Por Norah Tamaryn Said**
La psiquiatría ha conceptualizado el sufrimiento psíquico con diagnósticos heredados de la medicina a través de test proyectivos, criterios evolutivos de la psicología, la psicopedagogía y alguna corriente psicoanalítica.
La niñez está llena de objetivos y metas a cumplir, de prejuicios y valoraciones sobre las capacidades de un niño que condicionan su futuro. Las familias y las exigencias del consumo lo sitúan a menudo como un objeto más y como una medida muchas veces del éxito familiar.
El problema aparece cuando el niño no encaja. En este desconcierto comienza nuestra labor y para no quedar enganchados en la tarea de adecuar al niño a los objetivos sociales debemos preguntarnos: ¿quién sufre?, Y cuando un niño sufre, ¿lo escuchamos?
El niño viene desde su concepción a ocupar un lugar preestablecido en el deseo del Otro primordial que se constituye en su primer objeto de amor. Con lo que suceda en y con ese encuentro, el infante deberá construir su propia realidad psíquica. Tendrá que obtener de esa relación inicial las herramientas para sostener su existencia.
El síntoma es aquello que aparece como expresión de un conflicto psíquico y su construcción el resultado de un esforzado trabajo, es decir que la propia constitución de la persona está en juego en esa formación sintomática y en ocasiones, la propia estabilidad de su estructura. Tendremos presente esta noción antes de utilizar maniobras (farmacológica, conductuales etc.) para silenciarlo. En la mayoría de los casos se producirá un desplazamiento de los síntomas, pero en otros podremos provocar una respuesta grave como desmoronar una estructura que hasta ese punto era estable. Diagnóstico e indicación farmacológica pueden ser aquí de una importancia vital.
Confundir manifestaciones sintomáticas como tristeza, temor etc. con la presencia de un conflicto psíquico es lo que ha llevado a esta aparente proliferación de “nuevos trastornos”, llamando depresiva a una persona triste por una pérdida o hiperactivo a un niño inquieto o curioso.
Para el discurso médico, si una persona se encuentra abrumada por cuestiones laborales, el Manual de Diagnóstico de las enfermedades mentales (DSM), dice que está deprimida e indica un antidepresivo para volver a la supuesta normalidad. Si un niño se mueve en su pupitre, se olvida sus tareas y no se responsabiliza de sus estudios sufre un trastorno de hiperactividad; si no aprende al ritmo esperado, tiene un trastorno de aprendizaje; si no se relaciona con sus compañeros, se aísla y no tiene un lenguaje comprensible estamos ante el trastorno de espectro autista…y para cada uno toma medidas que incluyen a la farmacología dejando al sujeto etiquetado como anormal o enfermo.
Pero esta idea de síntoma y enfermedad no son válidos para el acontecer psíquico. Desde el primer intento en 1952, del DSM I de clasificar el sufrimiento psíquico, y a pesar de todas sus modificaciones, hasta hoy en día no termina de adecuarse a las realidades de la clínica en salud mental y .su utilización muchas veces es imposible y crea obstáculos.
Con los niños debemos tener en cuenta para un diagnóstico el desarrollo biológico y su maduración indagando las expectativas que los rodean y lo que está en juego en esa petición de ayuda. El diagnóstico de una enfermedad o necesidad especial no excluye un acontecer psíquico. Tenemos que valorar lesiones o disfunciones orgánicas que puedan ser la causa de patologías médicas que dificulten su desarrollo y por ello es indispensable el trabajo interdisciplinario.
Un niño siempre es traído a la consulta, a veces incluso sin su consenso, por un adulto que es quien vehiculiza la solicitud de ayuda. En las primeras entrevistas si escuchamos sin orientar la palabra, sin intentar entender o diagnosticar para que encaje en una teoría, generaremos la aparición de interrogaciones acerca de su sufrimiento que estimularan la palabra.
