POR EDUARDO BRAIER**
I. INTRODUCIÓN
Para comenzar la segunda parte del trabajo acerca de la neutralidad es interesante recurrir una vez más a este clásico de la literatura psicoanalítica que es el Diccionario de psicoanálisis, de Laplanche y Pontalis. Sus autores recalcan lo siguiente:
“[…] incluso los psicoanalistas más clásicos pueden sentirse inducidos a no considerar deseable o posible una neutralidad absoluta en determinados casos”. (Laplanche y Pontalis, 1968).
De esto hablaremos a continuación.
II. LA NEUTRALIDAD EN LAS CONDICIONES ACTUALES. SU ABANDONO TEMPORARIO O PERMANENTE
Cabe reconocer que la neutralidad y la regla de abstinencia se convirtieron en pautas establecidas por la IPA a partir de los años ’20 del pasado siglo, con una connotación incluso superyoica, a fines de definir qué es psicoanálisis y qué no lo es. Representaban una suerte de decálogo de la actividad. El principal objetivo era diferenciar el psicoanálisis de las psicoterapias en las que imperaba el influjo de la sugestión.
Como consecuencia de ello, autores como Ferenczi y W. Reich fueron apartados del movimiento. Sin embargo los psicoanalistas, ante las necesidades surgidas en la praxis, fuimos comprendiendo que no siempre se podía o convenía mantener a ultranza las citadas pautas.
Considero que lo que rige nuestra práctica es la singularidad de cada caso y la de cada situación terapéutica. El tipo de patología a tratar, los objetivos terapéuticos y/o las condiciones del encuadre son factores que pueden hacer que la neutralidad resulte inconveniente y/o imposible. Se pone a prueba nuestro criterio, y es bueno disponer de una cierta flexibilidad.
En su conocido libro acerca de la técnica psicoanalítica, bajo la denominación de actitud analítica, Etchegoyen (1986) alude a las reglas de abstinencia y de reserva analítica, descriptas por Freud en sus “Consejos al médico…” de 1912, así como a la neutralidad técnica. Aunque no la llame empleando esta última denominación, me atrevo a considerar que esta noción estaría incluida en el texto de Etchegoyen, en tanto su autor se refiere al analista como “[…] un observador sereno e imparcial pero comprometido”. Inmediatamente después de hacer mención de los riesgos de una actitud rígida y sin matices por parte del analista, en una frase breve – y sumamente clara, como es tan característico en él-, el argentino resume elocuentemente lo que las diversas situaciones de la clínica psicoanalítica nos demandan respecto de nuestra actitud como analistas:
“En este punto, como en tantas otras áreas de la praxis, no hay reglas fijas. Lo adecuado en un momento puede ser un grave error cinco minutos después. En cada caso tenemos que escuchar lo que dice el analizado, lo que estipula la teoría y lo que nos informa la contratransferencia.” (Etchegoyen, 1986).
No solo suscribo enteramente esta frase sino que la he tomado a manera de preámbulo y como base para describir y también justificar, siempre que sea con fundamentos psicoanalíticos, tanto la necesidad de mantener una actitud neutral como, en determinadas circunstancias -nada infrecuentes, por cierto- y tal como veremos más adelante, la de apartarse deliberadamente de ella.
Por lo general y mientras la situación lo permita, considero que lo mejor será, pues, anteponer la reflexión, el análisis -y el autoanálisis- a toda acción, sobre todo si esta es inhabitual, que pudiera ejercer el terapeuta. Sin embargo, hemos de reconocer que la complejidad en esta cuestión es tal que a veces una conducta inesperada de su parte, a menudo incomprensible o injustificada en su momento, ya sea intuitiva y hasta impulsiva o aun disruptiva (decir algo impensado, actuar de modo espontáneo y automático, tener un acto fallido), aunque en principio no recomendable, puede evidenciar a posteriori su significación e incluso tener un efecto beneficioso sobre el paciente y el proceso terapéutico. La cuestión merece, por lo tanto, que nos detengamos un poco más en ella. Inmersos en el campo psicoanalítico, para nada estamos exentos de tener alguna vez una experiencia de este tipo, pequeña e inocua o, por el contrario, significativa, con consecuencias favorables o desfavorables para el paciente, perdiendo entonces en esas situaciones el analista su posición neutral. Todo esto responde a algunos de los significados y formas que se le reconocen actualmente al controvertido concepto de enactment en los medios psicoanalíticos. Me refiero a una puesta en acto, una actuación no patológica que tiene por protagonista al analista durante la cura, pudiendo o no participar en dicha actuación el analizando de manera directa, aunque a menudo cabría remitir lo sucedido a la dinámica existente en el vínculo analítico (transferencia-contratransferencia). Se trata, pues, de algo que sucede de modo espontáneo, que no ha sido previamente pensado ni mucho menos planificado por el analista.
Francisco J. Lara (2014) nos brinda un buen ejemplo de lo que para él constituye un enactment, que protagonizó como analista de una paciente fronteriza con un estado depresivo crónico, al parecer producido por traumas precoces de desamparo en relación con una madre depresiva -lo que nos lleva de inmediato a pensar en la teoría greeneana de “la madre muerta” (Green, 1980)- . Cuenta Lara que en su contratransferencia prevalecían los deseos de ayudar a la analizanda, “empujándola a vivir”. Pero las demandas de ella iban en aumento y en un momento dado del proceso psicoanalítico él tuvo un lapsus, por el que, sin darse cuenta, alargó quince minutos la sesión. En este caso, como en otros, la puesta en acto (enactment) del analista parece haber estado en directa relación con la dinámica transferencia-contratransferencia, vale decir que sería el resultado de una acción recíproca de paciente y analista. Ello implica un cierto apartamiento de la neutralidad. Refiere entonces Lara: “Lo hablamos [con la paciente] y esto se tradujo en otro progreso notable”. Comenta que lo ocurrido “cobró una significación más compleja de lo que parecía y muy interesante para el tratamiento”. Añade que el análisis de su actuación permitió asimismo “profundizar en la comprensión de las demandas transferenciales y promovió transformaciones en la transferencia, sobre todo disminuyendo las ansiedades persecutorias”. Ello a la vez, al decir del autor, facilitó el insight, al suscitar recuerdos y reproducir escenas vinculadas con el pasado de la paciente. (Transferencia materna). Lara destaca además otras consecuencias beneficiosas de esta conducta involuntaria suya, sobre las que no podré extenderme más aquí. En todo caso, entiendo que lo expresado es suficiente para ilustrar acerca de lo que puede suceder en estas circunstancias. A una acción involuntaria del analista le siguieron las reacciones afectivas y recuerdos experimentados por la paciente, a continuación de lo cual recién advino un más activo y vivaz intercambio entre ambos, así como facilitó la reflexión y la labor terapéutica por parte del analista, basada en interpretaciones y construcciones.
