Silvia Tubert*
Con el fin de estudiar la subjetivación del cuerpo en la adolescencia, realicé una investigación en un instituto madrileño, hace algunos años, con un grupo de 14 a 16 años. Para ello, aunque no se tratara de una situación clínica, era necesario prestar una escucha psicoanalítica a su discurso. El grupo estaba integrado por doce varones y doce mujeres, con los que tuve una serie de encuentros, en las horas de tutorías.
Para poder recoger el discurso de todos, les sugerí que escribieran sobre estos temas, puesto que en las reuniones grupales, como es natural, intervenían sólo unos pocos. Por un lado, las redacciones se utilizaron como punto de partida para la discusión grupal. Por otro, puesto que no se trata de una situación clínica en la que se pueda profundizar en la singularidad de cada sujeto, el material proporcionado por esos sujetos singulares permite alcanzar algunas generalizaciones, algo así como un “discurso colectivo”. Aunque escribieron también sobre la sexualidad y la diferencia entre los sexos, en este texto me referiré sólo al discurso sobre el cuerpo.
Puede parecer injustificada la propuesta de redactar unos textos independientes sobre cuestiones que, en realidad, se entrecruzan y se superponen, como sucede en el caso del cuerpo, la sexualidad y la diferencia entre los sexos. De hecho, muchos de los sujetos hicieron referencia a la sexualidad o a la menstruación al escribir acerca del cuerpo, o a la imagen corporal al considerar la relación con el otro sexo. Es evidente que tal separación sólo puede fundarse en la distinción conceptual entre corporalidad, sexualidad y sexuación, que intentaré dilucidar a continuación, con el objeto de explicitar el marco de referencia teórico desde el que leeremos los textos.
Utilizo el término corporalidad, en lugar de referirme directamente al cuerpo, para marcar la diferencia existente entre el cuerpo real y los efectos que produce en el sujeto humano el hecho de estar encarnado en un organismo viviente, o los efectos que la subjetivación del cuerpo produce en él.
En realidad, podemos decir poco o nada del cuerpo real, puesto que todo conocimiento acerca del mismo (ya sea de carácter anatómico, fisiológico o psicológico) es una construcción teórica: el acceso a nuestro propio cuerpo no es nunca inmediato, sino que nuestra experiencia está mediada por un universo de representaciones, imágenes y símbolos que articulan la historia personal de cada sujeto con el acervo cultural de la sociedad a la que pertenece. El discurso biológico sobre el cuerpo es tan construido como cualquier otro; no es un mero reflejo de la realidad a la que intenta describir y comprender, sino que organiza para nosotros esa misma realidad y, por lo tanto, carece de una relación privilegiada con su existencia y su funcionamiento, más “verdadera” que la que podrían tener con ellos la antropología, la psicología o la historia. El cuerpo como cosa-en-sí es incognoscible y pone un límite a todo discurrir, un límite que podríamos asimilar al que Freud encuentra en el análisis de un sueño: las cadenas asociativas se detienen en un momento dado, en el punto denso y opaco en el que los pensamientos del sueño se vinculan, a través de algo comparable a un cordón umbilical, con lo desconocido. Es decir, con lo real, con los aspectos pre o paraverbales de la experiencia.
La antropología ha puesto de manifiesto que cada cultura, cada grupo, cada clase social elabora determinados discursos sobre el cuerpo, que cobran sentido en un orden simbólico, que están orientadas por ciertos valores éticos y estéticos y atravesadas por unas particulares relaciones de poder. En consecuencia, el cuerpo es el lugar donde se produce la compleja y multiforme intersección entre los procesos vitales y los discursos, intersección cuyas diferentes modalidades dan lugar a distintas imágenes del cuerpo que son otras tantas imágenes del mundo. (Feher, Nadaf y Tazi, Fragmentos para una historia del cuerpo humano) Esta perspectiva presupone, evidentemente, una problematización de nuestra propia concepción acerca del cuerpo. No podemos aceptar, en lo que respecta al ser humano, la existencia de un cuerpo natural prediscursivo, cuyo funcionamiento estaría garantizado por las leyes de la biología y sobre el que la cultura habría de imponer, en un segundo momento, sus marcas.
El cuerpo humano no tiene un estatuto ontológico independiente de los sistemas de símbolos que dan cuenta de él, entre los que el lenguaje ocupa un lugar fundamental. Si bien somos organismos vivientes, la experiencia de nuestro cuerpo nos diferencia del resto del reino animal porque en ese cuerpo se encarna un sujeto hablante, que se constituye y adquiere su significación como ser humano en el seno de la cultura. Pero esto no justifica, de ningún modo, que expurguemos al cuerpo de su dimensión real, reduciendo su existencia a un hecho exclusivamente discursivo.
Esto significaría caer en el otro extremo epistemológico, es decir, en el supuesto constructivista que acabaría por desconocer el estatuto real del cuerpo para convertirlo en un mero significante o efecto del lenguaje.
Nos enfrentamos, en esta cuestión, con una verdadera aporía: por un lado el cuerpo está ahí, existe como organismo, se sitúa en la dimensión de lo real y, como tal, escapa necesariamente a toda definición concluyente puesto que en tanto real, carece de sentido, hasta tanto alguien proceda a asignárselo. Sin embargo, no podemos acceder a él como dato natural de manera directa e inmediata; la única posibilidad de definirlo o de hallarle (o atribuirle) un sentido implica situarlo en el plano de la representación, que le es ajeno. Es decir, aquello que nos constituye como sujetos deseantes –el acceso a lo simbólico- nos aliena, al mismo tiempo, de nuestra naturaleza originaria.
Desde esta perspectiva, el estudio de la corporalidad entendida como experiencia compleja y subjetiva del cuerpo, requiere la consideración de diversos registros articulados entre sí:
Por un lado, encontramos un sistema de categorías y representaciones del cuerpo que forma parte de un contexto social, político e ideológico, delimitado geográfica e históricamente. Ese sistema de referentes simbólicos e imaginario colectivo, se materializa en un cuerpo real, sede de la necesidad, del placer y del dolor, dotado de unas posibilidades y limitaciones. En el punto de intersección de estos dos registros emerge la singularidad del sujeto, en lo que respecta a sus deseos, pulsiones, fantasma, sentimientos y formas de percibir y organizar las representaciones, tanto de sí mismo como del otro y del mundo circundante. La potencialidad erógena de este cuerpo, su dimensión pulsional, constituye la fuerza energética que sostiene su propio funcionamiento, y la relación del sujeto con sus objetos. Por otra parte, inerva todo discurso posible sobre el cuerpo.
