa metáfora a la vez sugerente y prejuiciosa, es de lo salvaje en el propio espacio personal, de lo no transformado civilizatoriamente o por maduración, y que establece una continuidad con la animalidad (¿residual o fundamental?) de donde procede esa irracionalidad activa y pertinaz, en contradicción absoluta con el orden del logos. Y allí lo infantil no sólo adjetiva, sino se implica recíprocamente con los otros términos.

Es claro también que no remite a un ente compacto recuperable en su prístina integralidad, ilusión más insistente de lo que se admite y que por su tosquedad debilita todo el horizonte reconstructivo.

Se trata de la refracción y reverberación de fragmentos de diversa magnitud, claridad y potencia de realización, siempre que hallen un medio favorable. Lo cual hace a la cuestión de las distintas unidades con las que trabajamos en la clínica, según los modos de presentación del material, su recolección, desmenuzamiento y recomposición[7], siendo una clínica en transferencia, dispuesta a asumir los tiempos y dificultades que plantea sostenerse en planos regresivos y cambiantes, la que permite dar cuenta de su concreción.

Pero más aún: estructuralmente, infantil pasa a connotar todo régimen regresivo de realización, que tiende a ceñir en sus coordenadas a las complejidades actuales, por lo que es el determinante básico de la neurosis de transferencia.”

Tal es el concepto sistémico clásico de neurosis infantil como lo podemos recuperar actualmente, incluyendo en él estratos de ansiedades y defensas primarias así como las resultantes de escisiones de aspectos embrionarios, desagregados o psicóticos que no han ingresado en el metabolismo edípico desarrollado. “…Y no remite a una mecánica de afloramiento estratigráfico, sino a regímenes de funcionamiento, incluso constituidos en épocas post-infantiles aunque subordinados a aquéllos.” (ibíd…)

Agreguemos que la teoría traumática adquiere cabal pertinencia cuando se liga a lo infantil cualificado como sexualidad, por ende al polimorfismo, y, como dijera Ferenczi, a la “desproporción” respecto de los adultos y la imbricación constitutiva con el pulsionar de estos últimos. Por lo tanto, a las afectaciones resultantes del trato recibido.

La “neurosis infantil” suministra plena densidad a esta construcción, introduciendo la cuestión del padecer específico de los niños y a la vez de las matrices que marcarán para siempre los modos de lidiar con la angustia, el dolor psíquico y por ende los mecanismos y construcciones defensivas de base.

Sabemos la tan a menudo difícil diferenciación respecto de tales configuraciones de los complejos constitutivos.

Ocurre que los procesos satisfactorios en cuanto a los modos de encarar y resolver las ansiedades de las primeras etapas se hallan muy próximos de las formas mutilantes de tramitarlas.

No es psicopatologismo, sino admisión de la complejidad y las deflexiones características de los procesos psíquicos, los que iniciándose en torbellinos comunes se diferencian cualitativamente en sus desarrollos. Guardando en potencia, en germen o disociadamente, aquellas fragilidades.

Sabemos también de la existencia diferencial de matrices primarias decididamente dañinas, generadoras de traumas estructurantes, pues lo común del padecer: ansiedades básicas, fusionalidades, complejo de Edipo en todas sus versiones, narcisizaciones y desnarcisizaciones se realizan en ambientes y tramas de relación de muy distintas calidades.

La ampliación postclásica hacia las etapas primeras otorgó un creciente estatuto al bebé, y a las marcas y consecuencias para siempre de las vicisitudes pre y post natales.

Todo esto parece ahora de sentido común, pero no lo es, y no porque sea “el menos común de los sentidos”, sino porque obedece a la naturalización ideológica sedimentada en capas y capas de juicios previos y percepciones culturales estereotipadas.

Si el estatuto del niño, en un arco que va desde concebirlo como adulto imperfecto y transgresor contumaz hasta la idealización flotante actual –y víctima potencial- en capas acomodadas, es reconocido desde hace tiempo, la del bebé vino después.

Y correlativamente también en la clínica psicoanalítica.

Entendámonos: es obvio que se reconocía la antecedencia de las etapas primeras de la vida y sus características, paulatina y “científicamente” discernidas, pero todo ello desde una perspectiva impregnada de coacción madurativista.