No obstante, he de decir que no me inscribo entre los que preconizan el libre y espontáneo desencadenamiento de estos fenómenos, como en cambio encontramos en algunos analistas de la corriente intersubjetivista que, entusiasmados con el enactment y el pleno compromiso afectivo del analista con el analizando que el mismo supondría, pretenden elevarlo a la categoría de un nuevo paradigma. Lo cierto es, según creo y lo reitero, que tales episodios pueden ser tanto benéficos como inocuos, no trayendo mayores consecuencias, o bien nocivos para al analizando y/o el proceso analítico.
De lo que no cabe duda es que una tal puesta en acto reclama a continuación ser analíticamente comprendida lo mejor posible en lo que respecta a su significado en el contexto de la relación analítica y del proceso analítico, autoanálisis de la contratransferencia mediante, que antes de lo acontecido pudo precisamente haber sido insuficiente o aun erróneo, propiciando la actuación del analista.
II. 1. ACLARACIONES NECESARIAS
En otro orden de cosas, siempre a los fines de tratar problemas vinculados con la neutralidad técnica, considero necesario aclarar que desde hace ya muchos años (Braier, 1981; 2011) he venido explicitando que me cuento entre los que distinguen el método psicoanalítico de las llamadas psicoterapias psicoanalíticas. (Importantes psicoanalistas detentan también esta posición, como Green y Etchegoyen, entre otros). Reconozco diferencias técnicas entre los procedimientos y no comparto el criterio por el cual se pueden concebir siempre los tratamientos de raigambre psicoanalítica como un continuum, tal como prefieren considerarlos otros. Me inclino, pues, sin por ello desconocer las similitudes, por señalar tales diferencias. El que ya lo hizo mucho antes fue -¿cuándo no?- el propio inventor del psicoanálisis, que cerca de cien años atrás nos habló de “las psicoterapias para el pueblo”, las cuales se fundarían, eso sí, en los principios básicos del psicoanálisis, pero admitiendo incluso lo que dio en llamar “la aleación del oro puro del análisis con el cobre de la sugestión”. (Freud, 1919 [1918]). Lo que sucedió después y se extiende hasta nuestros días, es un intenso debate en torno a la relación entre el psicoanálisis y las psicoterapias de orientación psicoanalítica.
Otra cuestión que me parece fundamental remarcar de entrada es la relación directa entre proceso y encuadre. El encuadre comprende las diversas condiciones que se establecen para que el proceso terapéutico en cuestión pueda desarrollarse satisfactoriamente. Dichas condiciones habrán de ser estables, siempre y cuando las circunstancias lo posibiliten y ello siga siendo lo más conveniente para el buen rumbo del proceso terapéutico. Lo óptimo, en definitiva, es que podamos contar con un encuadre al servicio del proceso que queremos tenga lugar. (El proceso psicoanalítico, por ejemplo). Ahora bien, si por diferentes motivos tales condiciones no pueden ser las adecuadas, el encuadre se pondrá por delante del proceso e incidirá en este, lo queramos o no, condicionando su desarrollo, ya sea afectando su realización, que se verá resentida, o dando lugar a la elección de otro tipo de proceso psicoterapéutico. (Psicoterapia psicoanalítica, por ejemplo).
En ocasiones anteriores (Braier, 1987; 2015) me he referido en detalle a la relación entre neutralidad y proceso psicoanalítico, en cuanto a la directa relación y la coherencia interna que personalmente entiendo ha de darse entre los diferentes componentes del proceso analítico (comunicación, transferencia, regla de abstinencia, regresión, etc.) y la neutralidad analítica (en los diversos significados y alcances que le atribuyo a este concepto, de carácter polisémico), cuestión de la que también me ocupo en otros dos trabajos (Braier, 2015; 2015 a).
Lo que ahora nos toca además, entre otras cosas, es considerar de modo especial la relación entre neutralidad y encuadre. Para ello basta pensar solamente en las condiciones temporales y espaciales del encuadre para en seguida advertir la incidencia que pueden tener en la actitud técnica a asumir por parte del terapeuta. En muchas y variadas circunstancias, por ejemplo, puede llegar a resultar inadmisible y hasta absurdo pretender a toda costa permanecer impasible (o mucho menos aun hierático, hasta conformar una verdadera caricatura de la figura del psicoanalista, cuando esto no es conveniente ni corresponde; en realidad, nunca corresponde). De allí que sea además oportuno traer a colación la noción de encuadre interno, cosa que hago en un apéndice del presente trabajo.
II.2. ALGUNAS PROPUESTAS DE APARTAMIENTO DE LA POSICIÓN NEUTRAL EN LA HISTORIA DEL MOVIMIENTO PSICOANALÍTICO
Ya podemos revisar, dentro de la historia del tratamiento psicoanalítico, ciertas propuestas de apartamiento transitorio de la neutralidad del analista, vale decir, con ulterior retorno a la posición neutral, así como otras que comportan un abandono permanente de la posición neutral a lo largo del proceso terapéutico y en relación con determinado tipo de patología de los pacientes. Tales propuestas han despertado mucho interés en distintas épocas del psicoanálisis, al tiempo que encendidas polémicas.
Comenzaremos, desde luego, con las del propio Freud.
En el mismo texto de Freud al que acabo de aludir, que no en vano denominó “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, éste avalaba el papel activo del analista con un paciente fóbico a cierta altura de la elaboración de sus conflictos, alentándolo a que afronte la situación fobígena, como paso necesario para el progreso del tratamiento. Ello supone un abandono -temporario- de la neutralidad, en particular de la regla de abstinencia, al asumir el analista un rol activo y definido.