La experiencia del cuerpo se sitúa así en la encrucijada de la pura necesidad (Ananké), es decir, las exigencias y límites de nuestra naturaleza animal, monosexuada y mortal, con lo simbólico, es decir, las representaciones y discursos (Logos). Por eso, nuestro cuerpo se nos presenta, en tanto sujetos deseantes, como una opacidad, como fuente de sensaciones que, necesariamente, se transmutan al entrar en las categorías lingüísticas reteniendo de su origen el carácter de un enigma.
Así, el nacimiento, la reproducción sexuada, con el correlato de la diferencia anatómica entre los sexos y la muerte son, a un tiempo, las trazas de nuestra pertenencia al reino de la naturaleza y de nuestro carácter de animal simbólico condenado a cuestionar y a buscar un sentido a todos esos hechos. El ser humano se constituye como sujeto en tanto puede articular un deseo cuya satisfacción se ha tornado imposible; en tanto es capaz de sostener ininterrumpidamente un conjunto de interrogantes que carecen de respuesta, como todos los interrogantes que se refieren a los orígenes y a la cuestión del sentido de la vida, de la sexualidad, de la muerte.
Es posible definir a la adolescencia como el momento crucial en que el sujeto se enfrenta a esta problemática.
Al referirse a este momento de la vida Freud denomina “metamorfosis de la pubertad” a un cambio cualitativo que comprende una nueva organización de la sexualidad suscitada por la maduración genital (subordinación de las pulsiones parciales pregenitales a la primacía genital), la reedición del complejo de Edipo y su definitiva y radical prohibición cultural (tabú del incesto), lo que exige el desprendimiento de los objetos originarios y el hallazgo de nuevos objetos eróticos. Esto significa que la problemática de la sexualidad en la adolescencia se enlaza, por un lado, con las transformaciones en la corporalidad (también, obviamente, con las transformaciones del cuerpo, pero de eso se ocupa la biología) y, por otro, con la sexuación como asunción de una posición deseante en el marco de la diferencia entre los sexos.
Desde esta perspectiva abordaré el discurso de los adolescentes acerca del cuerpo, intentando enunciar algunas generalizaciones que ejemplificaré con citas de los escritos recogidos.
La experiencia corporal ante la metamorfosis de la pubertad
La metamorfosis corporal propia de la pubertad desempeña un papel importantísimo en la subjetividad adolescente. Las transformaciones en el ámbito de la sexualidad, relacionadas con los cambios corporales, les imponen el reconocimiento de la diferencia entre los sexos y la necesidad de desprenderse de los objetos originarios para aproximarse a nuevos objetos eróticos. Ante la inquietud que esta transformación suscita se desarrollan distintas estrategias para enfrentarse con eso enigmático y desconocido que ha aparecido en uno mismo. Los adolescentes de ambos sexos se enfrentan, en realidad, con un doble enigma: el del cuerpo en su dimensión real, material, como anclaje en la vida, y el de su valor como significante del sujeto, de su propio deseo que lo interpela.
Así, Francisco escribe: “Mi cuerpo soy yo. Es normal como el de todos con un tronco, dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc. Soy normal y así me veo. Puede que tenga defectos pero estoy seguro de que también virtudes. En cuanto a la belleza yo no me considero un chico guapo pero tampoco me importa ni me creo el más feo. Mi cuerpo soy yo y como tal yo lo manejo y lo siento, etc. Es como un instrumento, el objeto con lo que hago todo pero también lo siento ya puede ser para dolor o como tacto. Por fuera soy moreno y bajo. Pero por dentro soy normal”.
El comienzo es toda una toma de posición: “Mi cuerpo soy yo”. La identificación del sujeto con su cuerpo permite eliminar imaginariamente aquello que desconoce, que se sitúa por fuera de los límites de su yo consciente. Pero ¿qué sucede si invertimos la frase? Si permutamos el sujeto y el objeto tendremos: “Yo soy mi cuerpo”, lo que le exigiría al joven reconocerse en esa materialidad que puede ser fuente de angustia: debe reconocerse en eso que no comprende, que no controla. El intento de situar la corporalidad dentro de las fronteras del yo se encuentra amenazado por el retorno de lo reprimido: lo que se siente, lo que no entra en la enumeración de partes del cuerpo ni se agota en la imagen regulada por criterios estéticos. Esta dualidad queda explicitada más adelante: “Mi cuerpo soy yo y como tal yo lo manejo”, es decir, se lo considera como un “objeto”, “un instrumento”.
Este carácter instrumental del cuerpo (que deriva de la afirmación “mi cuerpo soy yo”) es una defensa que lo protege de la incertidumbre derivada de la perspectiva opuesta (“Yo soy mi cuerpo”). En efecto, si yo soy mi cuerpo, no sólo tengo la capacidad de manejarlo, sino que estoy expuesto a experimentar sensaciones y exigencias pulsionales. Al llegar a este punto, podemos observar que el autor no encuentra palabras, tiene que recurrir a la neutralidad y ambigüedad del “etc.”, puesto que lo que siente “puede ser para dolor o como tacto”. Aquí observamos nuevamente los efectos de la represión: es probable que “tacto” sea una formación sustitutiva de “placer”, puesto que en el acervo lingüístico está registrada la antítesis displacer (o dolor) y placer, de modo que cada uno de los términos evoca al otro. Pero la evocación del placer corporal parece peligrosa y ha sido sustituida por “tacto”, que encubre pero al mismo tiempo remite al placer de tocar.
En una gran parte de los textos, sobre todo entre los escritos por varones, se aprecia cómo se recurre a la instrumentalización del cuerpo para neutralizar una corporalidad teñida de dolor y de placer, para dar cuenta de la cual las palabras fallan.
Pero hay otra dimensión que atraviesa este escrito: lo que el sujeto experimenta en su cuerpo ha de ser encuadrado en determinadas coordenadas socioculturales. Si la corporalidad impone un límite al dominio del yo, este ya no puede sostenerse como ideal y, para restaurar esta herida narcisista (la pérdida de la omnipotencia) necesita configurar un nuevo ideal en función de ciertos modelos que se le ofrecen. De ahí la preocupación por la normalidad que, como nos muestra la clínica, tiene un carácter universal en la adolescencia.
