Raquel Duek**
La presentación de este material clínico ofrece la posibilidad de reflexionar acerca de un proceso analítico que podría especularse equivocadamente o no como un fracaso de la paciente… y de la analista. Alude a relaciones terapéuticas difíciles que solemos encontrar en los límites de nuestro trabajo. ¿Solemos? ¿O es mucho más habitual de lo que creemos?
Sabemos como analistas que en un proceso terapéutico tendemos a “perdernos” en la experiencia interna del material del paciente. Es un perdernos para encontrarnos. Encontrarnos con las fantasías, pensamientos, emociones, sentimientos y sueños de su mundo interior y del nuestro. Pero “perdernos” toma otro sentido cuando alude a un extraviarse o confundirse.
En el caso al que me refiero, ¿podemos hablar de proceso cuando mi percepción casi continua es de frustración? ¿Cuando la paciente manifiesta un insistente oposicionismo a cualquier señalamiento o interpretación que pudiera vincularla con la fuerza de la vida?
Se suma la trabajosa tarea de franquear el obstáculo que la paciente interpone con su apelación constante a etiquetarse con diagnósticos. Franquear es abrir el camino, el paso, quitar ese impedimento que le traba el curso de su vida. También franquear es ser franca, debo poner en claro lo que desde mi contratransferencia voy percibiendo.
De ahí, el título de la presentación: Franqueando… ¿diagnósticos?
La recurrencia a diagnósticos dan inteligibilidad y significados consensuados para no caer en un abismo de sin sentido. Al mismo tiempo, las referencias teóricas como megalomanía, autosuficiencia narcisista, depresión nos enredan como analistas con el riesgo de quedar adheridos a ellas. Lo que sería funcional al deseo de la paciente. Personalmente me doy cuenta de que no siempre ayudan cuando poco dicen de la vida de las personas.
La paciente, Juana, es una adolescente que se describe a sí misma con manifestaciones histéricas, obsesivas, fóbicas, border. Se presenta con un mosaico de identidades diversas lo que le genera la ilusión de una identidad, aunque sea negativa, una forma de ser y actuar, un anclaje identificatorio desde un puro imaginario. Como una manera de dar coherencia a un Yo difuso y ficticio. Una respuesta a su necesidad de llenar su estar y percibirse vacía. Oscila entre creerse particularmente bella, inteligente y única a sentirse insignificante, insegura, inútil, miedosa, anormal y, sobre todo, mala. No hay interlocutores válidos, nadie aplica, descalifica, son superficiales. Agrede con arrogancia y desprecio. No puede reconocer y catectizar la presencia, la existencia de otros. Aun así, cuando alguien de su entorno hiere sus sentimientos y la rechaza, se siente triste y desilusionada de sí misma.
Me fue derivada por su psiquiatra hace muchos años para una psicoterapia de orientación psicoanalítica con un diagnóstico de psicosis presunta. La medicó para atenuar sus pensamientos suicidas. Su prescripción, según me dijo, cubría tanto un trastorno obsesivo-compulsivo, como pánico y fobia social. Indicó también un antipsicótico por sus trastornos de la ansiedad.
Tenía 16 años. Había tenido una serie de entrevistas con una psicóloga con quien no tuvo empatía por ser de una obra social calificada como “barata”.
El motivo de consulta manifiesto se vincula a un aparente ataque de pánico repentino; aparente porque suele ser pensada como mentirosa y exagerada. Que distorsiona. “Sentía cosquillitas en la boca, un temblor, sudor, me puse toda dura, se me cerraban las manos, quería vomitar, no quería escuchar a nadie, no podía dormir a la noche”.
Este episodio acentúa una relación de extrema dependencia hacia sus padres quienes la asisten día y noche. Tal dependencia genera en ella sentimientos intensos y simultáneos de amor y odio, sufrientes, dolidos, desesperanzados, frágiles.