Asimismo, el creador del psicoanálisis, en varios pasajes de su obra, justificó una cierta actitud educativa del analista cuando se trataba de pacientes muy jóvenes.
También nos encontramos con la discutida maniobra técnica que realizó durante el tratamiento del “Hombre de los Lobos”, cuando fijó una fecha de finalización del tratamiento, la que debía de cumplirse estrictamente (Freud, 1918 [1914]), maniobra de la que muchos años después confesó haberse arrepentido. (Freud, 1937).
Después de mencionar a Freud cabe de inmediato hacerlo con Ferenczi, que propuso por entonces su método activo (Ferenczi, 1920). Planteado como auxiliar del análisis, incluía, además del empleo de interpretaciones, el efectuar órdenes y prohibiciones al paciente, con el fin de promover el recuerdo y con ello la aceleración del proceso analítico. El analista asumía así un papel superyoico que lo apartaba de la neutralidad. Esto fue reconocido por el propio Ferenczi (1925), quien más tarde por ello, pero también por otros motivos, abandonaría esta posición, distorsionante del proceso analítico en general y del de la trasferencia en particular[1].
Otras medidas de carácter técnico que suscitaron muchas discusiones fueron las empleadas por F. Alexander (1946; 1956) bajo la denominación de “experiencia emocional correctiva”. Al igual que las proposiciones de Ferenczi, que influirían sobre él, tenían como objetivo la abreviación de la cura analítica y el mejoramiento del procedimiento estándar.
Sostenía Alexander -que era húngaro, como Ferenczi- que su propósito estaba implícito en la técnica freudiana y que con sus maniobras sólo buscaba cambios en el paciente a partir del análisis de la neurosis de trasferencia. A la labor psicoanalítica basada en la comprensión y la interpretación, agregaba Alexander la contribución del analista a un determinado clima emocional interpersonal, propicio para producir una “experiencia emocional” facilitadora de una toma de conciencia en el paciente de sus conductas patológicas repetitivas, lo que supuestamente llevaría a producir cambios significativos en éste. Tal contribución del analista consistía en adoptar voluntaria y planificadamente una determinada actitud, como corolario del análisis de su contratrasferencia, lo que implicaba para este autor un mayor aprovechamiento de esta última, no limitado a la actividad interpretativa.
Decía Alexander (1956):
“[…] la creación de una atmósfera que constituya un contraste con la patogénica original, puede brindar un gran ímpetu al tratamiento.”
Obrando de tal manera este autor buscaba romper los esquemas neuróticos del paciente. Así por ejemplo, frente a una persona que había tenido una figura paterna muy autoritaria, el analista habría de asumir, además de su actividad interpretativa centrada en el análisis de la trasferencia analítica, una actitud deliberadamente opuesta, es decir, especialmente permisiva (Alexander, 1956).
No sólo no comparto la propuesta de Alexander, sino que procuraré explicitar mis razones para ello, citando conjuntamente algunos de los cuestionamientos que han efectuado otros autores.
En primer lugar, su técnica se centraba demasiado en el análisis de la neurosis de trasferencia, lo cual hoy es por lo menos discutible, aunque está lejos de constituir mi principal objeción. Alexander promovía un cierto manejo de la trasferencia mediante actitudes estudiadas por parte del analista, el que, apartándose de su posición neutral, asumía generalmente un rol parental definido, si bien lo hacía con un fundamento teórico. Esta “manipulación experimental”, como la llamó Bibring (1954), distorsionaba el desarrollo de la neurosis trasferencial.
Es difícil determinar las consecuencias que tales actitudes del terapeuta pueden ocasionar, las que, además, como lo señala P. H. Orntsein (1985 a), “bloquean las rutas para nuevas observaciones”. Al mismo tiempo puede ser también difícil decidir cuál es la actitud planificada más conveniente a adoptar. La neutralidad propia del psicoanalista me sigue pareciendo más prudente y confiable, entendiendo que lo fundamental continúa pasando por el comprender (autoanálisis de la contratrasferencia incluido) e interpretar.
Sacha Natcht siempre me pareció un autor interesante y un precursor, dentro del terreno de la teoría de la técnica, en lo que atañe a las propuestas acerca de la actitud del analista durante la cura y en relación con la problemática singular que presenta el paciente, de lo que me ocuparé brevemente poco más adelante. Roudinesco y Plon nos cuentan, en su Diccionario de psicoanálisis, que Natcht fue el único miembro de la Sociedad Psicoanalítica de París que tuvo contacto personal con Freud. Además era amigo de Lacan y un gran clínico (Roudinesco y Plon, 1997). Nacht (1966), cuestionando la modalidad de Alexander, advierte sobre la necesidad de controlar la contratrasferencia, impidiendo el intervencionismo del analista, el cual puede -afirma- provocar “reacciones en cadena en el paciente” y trastocar “[…] el carácter particular de la situación analítica, indispensable para la sana evolución de la cura”.
Al decir de P. H. Ornstein (1985),
“[…] el segundo intento sistemático en el campo del psicoanálisis por encontrar modalidades terapéuticas más breves y más eficaces fracasó de la misma manera que el primero.[2] Los intentos de introducir o imponer en el proceso analítico ciertas ‘actividades’ discrecionales que van más allá de las intervenciones interpretativas y manejan el clima ‘interpersonal’ no pudieron incorporase a la corriente principal del psicoanálisis”.
En efecto, el procedimiento de Alexander ha quedado situado para algunos más bien fuera del campo del método psicoanalítico (Rangell, 1954; Nacht, 1966) y dentro de la psicoterapia dinámica (Rangell, 1954).