En un sentido, la imagen del cuerpo puede ser tranquilizadora, en tanto la normalidad se puede definir como tener “un tronco, dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc…”. Hay un primer reconocimiento que sitúa al sujeto, efectivamente, como miembro de la especie, igual a todos sus congéneres.
Sin embargo, el ideal del yo incluye, necesariamente, una dimensión estética (el autor habla de ser guapo o feo) y también ética (se refiere igualmente a defectos y virtudes). Y puesto que la imagen, en este aspecto, no lo satisface, recurre a la disociación que es una de las defensas características de la adolescencia. En este caso, la división consiste en contraponer el exterior y el interior del sujeto, haciendo coincidir el cuerpo con lo exterior al yo: “Por fuera soy moreno y bajo. Pero por dentro soy normal”. Parece decirnos que cuando el cuerpo, o la imagen que se tiene del mismo, falla o decepciona porque no coincide con el ideal, es necesario situar el ideal en otro espacio. Es decir, si el cuerpo proporciona una imagen tranquilizadora de normalidad, el yo se identifica con él, pero en cuanto inquieta porque no responde al ideal (estético, en este caso), el sujeto parece desprenderse de él como si se tratara de una cáscara, para buscar refugio en su mundo interno.
Esta concepción instrumental del propio cuerpo, que intenta definirlo como un organismo-máquina del que se puede disponer a voluntad y cuyo control corresponde, lógicamente, a la cabeza, es más frecuente, como decía, entre los adolescentes de sexo masculino. Santiago escribe: “¿Qué es mi cuerpo? Lo que utilizo para hacer todo, por ejemplo, las manos para escribir, pies y piernas para correr y andar, los ojos para ver, boca para comer y hablar y así a cada parte de mi cuerpo le puedo dar una misión que solamente él o ella puede realizar. Lo más importante de mi cuerpo es la cabeza, pienso yo, ya que de ella parten todas las órdenes para que cada parte de las anteriormente citadas pudiera realizar su función y alguna no citada. Es como si dijéramos que es el motor de una máquina que en su interior es casi perfecta”. (Las bastardillas son mías.)
Sin embargo, la personificación de las partes de este cuerpo-máquina (el autor de este texto las designa con los pronombres personales él o ella) revela la peligrosa autonomía que aquellas podrían asumir, del mismo modo que la alusión a algunas no citadas pone de manifiesto la dificultad para nombrar aquello que no encaja fácilmente en la descripción objetiva y positivista del organismo.
En esta etapa se toma plena consciencia de que el cuerpo presenta diversos aspectos que no se pueden controlar ni elegir y que, por lo tanto, amenazan peligrosamente la auto-representación narcisista que los jóvenes de ambos sexos han sostenido durante su infancia y que entra en crisis a partir de la pubertad.
Tales aspectos de la experiencia corporal comprenden, básicamente: el crecimiento; algunos rasgos físicos percibidos como “defectos”; la enfermedad, el envejecimiento y la mortalidad; el carácter imprevisible de ciertas reacciones corporales, especialmente las referentes a la sexualidad; y la preocupación por el desconocimiento de lo que está sucediendo en el cuerpo (el enfrentamiento con su “opacidad”).
El crecimiento del cuerpo
La adolescencia, a diferencia de la infancia, se caracteriza por la aceleración del ritmo del crecimiento y porque incluye cambios no sólo cuantitativos (como el aumento de la talla) sino también cualitativos (como la aparición de los caracteres sexuales secundarios). Es fácil observar el desconcierto y la inquietud generados por el hecho de que el cuerpo no crece de la manera esperada en función de la experiencia previa, ni tampoco de acuerdo con los modelos ideales de cada uno, de modo que produce una impresión de descontrol. Asimismo, los jóvenes tienen una sensación de extrañeza porque la imagen de sí -cuya modificación va a la zaga del cuerpo que crece- ya no coincide con aquella que refleja el espejo ni con la que les devuelve la mirada de los otros. Para algunos el crecimiento es excesivo, como en el caso de una niña de 13 años que pregunta angustiada al médico: “¿Hasta dónde voy a llegar?” Para otros, en cambio, es insuficiente, como en el caso de Javier:”Aunque tengo un cuerpo del que no me puedo quejar, no estoy de acuerdo con él, porque gracias a mi metabolismo no puedo desarrollar mi cuerpo todo lo que quisiera”. Y Luis, de la misma edad, afirma: “Yo veo que mi cuerpo crece poco, pero esto no es lo que me dicen esas agradables visitas que, aunque no me hayan visto en la vida, comentan que estoy más alto que el año pasado.”
Para las adolescentes, lo más notable del crecimiento no se refiere al aumento de talla o de fuerza, como sucede en el caso de los varones, sino que aparece caracterizado como cambio o transformación radical del cuerpo, en un sentido más cualitativo que cuantitativo. Así, dice Elena:”Según van pasando los años el cuerpo se va formando y moldeando“. Y Rosa: “Mi cuerpo ha cambiado y ha ido evolucionando muchísimo desde que nací hasta mis quince años. Desde que era un bebé he tenido el mismo cuerpo con los mismos órganos y partes, pero según iba creciendo iba tomando más forma de cuerpo”.
Estas palabras no nos hablan sólo de un crecimiento lineal, sino que dan cuenta de una verdadera ruptura (“no esto y de acuerdo con él”), de un choque entre la imagen corporal elaborada a lo largo de la historia previa y las nuevas experiencias, que ponen fin a la vivencia armónica del cuerpo habitual en la infancia. Carson McCullers, en la novela de iniciación Frankie y la boda, describe magistralmente la entrada en la pubertad de una niña, y expresa con precisión aquella ruptura: “De pie ante el espejo, tenía miedo. Aquel verano para Frankie era el verano del miedo, y había un miedo que se podía calcular aritméticamente, con un lápiz y un papel, encima de una mesa. (…) El año anterior había crecido cuatro pulgadas, o por lo menos así le parecía a ella. (…) Y los comentarios de las personas mayores la hacían estremecerse hasta los talones. Si había de seguir creciendo hasta los dieciocho años, todavía le quedaban cinco años y un sexto por delante. De modo que, de acuerdo con las matemáticas y a menos que de algún modo pudiera detenerse, llegaría a rebasar los nueve pies de estatura. ¿Y qué puede hacer una mujer de más de nueve pies? Sería un fenómeno.” Un fenómeno como los que ha visto en las ferias: el gigante, la mujer gorda, el enanito, el negro feroz, la cabeza de alfiler, el niño caimán y el hombre-mujer.