No es fácil –y contraintuitivo[8]– admitir la existencia de pautas muy básicas emocionales y simbólicas en la vida de todos los días, y a fortiori, en las regresiones terapéuticas.

A menudo, las teorizaciones kleinianas y post kleinianas al respecto son tomadas con un dejo concesivo, y, en el propio medio y en la enseñanza psicoanalítica como metáforas o provocativas exageraciones, pero que no corresponderían a realidades efectivas en nuestra clínica. Y, sobre todo, en la vida psíquica y convivencial de todos, todos los días.

Por su parte lo actual relacional es crucial; más aún, es el dispositivo transformador por excelencia en la medida que logre poner en juego transferencialmente los reservorios de relaciones objetales reparatorias y emolientes. Dando así cabida a lo nuevo, que incluye, en paradoja temporal, lo nuevo infantil impedido, que se gesta confrontando con capas de existentes previos que tienden, por inercia fantasmática y pulsional, a reiterar sus pautas.

Juntando todos estos hilos, podemos decir que la esperanza terapéutica no se basa en un recomienzo adánico, desde una vincularidad que partiría de un imaginario punto “0” redivivo, sino en la transformación de existentes que faciliten, como uno de los momentos posibles de la dialéctica procesal, el engendramiento de lo nuevo.

En esta perspectiva, lo infantil define aspectos del Self recuperados que –en trama- impregnan con sus fantasmáticas y estilos de relación el campo analítico, mostrando sus inercias y también las aperturas donde, hartazgo y osadías mediante, nacen las potencialidades de transformación.

Para concluir voy a realizar una breve elaboración utilizando un texto ya clásico de André Green, con el objeto de mostrar la utilidad heurística de sostener el horizonte teórico de lo infantil precisándolo en microestructuras que se imbrican constituyendo una formación clínica.

Se trata del trabajo, muy conocido, sobre “La madre Muerta”[9].

En él parte de hallazgos clínicos vinculados a lo que denominara “depresión blanca” en pacientes que desde las primeras entrevistas no dejan ver rasgos depresivos y suscitan en el analista la impresión de hallarse ante nítidos conflictos de índole narcisista.

Articulemos trozos escogidos del trabajo:

1. “El complejo de la madre muerta es una revelación de la transferencia” (pág.215)

2. “Lo que esta depresión de transferencia indica es la repetición de una depresión infantil…” (pág.215)

3. “El rasgo esencial de esta depresión es que se produce en presencia del objeto, el mismo absorbido por un duelo. La madre, por alguna razón, se ha deprimido…” (pág. 216)

4. “Lo que entonces se produce es un cambio brutal, verdaderamente mutativo, de la imago materna… (ocurriendo)… además de pérdida de amor, una pérdida de sentido, pues el bebé no dispone de explicación alguna para dar razón de lo que ha sobrevivido. Puesto que sin duda se vive como el centro del universo materno, está claro que interpreta esta decepción como la consecuencia de sus pulsiones hacia el objeto. Esto es grave sobre todo cuando el complejo de la madre muerta adviene en el momento en que el niño ha descubierto la existencia del tercero, el padre, e interpreta la investidura nueva como la causa de la desinvestidura materna. De todas maneras, en esos casos hay triangulación precoz y desequilibrada…” (págs. 216 y 217)

El trabajo, a todas luces excelente, prosigue en una espiral de intelección creciente, pero los párrafos mencionados bastan para nuestro objetivo.

En efecto: en ellos, todas las piezas mayores de la teoría se hallan en juego, articuladas alrededor de una hipótesis fuerte de naturaleza reconstructiva a partir de la actualidad transferencial.

Transferencia, por supuesto, pero también Edipo, Narciso, modelística del duelo patológico, fantasma estructurado (imago), espacialidad del universo materno, bebé pensante, triangulación enfermante, relaciones diferenciales de objeto (investiduras).

Repertorio notable y ecléctico de ideas acuñadas, organizadas sobre el vector de una hipótesis mayor, y que se demuestra plausible por conexiones teóricas y fecundidad clínica.

Todo el trabajo de Green es ininteligible fuera del marco de verosimilitud psicoanalítico, y el eje hipotético reconstructivo que lo atraviesa le da consistencia explicativa a la patología actual “en la vida”, y a la transferida a los sucesivos campos cuya ligadura define el proceso psicoanalítico.