Volvamos a Nacht, quien propone ciertas variantes técnicas en determinadas circunstancias. (Nacht, 1966; 1966 a). Entre ellas se encuentra una que concierne a “la neutralidad respecto de la cura y del enfermo”. Sostiene Nacht que una actitud neutral no debe aplicarse a cualquier enfermo ni en cualquier momento del tratamiento. La neutralidad, asumida en forma automática, inmutable y hacia todo, genera un clima frustrante que en algunos pacientes produce satisfacciones masoquistas inagotables, a pesar de las mejores interpretaciones que el analista pueda efectuar, y que “[…] estas satisfacciones masoquistas provocan o alimentan ciertas tendencias sádicas inconscientes que pueden existir en el propio analista” (Nacht, 1966 a). Cuando una situación como esta compromete el éxito del análisis (puede amenazar con convertirlo en inacabable, por ejemplo), Nacht considera conveniente abandonar en el momento oportuno la actitud neutral, reemplazándola por una nueva actitud, a la que este autor llama “de presencia” , y que consiste en “[…] salir del mundo mítico en que el enfermo se complace en mantenerlo[3], para entrar en la vida real y plantarse frente al enfermo, como un adulto ante otro adulto” (Nacht, 1966 a). Esta actitud, contraria a la del analista como “espejo”, tendría un papel catalizador para la toma de conciencia del paciente en pos de su curación, ayudando a liquidar la neurosis de trasferencia (Nacht, 1966 a). Señala además Nacht:
“El cambio de actitud que preconizo entonces en el terapeuta no tiene nada que ver -quiero precisarlo- con la actitud “activa” aconsejada por Ferenczi, ni con el intervencionismo deliberado de Alexander.” (Nacht, 1966).
Al adoptar Nacht la actitud que recomienda (por otro lado mesurada y para nada extemporánea) en una fase de resolución de la neurosis de trasferencia, no interfiere, como en cambio sucede con las maniobras de Ferenczi y Alexander, en el desarrollo del proceso trasferencial. Creo que de hecho más de un analista actúa, intuitivamente, de un modo similar al propuesto por Nacht.
La actividad de “presencia” del analista es asimismo recomendada por Nacht, junto a S. Viderman (Nacht y Viderman, 1966), para oponerse al mundo cerrado y placentero de la regresión en algunos pacientes en los que la situación analítica se ha convertido en un fin en sí misma, implicando tal actividad la irrupción del principio de realidad.
También advierte Nacht sobre las consecuencias de un excesivo empeño en la actitud neutral en el caso de pacientes “fuertemente traumatizados durante el período preedípico por circunstancias objetivamente crueles” (1966a). Recomienda una actitud gratificadora, de “entrega auténtica”, (aunque exenta de gratificaciones concretas), sin la cual los pacientes no podrán renunciar a “[…] destruirse y destruir todo lo que les rodea” (1966 a).
Dentro de lo que aún puede incluirse en el método psicoanalítico, consideraremos el concepto de parámetro, introducido por K. R. Eissler (1953), el que se refiere a ciertas modificaciones técnicas del tratamiento psicoanalítico, requeridas para tratar pacientes con alteraciones yoicas severas. Este autor define el parámetro como sigue:
“La desviación, tanto cualitativa como cuantitativa, del modelo teórico básico, es decir de una técnica que requiere de la interpretación como herramienta exclusiva”.
Nos recuerda Eissler que el propio Freud suministró ejemplos de variantes técnicas y que algunos de ellos los encontramos en el tratamiento del “Hombre de los lobos”, al que Freud, además de fijar, como ya mencionáramos, un plazo para su terminación, prometió la recuperación completa de su actividad intestinal.
El parámetro debe llenar, de acuerdo con Eissler, no menos de cuatro requisitos fundamentales para ser considerado dentro de la técnica psicoanalítica (no es el caso de los citados ejemplos de Freud):
1º) Ser introducido sólo cuando está comprobado que el modelo técnico básico no es suficiente para la prosecución del proceso terapéutico.
2º) No debe transgredir nunca un mínimum inevitable.
3º) Ser usado sólo cuando es seguro se desembocará en su autoeliminación. (En la fase final del tratamiento hemos de trabajar siempre -dice Eissler- con un parámetro cero, o sea con la técnica básica de la interpretación).
4º) Su efecto sobre la relación trasferencial no habrá de ser tal como para que no pueda ser abolido por la interpretación.
Un ejemplo típico sería el de ciertos casos de fobias, en que la labor interpretativa no es suficiente y en determinado momento del proceso analítico hace falta un nuevo recurso técnico. Es lo que ya dijimos que propuso Freud en Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica. Habría entonces de parte del analista una sugerencia o directiva, por ejemplo.
Al proponer variantes de la técnica psicoanalítica básica, mediante las reglas que el parámetro debe satisfacer para ser aceptado como psicoanalítico, Eissler espera poder prevenirnos de caer en el psicoanálisis “silvestre”.
En suma, y en lo que atañe específicamente a la neutralidad técnica, Eissler propicia, cuando es necesario, un abandono reglado y temporario del rol neutral del analista.
Luego de haber examinado el psicoanálisis “con variantes técnicas” postulado por Nacht y el psicoanálisis “con parámetros” de Eissler, es de sumo interés para nosotros adentrarnos en las adecuaciones que ha ido experimentando el método psicoanalítico básico para el abordaje de patologías no neuróticas, tales como los casos límite.
Si pasamos revista a los aportes que específicamente conciernen al tema de la neutralidad analítica, después de Winnicott, que hizo gala de su pericia clínica y su sentido común en el tratamiento de este tipo de pacientes, demostrando además su sensibilidad y flexibilidad a lo largo de diversos pasajes de su vasta obra, llegamos a los de O. Kernberg. Siguiendo a Eissler, Kernberg (1975; 1978; 1983) emplea ciertos parámetros para tratar pacientes con estructura limítrofe, así como también con otros con diferentes perturbaciones narcisistas. Entre tales parámetros menciona:
“[…] la estructuración precisa de la situación terapéutica mediante todas las medidas necesarias para bloquear la exoactuación de la transferencia en el tratamiento propiamente dicho (por ejemplo, indicando de manera explícita las condiciones dentro de las cuales habrá de desarrollarse la terapia y estableciendo límites estrictos para la agresión no verbal que se admitirá durante las sesiones)”. (Kernberg, 1975).
Agrega también:
“ […] la utilización de factores estructurantes ambientales, como por ejemplo internación, hospital de día u hogares adoptivos, en los casos que las exoactuaciones fuera de las horas terapéuticas amenacen con producir una situación crónica de gratificación patológica de las necesidades instintivas (Kernberg, 1975).