Rasgos o defectos físicos
“Los defectos en el cuerpo, yo creo que es motivo de muchas de las preocupaciones de la juventud”, afirma Ester, y Luis: “Pienso que el rasgo principal de mi anatomía es, aunque mis compañeros piensen lo contrario, esa pequeña gordura que hace que a veces tengas complejos de ti mismo”.
La gordura como principal defecto o fuente de insatisfacción consigo mismo es mucho más frecuente, como era de esperar, entre las niñas: “Aunque la gente dice que no, yo me veo gorda” escribe Carmen, y Nuria: “Hay veces en que me siento a gusto con mi cuerpo, y otras, en que no me veo más que michelines y defectos por todos lados. Pero yo, de lo que paso olímpicamente, es de complejos, pues nadie es perfecto, y todos (incluso la Schiffer) tenemos algún defectillo”. Como vemos, no hay herida narcisista de la que no nos podamos defender, aunque eso suponga equipararnos a “la Schiffer”.
Pero los chicos son quienes muestran una mayor preocupación por la estatura, la fuerza, la capacidad física; en algunos casos hay quejas por la miopía, como sucede con Óscar: “También soy miope y de casi siempre he tenido que llevar gafas, y de nunca me ha gustado llevarlas, además de que es una molestia, siempre alguien saca a relucir las gafas cuando se va a meter conmigo”. Las chicas, en cambio, centran su interés en los aspectos eróticos de la corporalidad, sobre todo en el plano de la imagen: hay frecuentes referencias al cuerpo como algo que se da a ver, tanto a la mirada de los otros como a la auto-observación en el espejo o en fotos, en muchos casos con una notable satisfacción narcisista en la auto-contemplación: “Lo que más me gusta de mi cuerpo quizás sean los pechos“, escribe Carmen. Y María afirma: “Ya que estoy poniendo cosas de mi cuerpo, y es anónimo, contestaré cuál es la parte de mi cuerpo que menos me gusta, las manos (son gorditas, aunque con las uñas largas se disimula bastante), y la que más de cintura para arriba“. La complacencia con la imagen del cuerpo en tanto cuerpo de mujer de la que hablan estas niñas es, precisamente, lo que echamos en falta en los casos de trastornos de la alimentación, donde los caracteres sexuales secundarios son, precisamente, lo que se rechaza.
Entre las mujeres, la tonalidad emocional que tiñe la corporalidad se manifiesta con mayor claridad y frecuencia que entre los varones. Pilar: “Dentro del cuerpo hay muchas cosas, con cada una de ellas se pueden hacer distintos ejercicios (…) Pero lo más importante de nuestro cuerpo yo creo que es el corazón, sin él no tendríamos sentimientos, y sin sentimientos nuestra vida sería muy aburrida”.
Esta mayor accesibilidad a los afectos hace que la imagen parezca menos estable y que se modifique según las oscilaciones anímicas. María: “Ni siquiera se yo como veo mi cuerpo. En algunas ocasiones estoy muy conforme, me miro al espejo y me siento muy bien, otras me siento como una gorda, culona, y otros defectos, claro tal vez esto sea normal a mi edad, o muy típico. También influye bastante en mi carácter, porque si estoy a gusto ese día es más bonito, estoy más alegre, no sé, me siento diferente, libre con todo y más a gusto”.
La enfermedad, el envejecimiento y la mortalidad
La indefensión del cuerpo ante ciertos agentes naturales y las marcas que en él va dejando el paso del tiempo determinan que la corporalidad se configure como sede de la vulnerabilidad del sujeto, como prueba de sujeción al destino biológico y a la temporalidad. Como era de esperar, esta preocupación se presenta con bastante frecuencia en las narraciones que he recogido, sin diferencias importantes entre ambos sexos. Así, Juan afirma: “Me gustaría tener este cuerpo igual a lo largo de los años y no envejecer, como todo el mundo supongo, pero claro esto no es posible, es ley de vida y todos vamos a envejecer y todos vamos a morir”. Daniel: “Me gustaría que mi cuerpo fuese perpetuo.” Marta, por su parte, expresa que “A esta edad tenemos el cuerpo ágil y casi desarrollado, pero cuando sea mayor mi cuerpo se llenará de arrugas y estará fofo”. Estas palabras ejemplifican lo que he mencionado, en el sentido de que el reconocimiento del paso del tiempo, inducido por los cambios del cuerpo, conduce al desarrollo de la angustia ante la mortalidad.
La imprevisibilidad de ciertas reacciones corporales, referidas especialmente a la sexualidad
A partir del desarrollo puberal y la maduración genital, la dimensión pulsional del cuerpo acucia al sujeto, que se encuentra desconcertado cuando descubre que la cuestión no se reduce al funcionamiento de un organismo-máquina, sino que lo compromete como persona, con sus correspondientes afectos, deseos y fantasmas, y suscita interrogantes para los que no encuentra respuestas claras y precisas Ester lo describe así: “La verdad es que el cuerpo tiene mucho de que hablar y también tiene muchos misterios. Para mí, el cuerpo, en este caso el mío, me tiene muy intrigada. Todavía no sé cuáles son mis reacciones en determinadas [sic]; pero creo que eso lo iré sabiendo poco a poco”. Se desconoce, está intrigada ante los misterios de su propio cuerpo.
David: “Mi cuerpo: Conjunto poderoso de órganos que se abren camino en la vida. Muchas veces ni yo mismo sé qué acción va a realizar cada componente. Por ello se dice que no conocemos nuestro propio cuerpo. Cada momento de mi vida es una sorpresa nueva, que me hace sentirme mejor. Desde EGB temas como el sexo han estado presentes en tertulias con profesores y especialistas, que nos previenen de muchos detalles. Ahora me doy cuenta de que es magnífico por la sencilla razón de que aconsejar nunca es malo. Puedes pensar en los consejos y cogerlos si deseas, o dejarlos. Con mis padres las conversaciones son muy ligeras sobre esto. No sé si será por el corte o por… ¡Yo qué sé!” Las bastardillas son mías y subrayan el desconocimiento, la intriga, el misterio, la sorpresa que se experimentan, aunque parezca paradójico, ante el propio cuerpo, que a primera vista podría parecernos lo más cercano a nosotros mismos y, por lo tanto, lo más conocido y previsible.