El término trastorno hacen ya del niño un enfermo mental y/o un inadaptado al que debemos educar, adecuar e incluso medicar para que responda al ideal de niño construido por su entorno, la familia y la escuela.
Las diferentes formas de intervención, con la familia, la escuela e incluso con psicofármacos, debe ser para de aliviar el sufrimiento allí donde los síntomas dificulten el trabajo terapéutico o pongan en peligro al sujeto, pero nunca para silenciarlo…
Necesitamos un conocimiento teórico que nos ayude a pensar en la construcción de un sujeto desde antes de su nacimiento, propuestas teóricas que a partir de Freud se plantearon la cuestión infantil y nociones del desarrollo evolutivo, apoyándonos en las diferentes maneras de constituirse como sujeto y en las leyes del funcionamiento psíquico que se distribuyen en tres estructuras fundamentales: neurosis, psicosis y perversión, efectivas tanto para un sujeto enfermo mental como para aquellos que psíquicamente no han enfermado.. En el caso del sujeto enfermo, se tratará de un neurótico, un psicótico o un perverso como una forma patológica. Los distintos modos de posición psíquica del sujeto no tienen nada que ver con la normalidad y la patología.
Así, no se trata de ensalzar al ser neurótico como una constitución normal ni de creer que por el hecho de ser psicótico un sujeto será loco o devendrá artista o por ser perverso será un psicópata. Debemos escuchar el sufrimiento que comporta para cada cual sus síntomas, profundizando en la manera en que el sujeto se constituye como tal, a partir de un entramado simbólico anterior a su existencia y con referencia a un lugar en el deseo del Otro. El efecto en su psiquismo de la Ley, su relación con el lenguaje (lo simbólico), su cuerpo (lo imaginario) y la muerte (lo real).
En los primeros años de la vida, las manifestaciones de llanto, las irregularidades del sueño y la alimentación son algunas de las formas que tiene un bebé de mostrarnos que algo anda mal. Más adelante, el comportamiento, las dificultades para aprender y las habilidades en su autonomía se sumarán como formas de demostrar el malestar. La tolerancia que tenga una familia a estas manifestaciones tendrá mucho que ver con los diagnósticos y el uso de los psicofármacos.
En la actualidad, hay un constante intento de homogenización del sujeto: todo está al alcance de todos, todos podemos todo y el que no lo consigue fracasa. Casas, familias y niños que se adecuen a nuestros ideales vendidos por la publicidad como modos de alcanzar la felicidad hacen cada vez más intolerable aceptar la subjetividad. Paradójicamente, surgen de manera constante asociaciones y grupos de trabajo a favor de personas con necesidades especiales, de las llamadas enfermedades “raras”, de los nuevos modelos de familia que necesitan agruparse para ser oídos… paradójico porque, nosotros mismos hemos marginado las diferencias. Hay que ser feliz como marca la norma, y la norma la marca la indiferenciación y el consumo.
En este contexto, aceptar las particularidades de un niño se vuelve insostenible, y los médicos, educadores y también los padres claman por diagnósticos y fármacos milagrosos que “normalicen” al sujeto.
¿Dónde ha quedado la pregunta por el sujeto? Si se hace pis hasta los doce años, no importa tenemos pañales; si la alimentación es un problema, podemos cubrir sus necesidades básicas con un producto farmacéutico… Podemos enumerar otras situaciones parecidas que nos alientan a no preguntarnos nada y seguir consumiendo.
Pero, entonces, ¿qué tiene que hacer un niño para que se le escuche? Si es muy activo y no se concentra demasiado (de acuerdo a lo esperado), tiene un TDH y lo medicamos; si está todo el día tirado en el sofá, aburrido y conectado a la red se enfada y nos grita cuando volvemos a casa, tiene un trastorno bipolar, etc.
De esta manera, en la última década, el empleo de psicotrópicos en los niños y adolescentes se ha acrecentado, y en muchos casos, solo quieren ser escuchados.