El establecimiento de estos parámetros significa, obviamente, un abandono de la neutralidad técnica. El autor mencionado suministra ejemplos de la puesta de límites en ciertos momentos del tratamiento, ante el riesgo de un acting out violento, que es de esperar cuando se trata de patologías severas. Ello sucede cuando las circunstancias requieren que el terapeuta actúe a la manera de un superyó auxiliar frente a los episodios de actings out destructivos del sujeto que ponen en riesgo a este o a otras personas, o bien atentan abiertamente contra el encuadre y la continuidad del tratamiento. (Kernberg, 1978; 1983). A la vez Kernberg propone el retorno a la posición de neutralidad cuando el peligro se ha disipado, acompañado de una labor terapéutica interpretativa a través de la cual el paciente tome conciencia de los motivos por lo que el analista se vio obligado a abandonar su posición neutral.
Es difícil no acordar con estas propuestas de Kernberg, de las que hemos podido constatar recientemente que su autor ha mantenido inmodificadas hasta el momento actual (Kernberg, 2014).
Pero si el necesario apartamiento de la neutralidad es considerable y/o se prolonga demasiado, el retorno a ésta- apelando para ello a las interpretaciones- puede resultar a veces imposible. Comentaba Kernberg al respecto:
“Las órdenes o prohibiciones terminantes y las maniobras sugestivas o manipulantes de considerable envergadura son típicos ejemplos de modificaciones técnicas, por las cuales a la larga es necesario pagar un precio muy alto” (Kerberg, 1975).
Con esto el austríaco se refería a que nos iríamos ya apartando del método psicoanalítico para pasar a lo que él mismo llama un psicoanálisis modificado o una psicoterapia psicoanalítica.
Uno de los ejemplos más extremos de abandono de la neutralidad en la historia del movimiento psicoanalítico lo constituye la maternalización ejercida por M.-A. Sechehaye (1947) con una paciente esquizofrénica, a la que llevó a vivir con ella mientras la trataba psicoterapéuticamente con una orientación psicoanalítica. Se buscaba lograr la reconstrucción del yo y un acceso a la realidad. Claro que en este mentado caso cabe tener en cuenta no sólo que no se trataba de una neurosis, sino que la experiencia tuvo también un carácter investigativo, por otra parte legítimo e irrefutable.
II. 3. MI POSICIÓN PERSONAL
En una psicoterapia de orientación psicoanalítica, en la que las condiciones temporales del encuadre dificultan de modo considerable, o directamente impiden el desarrollo y el análisis adecuado de una neurosis de trasferencia, entiendo que la actitud neutral (por ambigua sobre todo en este caso), favorecedora del desarrollo de las distintas formas de trasferencia, carecería de sentido, ya que la neurosis trasferencial no puede en estos casos ser el resorte de la cura. En tales circunstancias, concibo al terapeuta asumiendo un rol que llamaría de aliado del paciente, en lugar del analista-pantalla. Por aliado – no he encontrado un término más apropiado que este, influido por razones que en seguida veremos- entiendo un terapeuta que guarda con el paciente una menor distancia afectiva que la que es habitual en el tratamiento psicoanalítico clásico y que se ofrece a una relación en la que le hace sentir al paciente que está claramente “de su lado”, sin ambigüedades ni ambages. Ello favorecerá el mantenimiento de la necesaria trasferencia positiva, en cuyo seno habrá de trascurrir la terapia y que para algunos analistas -en especial los de la escuela americana- supone además consolidar la alianza terapéutica, disminuyendo las posibilidades que se desarrolle una trasferencia negativa, cuyo manejo sería dificultoso bajo tales condiciones del encuadre y entorpecería la labor terapéutica, centrada en problemas actuales que a menudo requieren su resolución o alivio con una cierta urgencia[4].
Pero esta actitud (porque lo es, a la vez que un rol) que denomino de aliado puede estar motivada, más allá de las condiciones del encuadre que pudieran dificultar o aun impedir la realización de un análisis, tanto o más por la patología misma del paciente, incapaz de soportar una actitud neutral, distante y ambigua del terapeuta, como podría ser el caso de un sujeto con predominio de un trastorno de naturaleza narcisista, con predominio de la angustia de desamparo. A diferencia de un neurótico, el paciente carece de un grado suficiente de tolerancia a la frustración que justifique y nos permita exponerlo a una abstinencia similar a la que establecemos en el psicoanálisis de las neurosis.
Mi posición tiene también claros puntos de contacto con las aportaciones de Nacht, que para mí constituye un referente en este sentido. Pero ello requiere además introducir ciertos cambios en el dispositivo. La actitud neutral y el encuadre clásico (sobre todo en lo que se refiere al uso del diván y la consiguiente deprivación para el paciente de ver al terapeuta) parecen en estos casos reabrir las heridas narcisistas. Es cuando el encuadre mismo puede ser experimentado como traumático. Opino que a través de modificaciones en el encuadre (adopción de la posición frente a frente, por ejemplo), más un plus manifiesto de entrega al paciente y a la labor terapéutica, gratificaciones simbólicas incluidas, hemos de ocasionar menos frustración, menos motivos para la reactivación- iatrogénica en este caso- del trauma precoz del desvalimiento (“retraumatización”) y contribuiremos además a posibilitar la continuidad de la terapia. En mi práctica ello implica además poner especial cuidado en lo que alguna vez llamé “la expresión terapéutica del terapeuta” (Braier, 1981), esto es, lo que trasmitimos gestualmente en nuestra interacción con el paciente al que asistimos en la posición frente a frente, susceptible de producir efectos positivos en él. No olvidemos que uno de los motivos confesados por Freud del empleo del diván era, simplemente, que a lo largo de la jornada de trabajo se fatigaba demasiado al tener que soportar la mirada de los pacientes (Freud, 1913); como diríamos hoy, tener que “mantener el tipo”. Pero esto no vale solamente para Freud. Con toda seguridad y al menos en este aspecto, la posición frente a frente implica un mayor esfuerzo del terapeuta respecto del empleo del diván, en que puede sustraerse del contacto visual con el paciente. Al trabajar “cara a cara”, el terapeuta no sólo debe permanecer atento, interesado y receptivo, sino además mostrarse y lucir como tal a los ojos del paciente. (Desde luego, ¡no conviene que se nos escape un bostezo!, por ejemplo). Por supuesto, lo mejor será que esta actitud del terapeuta sea espontánea y natural, un reflejo de su empatía hacia el paciente, en lugar de responder a una postura estudiada e impostada. De hecho, se sobreentiende que antes que nada este cuidado en lo visual será para sostener una buena alianza terapéutica, así como ocurre con cualquier comunicación en el mundo social con quien iniciamos o tenemos un vínculo que queremos cuidar, consolidar y enriquecer; hemos de pensar que no sólo nuestras intervenciones verbales penetran en el psiquismo del paciente, sino también nuestra imagen. Los mensajes preverbales hacia el paciente han de formar parte de los aportes terapéuticos. Es más, algunos sujetos nos “comen con los ojos”, dadas sus carencias afectivas, sus vacíos y sus déficits identificatorios; son, sobre todo, aquellos que -con Winnicott- podemos convenir que no contaron suficientemente con la mirada amorosa materna; la introyección (Ferenczi) también se efectúa a través de lo visual, qué duda cabe (de allí que Arnaldo Rascovsky insistiera tanto en destacar la importancia de la comida familiar –tan venida a menos en la vida moderna- para la salud mental y el buen desarrollo psíquico, ocasión en la que los hijos, junto a los alimentos, se “tragan” también, decía Rascovsky, a sus padres; además de sus palabras, por las que estos trasmiten sus ideas, juicios y enseñanzas, los niños van incorporando simultáneamente sus gestos y conductas, a su vez reforzadores de lo oído).