Y el implícito global está dado por lo infantil, como categoría abarcativa del todo, que es lo que queríamos demostrar.

Ahora bien: ¿habrá tantos devotos lectores y citadores de ese trabajo –lo mismo vale para muchos otros- que en su propia clínica trabajen con una sistemática de lo infantil indicial -recordemos la cita de Freud- y reconstructivo?

Y si no es así ¿por qué?

Como decíamos, el herramental con que Green trabaja proviene de diversas fuentes, las que hace explícitas, constituyendo una demostración formidable del “operacionalismo crítico”.

Y en su elaboración se muestra de qué manera instrumentos teóricos de diversos orígenes se coordinan en un espacio de inteligibilidad en la medida que existe un concepto base implícito: lo infantil estructurante, dislocado y vivo.

Concluyendo: habiendo partido de una expresión empírico / descriptiva, referida a un conjunto de seres unidos por la común minoridad, el haberlo trabajado por generaciones de psicoanalistas, articulándolo con otros conceptos -sexualidad, destructividad, relacionalidad primaria y constituyente-, consolidó una red de hallazgos y elaboraciones, ubicándolo en un lugar clave de nuestro edificio teórico y adquiriendo pleno valor al situarlo en perspectiva de campo transferencial.

De ahí que el sentido estratégico de explorar el concepto de infantil en la teoría psicoanalítica obedece a su incidencia directa en los modos de entender la clínica y, más allá de las fronteras del psicoanálisis, se vincula a las luchas plurales por la dignidad de los débiles.

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*Sobre el Autor: El Dr. Rafael Paz es médico. Miembro fundador y titular con función didacta de la Sociedad Argentina de Psicoanálisis. Miembro de la I.P.A., Profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires, Ex Miembro del consejo de asesores de C.O.N.I.C.E.T, Premio Konex en Psicoanálisis 1986. Miembro fundador de la asamblea permanente por los derechos humanos.


[1] En “Cuestiones disputadas en la teoría y la clínica psicoanalíticas”, Ed. S.A.P. / Biebel, Bs. As., 1998, capítulo tercero.

[2] ¿Taekuondo o un tercer idioma? Tal era el dilema vuelto síntoma obsesionante de un padre atribulado, y que bien ejemplifica las disyuntivas concretas.

Material de análisis referido sin duda a las propias fragilidades y a su personal historia de logros forzados, pero inextricablemente ligado a la función paterna delegada en orientales –y detrás de tal figura una geografía idealizada, donde persistirían disciplinas seculares intactas.

Con minucias de actitudes, posiciones y destrezas para enfrentar las más variadas circunstancias, y transmisibles con precisión.

O, en cambio, basculando bruscamente, agregar un nuevo maestro para un idioma más.

En cualquier caso, incluyendo en el mismo paquete sofisticación extrema y primitivización intuida del futuro.

Pertrechamiento amoroso y errático, disfrazado de planificación estudiada y tendencialmente infinito.

[3] Julia Kristeva llamaba así, inspirándose en el Timeo de Platón, a la no diferenciación primordial en que navega el protosujeto.

Desorden pura potencia que puede ligarse con el imaginario radical de Castoriadis, pero, según entiendo, con dos salvedades: radicado en el cuerpo y en trama relacional, no como vesícula expandible.

[4] Cuenta una tradición oral consistente que a Enrique Racker se le asignaba esta cualificación, como manera cordial dedescalificar ad hominem sus ideas y estilo.

[5] “Conferencias de introducción al psicoanálisis”. T. XVI, pág. 331. Ed. Amorrortu. Bs. As.

[6] En “Cuestiones disputadas en la teoría y la clínica psicoanalíticas” Ediciones S.A.P. / Biebel. Buenos Aires, 2008, capítulo segundo: “Comienzos perdurables: el trauma, la histeria y lo infantil”.

[7] El historial del “Hombre de los Lobos” continúa siendo fuente de inspiración al respecto.

[8] Naturalmente que esta cualidad contraintuitiva surge del sistema resistencial que en tanto adultos nos veda el contacto con esos niveles de nuestro propio ser.

[9] “Narcisismo de vida, narcisismo de muerte”. pág. 209. Amorrortu editores. Bs. As. 1999.

Revista nº 9
Artículo 3
Fecha de publicación: MARZO 2016


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