Creo que el sometimiento más brutal de los niños a una represión social es la que vemos cada día en los que reciben el diagnóstico de TDH y TEA. Una sociedad rígida en definir lo normal, lo deseable y aceptable intenta anular lo que considera conductas desviadas.
A pesar de que los psiquiatras infantiles en general prescribimos poco, existe una cierta banalización del uso de psicotrópicos. No es que la medicación nunca sea necesaria. Solo aclaro que la importancia estriba en el diagnóstico y en saber qué es lo que queremos producir con su uso.
Los psicofármacos no curan, es siempre un tratamiento sintomático. La prescripción de un medicamento psicotrópico requiere de una evaluación diagnóstica precisa, un conocimiento riguroso de sus formas de utilización y que forme parte del abordaje del sufrimiento, asociado a psicoterapia, tratamientos institucionales, sociales o educativos, según los casos…
Las neurociencias han aportado mucho al conocimiento de las funciones cerebrales y sus alteraciones, las drogas psicotrópicas modifican estas funciones, pero ¿y la palabra? En 1938, Freud, en su artículo Esquema del psicoanálisis, escribió que el futuro a lo mejor nos enseñaría a actuar directamente, con ayuda de sustancias químicas, sobre los cuantum de energía y su distribución en el aparato psíquico y hoy sabemos, a través de los mapas cerebrales, cómo el lenguaje modifica y conecta las distintas zonas del cerebro.
Muchas de las cualidades que descubrimos en los psicofármacos acerca de los neurotransmisores, su captación y recaptación, su nivel circulante y el tiempo en que duran inhibiendo o facilitando una conexión, también se producen con la interacción del ser humano con la naturaleza y la cultura, con la palabra y los afectos. Si un cambio cerebral determina un cambio en el estado mental, viceversa, un cambio de estado mental produce un cambio cerebral.
La utilización de psicofármacos debe apuntar a restituir el contacto intersubjetivo, permitir el acceso a la creación y a la palabra y disminuir el exceso de sufrimiento hasta niveles tolerables, mitigando los síntomas como una manera más de intervención que permita el trabajo psíquico del sujeto a través de la palabra y reflexionar sobre el lugar que la administración de un fármaco ocupa en el trabajo analítico y en las estrategias del terapeuta.
La indicación farmacológica no funciona aislada de quien la prescribe. La manera en que se indique y jerarquice con respecto al trabajo psicoanalítico será la clave. La medicación introduce un tercero no sólo en la figura del psiquiatra sino a través del propio fármaco.
Muchos de los efectos de los psicofármacos dependerán de las condiciones en las que se aplique el medicamento. Informar, explicar y anticipar los posibles efectos adversos introduce los factores de aceptación y confianza indispensables para que la indicación funcione.
La dificultad que nos encontramos frente a diagnósticos erróneos la podría ejemplificar en una viñeta clínica:
La historia de Harry es la de un niño que nace prematuro y pasa muchos meses en incubadora. Enviado a atención temprana y diagnosticado por su neurólogo de Diplejía espástica y TDH.
Alrededor de los 10 años el colegio observa dificultad para relacionarse con sus iguales y para integrarse en el ámbito escolar a pesar de cumplir con las expectativas en el aprendizaje. Habla de temas repetitivos que no interesan a nadie, no reprime su curiosidad sexual y molesta a las niñas. Ante estos síntomas su neurólogo lo medica con Rubifen (15 mg día). Harry empeora notablemente, duerme poco, está angustiado todo el tiempo y no obedece cuando su madre le pide que no hable de sus cosas con nadie. El equipo psicopedagógico del colegio es quien sugiere a los padres hacer una consulta psicológica.
En la primera entrevista la madre se centra en sus problemas académicos, al quedarnos solos, Harry en cambio habla de su verdadero sufrimiento: dibuja y habla sin parar llenando cada espacio de la hoja con un relato desordenado y lleno de peligros y me habla de su miedo a las brujas…: Las brujas salen de sus cereales, lo amenazan, lo dominan y ordenan sus malos comportamientos. Las mujeres son amenazantes, todo poderosas y castradoras. Los hombres (Él y su padre) son debilitados y sometidos.