En cuanto a las gratificaciones simbólicas de las que hablaba yo, estas pueden llegar a incluir, eventualmente, el satisfacer ciertas pequeñas demandas apuntaladas en la autoconservación, tales como el simbólico vaso de agua que suele pedirnos -y que suelo brindar- un paciente limítrofe (alimento; gratificación oral), que también nos solicita con cierta frecuencia utilizar el lavabo, o que, dominado por las angustias de desvalimiento y de separación, se las arregla para intentar alargar la sesión o permanecer un poco más de tiempo con nosotros, así como de llamarnos asiduamente por teléfono por necesidades varias.
Bergeret (1974) se refiere a “los aportes anaclíticos gratificantes de la transferencia”.
Lara (2014), a quien he citado en páginas anteriores, comenta a propósito del caso de su paciente limítrofe, que se encontró con que espontáneamente, después del episodio descripto, en el que prolongó de modo involuntario y sin percatarse de ello una sesión por espacio de quince minutos, acontecía lo siguiente :
“A raíz de este último episodio, surgió un ‘nuevo’ funcionamiento de la pareja analítica, facilitándose notablemente la expresión, el carácter de las asociaciones y los recuerdos.
También observé, por mi parte, modificaciones en la utilización de los recursos técnicos, en el sentido de tomar más relevancia […] la utilización de expresiones preverbales en la comunicación, así como algunos cambios de tono de algunas intervenciones o la realización de preguntas que mostraban más proximidad por mi parte, por ejemplo: ‘¿cómo se siente, después de esto que ha dicho Ud. o que hemos hablado?’ ”.
¿Estamos aquí ante un nuevo equivalente del enactment, menos clamoroso y más sutil? Como vemos, acaso sólo lo sería en parte (considérense las expresiones pre y paraverbales del analista, por ejemplo), en tanto el analista al menos era, desde luego, plenamente consciente de que comenzaba a formularle preguntas a su paciente que antes del mencionado episodio no acostumbraba a hacerle.
En mi experiencia tales actitudes conscientes y deliberadas del terapeuta tampoco alcanzan a impedir que éste pueda realizar un cierto grado de análisis de la trasferencia del paciente, en la que se destaca la trasferencia narcisista, con el analista habitualmente representando a una figura materna -o paterna- primitiva y como depositario del yo ideal o del ideal del yo del paciente.
En resumidas cuentas, diría que la actitud a asumir por parte del analista dependerá en gran medida de la organización psíquica del paciente. Es lo que va del análisis de una estructura neurótica al de otra no neurótica.
Ante una patología de conflicto suelen estar dadas las condiciones para aplicar el principio de abstinencia y adoptar una posición neutral. Si bien adhiero a la idea de que existe una relación dialéctica entre la pulsión y el objeto, frente a este tipo de patología (neurótica) prevalece en mí la teoría que considera en especial a la pulsión sexual, la que opera precisamente pulsando en el conflicto dinámico que mantiene con la defensa, mientras el analista se convierte en el objeto de la pulsión; la regla de abstinencia, que rige para analizando y analista, impide entonces la gratificación directa, permitiendo la reedición de la neurosis infantil. En cambio, cuando de lo que se trata es de una patología de déficit, tiendo a pensar que lo que prima en el paciente es la carencia y el consiguiente anhelo del objeto primario o de sostén, del cual el analista es un representante, lo que determina que este se ofrezca al vínculo adoptando un papel de aliado del paciente, quien suele no soportar una mayor distancia afectiva ni la ambigüedad por parte del analista, las que le harían revivir el trauma precoz.
Aquí vuelvo a pensar en la forma en que parece haber trabajado el propio Winnicott con pacientes fronterizos, apartándose de la neutralidad. ¿Qué mejor ilustración de esto que los testimonios de M. Little (1985) en su análisis con el inglés? Aquellos terapeutas que intentan permanecer inmutables ante pacientes con tal grado de perturbación, impertérritos ante las ansiedades y necesidades de estos, llevan todas las de perder en sus intentos de brindar alguna ayuda terapéutica.
II. 4. ABANDONOS MÁS CUESTIONABLES DE LA NEUTRALIDAD
Otra problemática, muy diferente, está dada por los que considero abandonos indebidos y transgresivos de la posición neutral.
