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La furia como llamada. Leo, la contención y el límite

A veces, en el trabajo con niños la situación clínica se vuelve física: el cuerpo aparece antes que la palabra y la acción reemplaza al pensamiento. Son momentos en los que el analista – amparado por el encuadre – debe sostener no solo al niño, sino también al sentido mismo del encuentro. Este relato clínico surge de una de esas experiencias en las que el cuerpo, el límite y la palabra se entrelazan, y al hacerlo abren la posibilidad de concebir la contención como un acto propiciatorio del pensamiento compartido; y a la función analítica como aquella capaz de transformar la destrucción en comprensión, convirtiendo un grito sordo en un llamado que necesitaba ser oído.

Leo tiene ocho años. En el colegio dicen que es un niño imposible: impulsivo, agresivo, imprevisible. Se pelea casi a diario, no tolera las reglas ni la autoridad, y vive en un enfrentamiento constante con sus compañeros. El diagnóstico que lo acompaña es de trastorno oposicionista desafiante. Pero en cuanto lo conozco, entiendo que esa etiqueta – además de inútil – apenas roza la superficie porque detrás de su furia hay una historia que necesita ser contada. Una historia marcada por la desprotección, la negligencia y el abandono. Ha sido adoptado a los tres años tras una infancia atravesada por el desamparo. En una de las primeras entrevistas, su madre (adoptiva) me cuenta preocupada que, cuando Leo se enferma, se encierra en sí mismo. No deja que nadie lo toque, no acepta consuelo ni presencia, prefiere pasar solo fiebres o enfermedades antes que soportar la sensación de tener que ser cuidado y necesitar de alguien. Eso, dice, le preocupa más que la impulsividad.

En la primera entrevista que tengo con él, Leo parece empeñado en probar cada límite. Me provoca, me desafía, lanza juguetes, amenaza con irse, me insulta. Todo su cuerpo parece gritar “no te acerques”. Cada gesto suyo lleva una carga de desafío y de miedo, como si quisiera comprobar si yo también acabaré abandonándolo. Le hablo de su enfado, de su rabia, de su furia, de su desconfianza; pero su actitud no solo no cambia, sino que lo enfurece aún más. La tensión, por momentos, es insoportable. La consulta parece un campo de batalla: juguetes por el suelo, papeles rotos… Leo respira con dificultad; su cuerpo vibra de rabia. Me acerco despacio, procurando que mi voz llegue antes que mi gesto, porque hace apenas unos segundos intentó golpearme. Fue un instante vertiginoso: tuve que sujetarlo por los hombros, con firmeza. Sentí el temblor de su cuerpo, la fuerza de su lucha. Le dije, intentando mantener una calma que también a mí me costaba: —“Aquí dentro tengo que cuidar de ti, de ti y de mí, para que ninguno de los dos salga herido. Por eso te estoy sujetando”. Durante unos segundos todo siguió igual. Su cuerpo era pura tensión, un nudo de miedo y rabia. Luego, la rigidez cedió, sus músculos se aflojaron y, de pronto, sobrevino un silencio tenso, inesperado. Lo solté. Con una voz que apenas era un hilo, Leo me preguntó: “¿porqué?”. No contesté enseguida. Lo miré, intentando dejar espacio a lo que por fin podía decir: “Para cuidarte”, le dije. Y por primera vez, Leo me miró a los ojos. En ese momento vi al niño pequeño escondido detrás de su ira: el que tuvo que aprender a cuidarse solo, a parecer fuerte porque no había nadie. Le hablé de él, de ese niño pequeño y asustado, le hablé de la soledad que habrá vivido, del miedo que disfraza de pelea para que nadie lo vea, de la forma en que su furia protege el vacío que deja el desamparo. Leo me escuchó sin decir nada más. Se quedó mirando al suelo, con los brazos caídos, como si la fuerza se le hubiera escapado. Su silencio era agotamiento. Sentí que, posiblemente, por primera vez, ya no necesitaba pelear para hacerse oír. Me dieron ganas de abrazarlo, de acogerlo, de hacerle sentir que estaba aquí. Pero todo había sido demasiado intenso. Pensé: por hoy, es suficiente. Tampoco yo podía decir nada más.