El problema es que todas las tertulias y consejos de los que habla este chico se refieren fundamentalmente, como sabemos, al funcionamiento del cuerpo en tanto organismo biológico. Por lo tanto, no bastan para dar cuenta de la vertiente subjetiva de la sexualidad, con su inexorable dimensión de desconocimiento y misterio. El último texto citado ejemplifica una secuencia que se puede apreciar en el discurso de la gran mayoría de nuestros sujetos: comienza hablando del cuerpo como “conjunto poderoso de órganos” pero se ve obligado a admitir, casi inmediatamente, su ignorancia acerca del mismo. Está claro que el cuerpo se ha tornado enigmático, desconocido, “raro”, en función de la emergencia de un nuevo lenguaje de la pulsión sexual.
El protagonista del Retrato del artista adolescente, de James Joyce, se horroriza y llora, tras su primera experiencia sexual, por “su inocencia perdida”: “¡Qué cosa tan horrible! ¿Quién formó así esa parte del cuerpo, capaz de comprender bestialmente y de desear bestialmente? ¿Eso era entonces él o era algo inhumano movido por un alma inferior?”
El cuerpo como enigma
Aquellos aspectos del cuerpo que se conocen son percibidos como “normales”. Pero lo desconocido, vinculado esencialmente a la sexualidad, emerge como una excitación que escapa al control y que exige respuestas nuevas, de modo que se lo percibe inevitablemente como anormal o extraño. Óscar lo expresa así: “Mi cuerpo, una cosa que conocemos en sus partes más normales y las reacciones que tenemos físicamente hablando. En cambio lo que realmente deberíamos saber sobre él no lo sabemos por el medio que deberíamos y vamos cómo no a hablar del sexo ya que a nuestra edad es algo que no conocemos (prácticamente) y sí de oídas. Algo que no hemos practicado y tenemos cierta curiosidad en lo que incumbe al tema”.
Del mismo modo, al referirse a la menstruación la mayoría de las niñas dirá que se trata de algo natural que no les plantea problemas. Sin embargo, en otro contexto la perspectiva puede cambiar. Los textos que cito a continuación no fueron escritos bajo el título “Mi primera menstruación”, sino “Mi cuerpo”, por eso los incluyo en esta sección. Es interesante señalar la contradicción, apreciable en algunos casos, entre lo que escriben sobre una misma cuestión respondiendo a mi demanda y lo que escriben como ocurrencia espontánea al referirse a otro tema. En el primer caso suelen producir un discurso dominado por la convención y por mecanismos defensivos ante temas que despiertan angustia o incertidumbre. En el segundo, cuando evocan tangencialmente un problema que, de este modo, no se sitúa en el foco sino en los márgenes de la atención consciente, es más probable que emerja una verdad más profunda del sujeto, un sentido oculto de su experiencia. Por ejemplo, al escribir en términos generales acerca del cuerpo, del que afirma que es “algo maravilloso e increíble”, Pilar añade: “También surgen reacciones raras dentro de nuestro cuerpo, un ejemplo de ello es la menstruación”.
El siguiente ejemplo, un texto de Marta, además de la sensación de extrañeza ante la menarquia, incluye otros aspectos interesantes referidos a la representación de la feminidad: “Mi cuerpo experimenta a cierta edad (12-15 años) un fenómeno muy extraño que es la menstruación y a partir de ahí podemos mantener relaciones sexuales, cuando las mantienes y te quedas embarazada, tu cuerpo se pone gordo en la zona del vientre, el embarazo dura nueve meses y te tienes que cuidar para que el bebé nazca sano. Por tu bien, puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo pero tienes que tener un poco de seriedad para que te respeten y no arrepentirte nunca de lo que hagas o no hagas con tu cuerpo”.
En primer lugar, llama la atención la secuencia cuerpo-menstruación-embarazo como signo de la asociación entre la feminidad y la maternidad, es decir, la articulación existente entre la corporalidad, la sexualidad y la sexuación (posición de cada uno con respecto a la dualidad de los sexos) con la procreación. Encontraremos alusiones al fantasma de la maternidad, en el discurso sobre las relaciones sexuales, como un posible riesgo (sobre todo en los escritos de las mujeres). En los escritos sobre el cuerpo se perfila ocasionalmente como una potencialidad del cuerpo femenino, vinculada también con los aspectos enigmáticos que éste presenta. Así, dice Ester: “Otra de las cosas que me encanta de mi cuerpo es saber que dentro de mí podría crearse otra vida. La verdad es que el cuerpo tiene mucho de qué hablar y también muchos misterios“. Estos misterios corresponden, evidentemente, a la insistente pregunta acerca de la significación que podrían tener tanto la diferencia entre los sexos como la procreación. Estas dos cuestiones están estrechamente vinculadas entre sí y la ciencia tampoco ha logrado desvelar su sentido.
En segundo lugar, apreciamos el pasaje de la percepción del cuerpo como dato de la experiencia, a su captura por un discurso moral, mucho más frecuente entre las niñas. La autora comienza hablando de “mi cuerpo”, en primera persona, para emplear luego, sin solución de continuidad, una segunda persona. En realidad, parece reproducir el discurso de Otro, que parece ser una madre instruyendo a su hija pequeña, en una secuencia bastante frecuente en nuestra cultura: menstruación-sexualidad-embarazo, y aconsejándola acerca del bien y del mal en lo que respecta a estos asuntos. El lenguaje empleado es, en efecto, similar al que se suele utilizar cuando se habla con los niños pequeños. Es un buen ejemplo de la modelación y captura del cuerpo por el discurso social.
Defensas contra la angustia generada por la transformación corporal
La incertidumbre y la angustia que despiertan las propiedades de la corporalidad que he mencionado hasta ahora (crecimiento incontrolable, limitaciones o defectos, enfermedad, envejecimiento y mortalidad, imprevisibilidad de ciertos procesos, carácter enigmático de las pulsiones) imponen la necesidad de buscar alguna forma de control, de hacerse dueño de una situación que escapa al sujeto.
El deporte o el ejercicio físico parece ser la forma privilegiada del dominio corporal, sobre todo entre los chicos, que suelen hacer afirmaciones como la de Luis: “Procuro hacer bastante ejercicio o bien jugando al fútbol o bien desahogándome corriendo en el Retiro”.