Disiento con algunos colegas que adhieren al llamado psicoanálisis relacional y que instan insistentemente a hacer “algo más” (Stern, 1998) durante el tratamiento para alcanzar los objetivos terapéuticos, lo que acontece a veces siendo, en mi opinión, innecesaria tal variación. Esta constituye a veces el resultado de un insuficiente análisis de las motivaciones subjetivas del analista (entiéndase como análisis de la contratrasferencia), que lo empujan a llevar adelante una tal maniobra (la que puede además incluir confesiones contratrasferenciales), sin advertir las consecuencias negativas acarreadas al dejar de lado la abstinencia. No es raro que tal actitud se traduzca en un verdadero acting del analista, casi siempre con negativas consecuencias en el proceso terapéutico. Me he ocupado de este punto con más detalle en otro trabajo (Braier, 2015 a). Si bien esto recuerda lo que mencionamos antes como el enactment, entiendo que hay una diferencia fundamental en cuanto a que este último no es un acto voluntario, sucediendo en cambio espontáneamente, a la manera -pienso ahora- de una acción sintomática en el sentido freudiano de esta denominación.
III. APÉNDICE. LA NEUTRALIDAD Y EL ENCUADRE INTERNO DEL ANALISTA
En circunstancias en que el encuadre es alterado por distintos motivos y la neutralidad a su vez, en algunos de sus aspectos resulta imposible de mantener, hecho que, por ejemplo, suele suceder con los casos límite así como en situaciones límites del tratamiento, acude a nuestro auxilio la noción de encuadre interno. Esta se instaló con fuerza en los años ’90 en el mundo psicoanalítico y obedecería, al parecer, tanto al predominio de trastornos no neuróticos como al gradual e inevitable desarme del encuadre clásico, sobre todo en lo concerniente a la frecuencia de las sesiones. La denominación alude a algo abstracto, subjetivo, que alberga el analista en su mente; un equipamiento interno con el que debe contar y que se puede preservar y mantener incólume, a diferencia de los cambios externos, para, entre otras cosas, poder situarse precisamente frente a los trastocamientos en el encuadre externo y sostener un pensamiento psicoanalítico acerca de estos. Los autores que lo mencionan lo vinculan con el análisis personal del analista, su contratrasferencia, su experiencia clínica, su esquema referencial, sus supervisiones. El concepto remite, pues, a aspectos esenciales de la condición de psicoanalista, qué duda cabe, aunque implícitos en nuestra práctica; por lo tanto, en el fondo y según mi criterio, no se trata de una idea especialmente novedosa, aunque sí lo es su denominación, que me parece un acierto; resulta sugerente, en la medida en que dirige nuestra atención hacia lo intrapsíquico del analista, frente a la noción de encuadre propiamente dicho, que se refiere a las condiciones externas y objetivas en que se desarrolla el proceso terapéutico.
En una definición de andar por casa, diría que lo que se ha dado en llamar encuadre interno del analista no es otra cosa que el equipo interno del que está dotado y que se compone de las experiencias, reflexiones y conocimientos provenientes de su vida profesional y personal. A este equipamiento habrá de recurrir en diversas circunstancias durante su labor terapéutica, en especial “para saber dónde está parado” cuando estuviera a punto de perder la brújula psicoanalítica en tanto el encuadre externo no fuera el habitual, sea por atípico o por inadecuado, o porque sobre la marcha se ha visto sensiblemente alterado o aun transgredido por el paciente.
Green se ha referido al concepto de encuadre interno en más de una ocasión (Green, 2000; 2011; Green y Urribarri, 2012), destacando en este el análisis del analista y la experiencia con sus pacientes y vinculándolo con lo que él denomina “procesos terciarios”.
Una muy querida colega y amiga personal, Alcira Mariam Alizade, lamentablemente fallecida hace poco tiempo, figura entre los autores que más –y mejor, en mi opinión- se ocuparon del tema (Alizade, 1996; 1999; 2002; 2002 a; 2009[5]).
Mariam -como la llamábamos quienes fuimos sus amigos- subrayó entre los componentes del encuadre interno “el desarrollo de la capacidad de empatía, la permeabilidad del analista a su propio inconsciente y al del paciente, la trasmisión e interacción entre inconscientes, el despliegue de la creatividad en el arte de curar”, así como “la escucha con el ‘tercer oído’ ” (Alizade, 2009).
En relación con esto último y en aportaciones previas, la autora había citado también a) la atención flotante del analista, que “ […] capta las formaciones del inconsciente” (Alizade, 1999) y que, recordemos, forma de hecho parte de la neutralidad analítica (Braier, 1987), así como b) la abstinencia, a la que también Alizade le otorga un sitio importante en el encuadre interno (Alizade, 2002 a) y que se halla asimismo ligada a la neutralidad (Braier, 1987).
El encuadre interno es “lo que hay que tener” para ser un buen analista (Alizade, 1999). Se logra a través de la construcción paulatina de “[…] un basamento teórico-vivencial sobre el cual se instala una suerte de espontaneidad libremente flotante, imprescindible para batallar con los múltiples obstáculos de la cura” (Alizade, 2009). Es, dice también la autora, “[…] la organización psíquica del analista en acto”, destacando el valor del análisis, el autoanálisis y el reanálisis del analista (Alizade, 1999). Señala asimismo que es frecuente que analistas principiantes se aferren a un encuadre externo petrificado, en aras de una supuesta ortodoxia (Alizade, 2009). Yo agregaría que esto no solo sucede porque ellos recién están construyendo su propio encuadre interno sino también porque, dada la carencia de este, suelen experimentar ante los pacientes ansiedades de naturaleza fóbica e intentan refugiarse en el encuadre externo como si se tratase de una construcción protectora, que funcionaría entonces como una defensa fóbico-obsesiva.
Alizade (2009) es partidaria de lo que Goldberg (2001) llama un reencuadre constante. Llegados a este punto, recuerdo que fue Green quien decía que el encuadre puede ser la castración del analista, entendiendo esto como un sometimiento a las reglas de un encuadre rígido, que acaba limitando o hasta anulando la libertad y la capacidad creativa del analista para pensar y actuar. Dicha capacidad es vinculada por Alizade especialmente con la de asociación libre del analista (Alizade, 1999), que se trasunta, nos dice, en libertad creadora, no obturada por frenos o inhibiciones de carácter superyoico.