Decido suspender el Rubifen (derivado anfetaminico) e incluso propongo a su madre unas gotas de un neuroléptico por la noche.
Comienza a dormir mejor y puede empezar a dibujar y a hablar de a un tema por vez y por hoja. Juntos construimos una historia en el que las brujas son amansadas. Construye una fortaleza donde logra resguardarse con una nueva familia. La medicación solo fue utilizada durante tres meses y la estabilización nos permitió trabajar durante muchos años. El diagnóstico erróneo condujo a la utilización de un fármaco que desmoronó su inestable equilibrio psíquico.
El diagnóstico correcto, psicosis infantil, nos permitió el uso de una medicación que junto con la escucha psicoanalítica permitieron su estabilización
Conclusión
Etiquetar en el sentido de dar un nombre puede ser una herramienta en el camino hacia la cura del sujeto…..medicar para aliviar la angustia cuando este impide hablar al paciente es a veces la única manera que tenemos de construir una demanda
Etiquetar para encasillar y no escuchar al paciente es en cambio una agresión que impide avanzar al sujeto, medicar para que la queja desaparezca y taponar la palabra, elimina la subjetividad y se convierte en un acto de violencia.
No se trata solo de una violencia que nace de los profesionales psi, sino también de la sociedad en su conjunto, con el agravante en la infancia de que en los niños no es suya la palabra que se escucha sino la de los adultos que vienen a hablar de ellos…
La tentación es grande, no son solo sentimientos de poder los que están en juego. La posición de saber nos quita la angustia a nosotros mismos, la certeza nos tranquiliza, “es un bipolar, es un TEA” lo soltamos entre nosotros como una medida de lo que sabemos que está pasando y pasará con un paciente que consulta.
Pero resulta que la posición de saber es un semblante que debemos sostener hasta llegar a su destitución, así lo que sabemos los psicoanalistas es que no sabemos nada y que el saber pertenece al paciente, que cuando consulta no sabe que lo sabe.
Podemos resumir que un diagnóstico sirve para comunicarnos entre nosotros mismos y con otros ámbitos que rodean al niño. Tener un diagnóstico a veces nos permite colaborar con las escuelas para pedir las ayudas necesarias para desarrollar sus habilidades y acompañar su aprendizaje. Puede servir a la familia para solicitar atención especializada, al ámbito sanitario para una derivación a servicios de atención temprana, centros de día, pisos tutelados o residencias. Nada más y nada menos.
Pero para poder dirigir la cura analítica necesitamos un diagnóstico de estructura. No es igual un síntoma en una estructura neurótica, psicótica o perversa.
En la infancia el valor del síntoma cobra otro sentido más y es que podamos ser testigos de uno de los momentos fundentes del sujeto en la construcción de la estructura.
Si decimos que la estructura antecede al sujeto, ¿podemos ser testigos de su fundación? Yo creo que sí, la escucha de los niños me ha permitido intuir esos momentos fundantes, como una búsqueda del sujeto por encontrar una estabilidad, que dependiendo de cómo ésta se construya lo conducirá hacia la neurosis, la psicosis o a la perversión.
Distinguir esto es fundamental, es el verdadero trabajo del analista….lo demás lo hace el analizante…
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*Ponencia presentada dentro de la Mesa Redonda 1: “La Violencia en el Diagnóstico”, del Ciclo de Sábados “La Violencia y Sus Destinos” organizado por AECPNA el 21 de noviembre de 2020.
**Sobre la autora: Norah Tamaryn Said es psicoanalista, especialista en psiquiatría infantil.
Norah Tamaryn, psiquiatra infantil y psicoanalista.
Revista nº 17
Artículo 2
Fecha de publicación JULIO 2021