Ya era casi la hora. Empecé a recoger despacio, todavía con el pulso agitado. Él me miró un instante y, sin decir nada, comenzó a recoger conmigo, cerca mío.  Era un modo callado de estar juntos. No dijimos nada más. Al acompañarlo a la puerta, lo invito a vernos en un próximo encuentro, cabizbajo me dice: “Vale.”  Y nos despedimos.

Al cerrar la puerta, pienso en lo que Winnicott llamó la tendencia antisocial: esa forma de esperanza en la que el niño, al atacar, pone a prueba la supervivencia del objeto. No busca destruirlo, sino comprobar si el otro puede resistir. También es un reclamo que busca que se haga lugar a lo impulsivo, como un intento a que el ambiente remedie aquello que fue dañado.  Aquella tarde, su violencia fue interpretada como pregunta: “¿Vas a seguir aquí después de esto? ¿Vas a sobrevivir a mi odio?”. Pensé entonces que su furia había sido, en realidad, una forma de llamar; un S.O.S. que Leo lanzaba al espacio, a la espera de saber si alguien podía oírlo y acudir en su ayuda, sin huir y sin abandonarlo.

Leo necesitaba ser contenido —literal y simbólicamente—. Contener se convierte en una intervención analítica: una manera de darle sentido a un acto, de convertir la pura descarga motriz en una experiencia compartida. Donde antes solo había un cuerpo amenazado, pudo comenzar a emerger un cuerpo significado. En esa situación, la contención deja de ser una técnica y se convierte en una posición: permite sostener sin quedar aniquilado, permite pensar en medio de la batalla, permite mantenernos presente cuando el otro aún no puede. Winnicott decía que el analista debe sobrevivir a la destructividad del paciente. Esa tarde comprobé algo de ese enunciado: sobrevivir es seguir estando dentro de un vínculo, es no rehuir el ataque ni replegarse tras el miedo. En ese “seguir estando” confío en que Leo haya podido experimentar —quizá por primera vez— que su cuerpo puede ser cuidado sin dejar de ser suyo, y que la violencia puede ser leída como una forma de búsqueda.


Una reflexión

A partir de esta escena podemos pensar que contener no es calmar ni dominar. Es estar presente cuando el otro se desorganiza, sosteniendo el peso de su emoción sin apresurarnos a corregirla. Contener es pensar cuando el niño no puede hacerlo; es prestar la mente y el cuerpo para que el vínculo no se pierda, para que el encuentro no se desmorone y para que algo del sentido pueda mantenerse. En esos momentos tan intensos, la intervención no consiste en frenar el acto, sino en leerlo: en buscar en la descarga motriz el mensaje que no encuentra palabras. A. Salomovitz dice que, en esos casos, la función del analista es apalabrar al dolor, es decir, poner palabras al sufrimiento del paciente. El analista debe buscar darle sentido a aquello que el niño no puede comprender, ofreciendo una traducción posible al caos emocional que lo habita. No se trataría de instaurar una represión de la agresividad ni de imponer orden. No estoy pensando, en Leo, en fallos en la estructuración psíquica que requiera instaurar una Ley edípica fallida, sino en crear condiciones para que el acto se transforme en pensamiento. Contener implica soportar la violencia sin responder retaliativamente, sin contra-atacar, sin retirarse ni ceder al miedo. Significa mantenerse como objeto vivo para poder propiciar un vínculo, implica ser capaz de seguir pensando incluso bajo el impacto. Intervenir, entonces, es sostener la tensión sin desvanecerse, poner palabras para que el niño descubra que su acción puede tener significado. Es invitarlo a pensarse a través del otro, a transformar la fuerza del ataque en una primera forma de comunicación. Solo así la contención deja de ser control para convertirse en un acto clínico de reconocimiento, donde el niño puede sentir que su rabia no lo destruye ni destruye al otro, que puede ser comprendida, y que dentro de ese lazo que empieza a tejerse, algo de su subjetividad puede comenzar a tomar forma.

Gabriel Ianni: Psicoanalista. Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Especialista en niños y adolescentes acreditado por IPA. Presidente y docente de AECPNA.

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