El ejercicio como forma de auto-control, desahogo o intento de superación de las propias debilidades, se vincula con el cuidado del cuerpo como organismo. Carlos afirma: “Pienso que el cuerpo es importante, tienes que cuidarlo, ya que es el único que tienes y te va a tener que durar muchos años”. Este cuidado del cuerpo aparece relacionado, sobre todo en una cantidad de textos escritos mayoritariamente por varones, con referencias al consumo de alcohol y drogas, lo que pone de manifiesto que se trata de dominar una corporalidad cuyas necesidades y deseos, abandonados a sí mismos, podrían llevarlos al descontrol e incluso a la auto-destrucción.
El problema parece ser cómo elaborar una economía de los placeres determinada no sólo por las exigencias pulsionales, sino también por los discursos morales que pretenden regularlas, al tiempo que las construyen o definen. A esto se agrega, además, la limitación derivada de la dificultad para acceder al objeto erótico. Esta problemática puede conducir a los jóvenes, en muchos casos, a aceptar el alivio y la satisfacción que prometen todas aquellas sustancias que operan como objetos sustitutivos promovidos por la sociedad de consumo. José: “No me drogo, fumo de vez en cuando, pero en muy pocas ocasiones, y beber me gusta más que a un tonto un lápiz. Ya sé que beber no es bueno para mi cuerpo, pero qué narices de algo hay que morir”. Pablo: “No fumo ni tomo drogas, pero sí bebo (algo) y mantengo alguna que otra relacción (sic) sexual con las chicas”.
La enumeración de fumar, drogarse, beber y tener relaciones sexuales, en una misma secuencia, permite suponer que se trata de equivalentes, es decir, que alguno de ellos puede sustituir a los otros ante la carencia del objeto adecuado para la satisfacción. Y, evidentemente, parece más fácil y menos comprometido procurarse alguna sustancia, que está siempre disponible, que establecer una relación con otra persona, dotada de una voluntad propia y que, por lo tanto, no siempre accede a nuestros deseos sino que puede rechazarlos, lo que afecta considerablemente nuestra autoestima además de librarnos a la frustración. El lapsus “relacción” podría tener que ver con el carácter narcisista de la aproximación al objeto; más que de una relación se trata de una acción.
Otra forma de control de la angustia suscitada por los procesos y exigencias corporales consiste en poner el acento en la actividad mental, en un intento por reforzar la capacidad racional ante la amenaza de retorno de lo reprimido, y desplazar, en algunos casos, hacia el futuro la preocupación por la problemática corporal. “La verdad es que el físico de mi cuerpo no me importa demasiado (de momento). Ahora lo que me preocupa es la mente que es lo que ahora utilizo (y necesito para mi subsistencia en el futuro)”, dice Daniel. Juan escribe: “Pienso que el cuerpo no es lo principal. Es secundario. Para mí lo principal es lo que llevas dentro”. Ana: “Lo más importante de mi cuerpo es la cabeza porque aparte de que con la cabeza funciona todo, maneja todo” (sic).
La angustia ante lo desconocido e incontrolable de la corporalidad, sobre todo en el aspecto erógeno, emerge a través de la insistencia en la normalidad. Pero esta insistencia, aunque sólo sea bajo la forma defensiva de la negación, evoca el miedo a ser anormal, diferente de los demás. Santiago: [Mi cuerpo] “es parecido al de cualquier chico”. José: “Me considero una persona normal“. Beatriz: “Mi cuerpo es normal como todos, es como todo el mundo.” Ana: “Yo soy en sí normal ni demasiado gordita ni demasiado delgada. El pelo lo tengo también medio, es decir, melena no muy larga. Soy mediana de altura. Parece que todo mi cuerpo tiene un término medio“.
Sin embargo la experiencia corporal compromete necesariamente la posición del sujeto. Luego, la emergencia de la pulsión, la excitación sexual que convierte al cuerpo en enigmático, cuestiona la disociación mente-cuerpo, una de las defensas más frecuentes en la adolescencia. Cuando esta disociación fracasa, se establece una peligrosa continuidad entre lo desconocido del cuerpo y lo que los adolescentes llaman “actividad mental”, que parece proporcionarles una mayor seguridad. Entonces los procesos mentales se ven afectados o amenazados por la emergencia pulsional, lo que constituye una fuente de angustia y de dudas, tanto con respecto a la integridad corporal como al peligro de la locura o desorganización mental. Fernando escribe: “Para empezar tengo quince años y mido 1,65 m, me considero no muy alto, peso sobre unos 54 kg, no estoy gordo, a mi parecer, pelo oscuro, ojos marrones verdosos, sin cicatrices en el cuerpo, ombligo metido hacia adentro, piernas no muy anchas, calzo un cuarenta y uno, respecto a mis brazos no son anchos, mis manos son como otras cualquiera, uñas cortas, pelillos por encima (de las manos no de las uñas). Y mi salud un poco débil, supongo, porque me constipo a menudo, pero por lo demás normalillo. Mi capacidad física es normal. Me pongo nervioso con facilidad, sobre todo antes de un examen. Creo que no estoy loco, aunque de vez en cuando hago alguna tontería pero se queda en eso”. Los subrayados son míos y permiten observar el rápido deslizamiento del discurso a lo largo de la secuencia: salud-normalidad-nerviosidad-locura-tontería. Por eso decía anteriormente que la insistencia en la propia normalidad tiene un carácter defensivo que evoca el miedo a ser raros o diferentes de los demás.
El yo, como ya hemos observado, no logra dominar, controlar y conocer todo lo referente al cuerpo cambiante. Los intentos de restaurar el narcisismo herido como consecuencia de tal fracaso, se orientan a conformar la imagen de sí de acuerdo con un ideal centrado, en los varones, en la destreza, la fuerza y el rendimiento físico. Juan: “De vez en cuando hago pesas para mantenerme en forma”; José: “Tengo una constitución física entre normal y fuerte. Como es mío [el cuerpo] me parece fenómeno, lo que digan los demás me da igual. No hago nada para cuidarlo ni tenerlo en forma, ni chorradas de esas, aunque la verdad me gustaría tenerlo estilo culturista”. Estos dos textos nos permiten comparar otras tantas modalidades defensivas: en tanto el primero refiere que hace ejercicio físico para mantenerse en forma y acercarse así al ideal, el segundo se contenta fantaseando con la imagen idealizada.
Está claro que el ideal cumple una doble función: por un lado, ofrece un relevo para el narcisismo, es decir, una forma de restablecer la auto-estima, una vez que el yo ya no puede sostenerse a sí mismo como ideal puesto que ha reconocido sus debilidades y carencias. Por otro lado, también es un medio para controlar aquello desconocido que la corporalidad evoca.