Desde mi punto de vista y en lo que concierne expresamente al esquema referencial, importan en especial los paradigmas teóricos, clínicos y técnicos que cada cual va incorporando en su andadura profesional. En mi caso personal y con el correr de los años, al enfoque proporcionado por el complejo de Edipo y bajo la influencia de distintos autores, se han ido agregando otros paradigmas centrales. Todos ellos han marcado un antes y un después en mis posibilidades de una mejor comprensión y tratamiento de mis pacientes y algunos han sido además el punto de partida de desarrollos teóricos personales. Entre estos paradigmas, he de citar el narcisismo primitivo y el trauma precoz y básico, que en rigor parten de los desarrollos freudianos (Freud, 1914; 1920; 1926 [1925]; 1939 [1934-38]; Garma, 1940; Green, 1983; C. y S. Botella, 1997; Marucco, 1999; Braier, 2009) con su perduración e incidencia en el funcionamiento del aparato psíquico, iluminando el terreno de la patología narcisista; en conexión con el trauma psíquico, la génesis traumática de los sueños (Garma, 1940) y del funcionamiento psíquico en general (C. y S. Botella, 1997; Braier, 2009). A ellos se le suman el filicidio (A. y M. Rascovsky, 1967; A. Rascovsky, 1981) y el complejo fraterno (Brusset, 1985; Kancyper, 1995), íntimamente vinculados con el Edipo (aunque el complejo fraterno posee también una dimensión específica), y en el que el filicidio introduce una nueva perspectiva, que no se contradice con la freudiana del conflicto edípico, sino que la complementa y enriquece.
Al adentrarme en los contenidos de estos paradigmas, todos ellos llegaron a significar para mí verdaderos hallazgos, que fui adoptando y que enriquecieron de forma notable mi comprensión de las distintas problemáticas.
Recientemente he experimentado una valoración especial de la última teoría pulsional freudiana (Freud, 1920; 1924; 1930 [1929]), que me motivó para elaborar mi lectura personal de la hipótesis acerca de la pulsión de muerte (Braier, 2012), otro referente de fundamental importancia. Algo similar me sucedió con la noción de nachträglichkeit o après -coup. (Freud, 1950 [1895]; 1918 [1914]; Lacan, 1953; Laplanche (1992; Laplanche y Pontalis, 1968; 1985 [1964]; Braier, 2009). También acerca del decisivo papel de los procesos identificatorios y des-identificatorios en la estructuración normal y patológica del psiquismo, así como de su lugar en la cura analítica, habría mucho que decir aún.
Además, a los modelos teóricos de la primera y la segunda tópica he sumado el de una tercera, de raigambre freudiana y propuesta por autores postfreudianos (Marucco, 1978; R. Zukerfeld y R. Zonis de Zukerfeld, 1990), que tiene, entre otras cosas, la particularidad y la ventaja de incluir la subestructura narcisista -que perdura en todo sujeto- junto a la edípica.
En el terreno estrictamente técnico no puedo dejar de mencionar la decisiva importancia que en mi marco referencial han tenido los imprescindibles aportes de Racker (1948; 1953) en la comprensión de la contratrasferencia.
** Sobre el Autor: Eduardo Braier es médico. Psicoanalista. Miembro de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Autor de diversos artículos y de los libros: Psicoterapia breve de orientación psicoanalítica. Nueva Visión, 1981; Psicoanálisis. Tabúes en teoría de la técnica. Nueva Visión, 1990; Coautor y compilador del libro: Gemelos. Narcisismo y dobles. Paidós, 2000. Hacer Camino con Freud, Lugar Editorial. 2009. (Ver En Clave Psicoanalítica Nº 3). Dirección: Salvador Espriu, 69/71. 6º 2ª. 08005 Barcelona. T. E. 93 2213094.// eabraier@telefonica.net
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* La primera parte de este trabajo, titulada “La neutralidad analítica. Su lugar e implicancias en la teoría de la técnica”, ha sido publicada en el número anterior de esta revista. (En Clave Psicoanalítica, Nº 8, 2015. AECPNA. Madrid).
* Psiquiatra y psicoanalista. Miembro pleno de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Miembro de Gradiva Associació d’Estudis Psicoanalítics (Barcelona). Docente de iPsi Formació Psicoanalítica (Barcelona).
[1] Hoy sabemos que, más allá de esta fallida propuesta de Ferenczi, este realizó valiosas e innovadoras aportaciones a la teoría de la técnica, especialmente en el tratamiento de casos difíciles y graves, las que constituyen un precedente obligado de las que luego efectuarían autores tales como Balint, Natch, Winnicott o Bion (sólo por nombrar a algunos de los más notables) y que no pocas veces suponen un cierto apartamiento de la neutralidad analítica.
[2] Se refiere al método de Alexander y al de Ferenczi, respectivamente. Con este último coincidieron en el tiempo además las propuestas de Rank para abreviar la duración de la cura.
[3] Alude al analista.
[4] El propio Freud nos habla en varias ocasiones a lo largo de su obra de la necesidad de que el analista logre aliarse con el yo del analizando para lograr los objetivos terapéuticos. (Véase por ejemplo Freud, 1937). En el reciente Congreso Nacional de Psicoterapia organizado por la FEAP (Barcelona, 20, 21 y 22 de noviembre de 2014) hubo unanimidad entre los representantes de las diferentes líneas teóricas, tanto psicoanalíticas como no psicoanalíticas, en cuanto a considerar a la alianza terapéutica el factor común existente en las distintas técnicas, en su carácter de requisito fundamental como condición de eficacia terapéutica. Con esta denominación generalizada (alianza terapéutica) se hizo allí mención al establecimiento y mantenimiento de una relación favorable entre paciente y terapeuta, entendida como una construcción conjunta de ambos y más allá de las connotaciones e hipótesis específicas que el concepto entraña para analistas de la escuela americana (a partir de los aportes de autores como Greenson y Zetzel, por ejemplo, que emplearon esta denominación y formularon distintas teorías sobre dicho concepto).
[5] J. L Donnet (1973) parece ser el primero en haberse referido a esta noción. Alizade escribió un trabajo inédito, “El encuadre interno”, que data de 1982, por lo tanto igualmente muy anterior a otras contribuciones, tanto propias como ajenas. Ello la convierte, junto a Donnet, en una de las pioneras del concepto y de su denominación. Recuerdo haberla escuchado personalmente exponer sus ideas al respecto en el primer encuentro conjunto de la Sociedad Psicoanalítica de París con la Asociación Psicoanalítica Argentina, celebrado en París en 2002.
Revista nº 9
Artículo 1
Fecha de publicación: MARZO 2016