Las adolescentes mujeres desarrollan discursos mucho más exhaustivos con respecto al ideal, que es fundamentalmente, como era de esperar en nuestro medio socio-cultural, un ideal estético. Veamos ante todo una redacción en la que se puede observar la persistencia de la identificación del yo real con el yo ideal, propia de la infancia, a través de una descripción minuciosa teñida de autocomplacencia narcisista: Beatriz “Mi cabeza tiene un largo pelo castaño claro, la raíz de mi pelo es más oscura que la de mis puntas. Mi cara es de un color muy blanco, con pequitas, mis ojos son marrones, aunque cuando miro a la luz se puede ver en ellos algo verde. Mi nariz es algo grande con un caballete pequeñito (aunque no se nota). Mis labios son pequeñitos y mis dientes no es que sean precisamente perfectos, mis orejas son grandes pero no demasiado. En general mi cara me gusta mucho, sé que no soy perfecta, pero no creo que lo no perfecto para unas personas, no deje de ser bonito, por lo tanto no lo cambiaría. No sé si estoy gorda o delgada, cuando pregunto a la gente me dicen las dos cosas, por lo tanto creo que estoy bien o por lo menos me siento bien. Todo lo demás no sé qué poner porque es como todo el mundo y me gusta mucho como es”.
Pero cuando la identificación con el ideal ya no puede sostenerse, lo que sucede en la mayoría de los casos observados, dicho ideal pasa a localizarse en modelos culturales que asocian la feminidad y su perfección con determinadas imágenes del cuerpo, en las que la problemática de la gordura y la aspiración a la delgadez ocupan un lugar primordial. Veamos cómo lo enuncian algunas de las niñas entrevistadas, como Eva: “Lo importante para la mayoría de las personas es tener un cuerpo perfecto (como el tipo de las modelos)”; o María (15)”Yo creo que el cuerpo es una cosa que preocupa a muchas mujeres, y más que por salud, por estética aunque tendría que ser a la inversa, pero se produce porque en la actualidad el cuerpo es casi todo en la mujer, también lo sería antes, pero no era tan importante, porque yo creo que se buscaban otros valores. Referente a mí, no me quedo con las ganas de decir cómo me gustaría ser: estilo Julia Roberts, alta, delgada, y con mi cara”; o Nuria;“A mí me gustaría tener la cara de Cindy Crawford, y las piernas de Naomi Campbell, bueno, claro, y ya de paso, el marido de Cindy Crawford (Richard Gere).”
La identificación con las modelos, como se puede apreciar en el último ejemplo, permite articular la imagen ideal (cómo se quisiera ser) con la aproximación al objeto erótico (la pareja que se quisiera tener). Esta imagen ideal, sin embargo, no alcanza a encubrir exitosamente la fragmentación del cuerpo, la dislocación producida tanto por la asincronía del crecimiento mismo, como por la irrupción de las pulsiones. De todos modos, está claro que la identificación con esa imagen se percibe como un medio para acceder al reconocimiento social y al objeto de amor.
Es interesante constatar que muchas jóvenes denuncian la dimensión de exigencia persecutoria, a la vez cultural e intrapsíquica, que tienen estos ideales construidos socialmente. Yolanda: “A la mujer se le pide tener un excelente aspecto físico mucho mejor que al hombre y eso lo vemos, por ejemplo, en que todas las dietas-adelgazamiento están anunciadas por mujeres, e incluso los locutores dan por hecho que van a ser utilizadas exclusivamente por mujeres. (…) También, yo creo, que las altas modelos tienen gran culpa, porque hacen creer a los chicos-hombres en un prototipo de mujer-cuerpo de mujer, que no existe, que no es real; y nosotras a esta edad queremos imitarlas.”
La aceptación acrítica de esta exigencia conduce, por el contrario, a la desvalorización del sujeto y al sufrimiento narcisista por no poder satisfacer los requisitos marcados por el canon de lo bello y atractivo sexualmente. La desvalorización y el sufrimiento serán tanto mayores cuanto más exagerada sea la idealización del modelo, como sucede en las anoréxicas.
Primera regla. Primera polución
Es interesante observar la diferencia -la más notable entre todos los temas considerados- entre los adolescentes de ambos sexos con respecto a esta cuestión. Es poco lo que escriben los varones sobre el tema y, al mismo tiempo, es sorprendente la uniformidad de su discurso. En primer lugar, todos comienzan afirmando que no recuerdan cuándo ocurrió. En segundo lugar, ninguno menciona las poluciones espontáneas, sino que todos las vinculan a la masturbación, es decir, dejan de lado la cuestión de la emisión involuntaria de semen, significante de la emergencia de pulsiones incontrolables, ajenas al yo consciente, para centrarse en cambio en la dimensión del placer sexual intencionalmente provocado (masturbación), que proporciona más seguridad. Pablo: “No estoy seguro de cuándo me hice la primera, pero sé que estaba en sexto de EGB o por ahí. Y [escribe la palabra recuerdo y la tacha] me imagino que me gustaría”. Daniel: “No fue desagradable sino todo lo contrario.”
En tercer lugar, como sucede con la menstruación entre las mujeres, la primera polución puede simbolizar para los varones la entrada en la vida adulta, el pasaje de una fase de la existencia a otra y, al mismo tiempo, una confirmación de su virilidad. Luis: “Sinceramente, no recuerdo muy bien la fecha. Haciendo cábalas supongo que fue en cuarto o en quinto de básica. No es que no hiciera una honda huella, sino que no me acuerdo, ya que era un poco pequeño. De lo que sí me acuerdo fue que me vi como una persona mayor, alguien para el que la niñez había pasado. Un paso adelante”.
Finalmente, en este contexto se plantea, una vez más, la importante cuestión de la intransmisibilidad de la experiencia y al mismo tiempo de la singularidad del sujeto, que deja a cada uno librado a sí mismo ante algo difícil de expresar verbalmente. Carlos: “Es un tema que nadie lo habla ni lo conversa, para explicárselo a la gente que no lo entiende. La mayoría de la gente sabe lo que es por la propia experiencia”. Sin embargo, como veremos más adelante, este aparente saber no garantiza que se entienda lo que está sucediendo.
Es notable, como he mencionado, la diferencia con los textos de las niñas, que desarrollan el tema de una manera mucho más amplia y con gran riqueza de detalles.
Ante todo, casi todas establecen la fecha de la menarquia con bastante precisión: “Hace un año”, “en octubre de 1992”, “a los doce, al mes cumplía los trece”. Muchas detallan, además, las circunstancias precisas en las que se produjo. Marta: “Me ocurrió después de venir del colegio, a mediodía, me dolía un poco la tripa y me fui al servicio y allí lo vi, era una manchita muy pequeña de sangre”. Elena: “La tuve con once años, fue en verano, en julio, estaba en la piscina de mi casa y fui al baño entonces vi que tenía la regla”.
Asimismo, todas especifican los afectos que despertaron ante esta situación, marcada fundamentalmente por la ambivalencia: por un lado, la menstruación parece ser un factor normalizador que hace de la niña una mujer igual que las demás (madre, hermanas, amigas). Desde este punto de vista, se la vive como un rito de iniciación a la adultez que confirma su posición femenina, es decir, como algo que le permite participar en los secretos de las mujeres. Elena relata: “No me asusté ni nada, lo veía lo más normal porque mis amigas muchas la tenían ya. La verdad que cuando la tuve por primera vez me sentí más mayor, más mujer, aunque aún era una cría”.Carmen: “Puedo decir que no fue ningún trauma, o me pusiera a llorar, sino todo lo contrario, tal vez porque quería sentir lo que es ser mujer”.
Esta dimensión positiva de la menstruación, interpretada como significante de una feminidad normal y del pasaje de la infancia a una nueva etapa, ha llevado a alguna de nuestras sujetos a afirmar que ya menstruaba antes de que ello fuera cierto, para no ser diferente de sus amigas, que ya lo hacían. Algunas jóvenes ven en la menarquia un signo de su fecundidad, lo que representa, a su vez, una promesa de maternidad para el futuro. Yolanda: “Encuentro de lo más normal y lógico que a las mujeres nos venga el período. Lo que sí importa, es lo que esto quiere decir: poder tener hijos, y, cuando sea el momento adecuado, daré gracias a Dios, por poder haber creado un nuevo ser viviente”. María: “Me parece algo maravilloso, e interesante, no sólo la regla, sino el hecho de ser mujer, poder sentir vida dentro de ti, e infinidad de cosas, claro sin olvidar el sufrimiento”. La alusión al sufrimiento responde, precisamente, a la ambivalencia a la que he hecho referencia, a la caída de la idealización con la que se defienden de la inquietud.
De todos modos, esta aparente complacencia por la normalidad corporal se resquebraja fácilmente, no sólo en el texto que menciona el sufrimiento o el hecho de sentirse todavía pequeña sino también, con mayor claridad, en los que cito a continuación. Eva: “Me vino a muy temprana edad (trece años). No estaba preparada, entre los dolores, ganas de comer, me sentía fatal y al fin y al cabo para qué estaba deseando que me viniera para que me doliera tanto”. Carmen: “A mí me extrañó un poco porque era demasiado pequeña (10 años) y a ninguna de mis amigas les había venido todavía. Al principio no me hacía mucha gracia que todos los meses ¡Catapún! Pero ya te acostumbras y lo ves supernormal”. Elena: “Cuando se lo dije a mi madre me dijo que le daba un poco de pena que la tuviera tan joven (once años) porque era un pringue. Al principio molaba, a mí me gustaba tenerla, pero al paso del tiempo ya no me gustaba tanto. Ester: “Antes de tener mi primera regla yo sentía curiosidad y jamás pensaba que me daría miedo, ni siquiera era nada oculto. Pero cuando empecé me dieron ganas de llorar”.
El dolor físico simboliza el sufrimiento y la tristeza por una pérdida compleja que abarca -por un lado- la propia infancia, con la plenitud narcisista no sólo de la niña sino también de la madre y, por otro, la fantasía de bisexualidad, universal en los niños de ambos sexos antes de llegar a la pubertad. En este sentido, la regla es la prueba sangrante de la castración, de la diferencia sexual anatómica, de la realidad de nuestra condición mono-sexuada, que ya no se puede recusar.
Veamos un texto completo que describe la angustia, el rechazo a un cuerpo femenino que no es posible elegir ni controlar, y el intento de superar la cuestión de una manera humorística que revela, a pesar de su tono, el anhelo de bisexualidad, a través de la evocación de la masculinidad. Nuria: “Este fue un momento en que me sentí mal, no sé por qué. Recuerdo que una mañana, al levantarme para ir al colegio e ir al servicio, ví mi braguita con una gran mancha de sangre. Yo me quedé muy impresionada, llamé a mi madre, y me abracé a ella llorando. Ella me consoló, y me tranquilizó, diciéndome que era algo natural. Recuerdo que en ese momento deseé ser un chico, para no tener que soportar eso todos los meses durante casi toda mi vida, aunque tuviera que hacer la mili. Los primeros meses lo pasé bastante mal, no me acostumbraba e, incluso, me daba corte hablarlo con mis amigas. Pero ahora ya es diferente, pues lo veo como una cosa normal, e incluso mis amigas y yo bromeamos diciendo: ¡Ah! Pues a mí me ha venido Andrés ¿Qué? ¿Quién es Andrés? ¡Pues el que viene una vez al mes!” (Las bastardillas son mías: Andros en griego significa varón.)
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* Sobre la Autora: Silvia Tubert. Psicoanalista. Doctora en psicología. Especialista en Psicología Clínica. Profesora titular de Teoría Psicoanalítica, en el Colegio Universitario Cardenal Cisneros, de la Universidad Complutense de Madrid (1992-2005) y profesora invitada del Master en Teoría Psicoanalítica de la Universidad Complutense, 1991-2002. Ha dictado cursos de post-grado en diversas Universidades españolas. Docente de la Asociación Escuela de Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes de Madrid.
Ha publicado, entre otros libros: La muerte y lo imaginario en la adolescencia (Saltés, 1982), Malestar en la palabra. El pensamiento crítico de Freud y la Viena de su tiempo (Biblioteca Nueva, 1999), Un extraño en el espejo. La crisis adolescente (Ed. Ludus 2000), Sigmund Freud (EDAF, 2000).
[1] Este artículo recoge la primera parte del seminario impartido en la Escuela de Psicoanálisis con Niños y Adolescentes el 22 de octubre de 2005.
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2.2 Experiencia en la adolescencia SILVIA TUBERT
Revista nº 0
Artículo 3
Fecha de publicación: DICIEMBRE 2007