Concurre a las sesiones acompañada hasta la puerta del consultorio. Por varios meses llega aferrada a un bolso. En su interior están sus medicamentos y una carpeta con dibujos realizados por ella en los que, o bien su figura ocupa el centro de los mismos, o bien refieren a situaciones sin salida, como la de un auto que transita por una calle que no conduce a ningún sitio. Entiendo que trae allí, dentro de su carpeta, un pasado al que considera traumático y del que no puede o no quiere desprenderse. Y la omnipresencia de los psicofármacos para recordar su patología.
Una intensa demanda de atención surge de sus fuentes más profundas e infantiles. Le hago notar lo paradójico de su reclamo: “¿te das cuenta de algo? quisieras que todos te miren, te escuchen, se compadezcan y crees conseguirlo contando y usando tus problemas, lo que produce el rechazo de los demás”.
A raíz del episodio, el ataque de pánico, la cursada se interrumpe y, sin rendir las materias, se las dan todas por aprobadas. El argumento de las autoridades del colegio es el haber sido una alumna estudiosa y aplicada durante el primer año. En realidad, en sus palabras, ella no había sido aplicada sino una “enferma obsesiva por el estudio”. Esta resolución, hablando de diagnósticos, tiene un carácter de diagnóstico social, como si se hubiera vislumbrado que no tendría cura, que había que dejarla pasar.
Uno de sus problemas son los traumas, otro… ser mala.
Tengo pensamientos que me dicen “soy mala”. “Nadie quiere hacerse daño a sí mismo, pero yo sí lo voy a hacer”. “No te vas a permitir estar bien Juana, vos querés estar loca”, se decía. “¿Puedo lograr yo conseguir una psicosis? ¿Puedo vomitar? “Vomitá, vomitá”!! Desde chiquita me imagino que me voy a tirar, “dejáte caer”, es un impulso y después no hay vuelta atrás. Nada me importa, quiero morir. En realidad, desaparecer, dormir”. Mira las tijeras e imagina que se corta. Estas son retiradas y escondidas como cualquier objeto cortante a la hora de comer. La comida se lleva troceada a la mesa.
Su referencia diagnóstica obsesiva la vincula con la micción. Permanece un promedio de dos horas en el baño cada noche, antes de ir a dormir, con el objetivo de vaciar por completo la vejiga, la pretensión es expulsar la última gota de orina. Un esfuerzo infructuoso que me recuerda el mito de Sísifo, el que alude a la idea del “hombre absurdo” y a la futilidad de la vida. En ella, a un incesante accionar irracional al finalizar cada día.
Juana asiste dos veces por semana, no hay disponibilidad y no es solo por una cuestión económica. Los padres se alternan en la casa para no dejarla sola. Duerme con ellos en la misma cama. Ocupa todo el tiempo de la sesión con relatos interminables como yo podría hacerlo ahora ante una necesidad de escribir y recontar detalles de su análisis.
Falta en los primeros tiempos con frecuencia alegando sentirse mal. Pide tener la sesión por celular. Recibo mensajes continuos entre sesiones: “Realmente estoy desesperada por hablar”. “Realmente estoy teniendo días de angustia, llanto y obsesión las 24 horas”. “No llego, estoy en lo del médico, que mal que no podemos tener sesión”.
¿Quién soy yo para ella? Solo se detiene en como estoy vestida, si combino los colores, si me pinto o no los labios y hace comentarios al respecto. Por mi vida personal ninguna curiosidad, parece que soy una gran oreja, escuchándola, no importa si hablo o no. Estar con ella es una aventura, una exploración sin rumbo, un tratar de hacer comprensible sus dificultades en encuentros tediosos. El psiquiatra solía decirme: “me enoja mucho, ¿¡cómo puedes tener tanta paciencia!?” Juana sabe de su enojo, porque el doctor se lo expresa.
Patologías psiquiátricas de ambas familias se implantan en Juana como “Trasplantes extraños”, en el decir de Ferenczi. Tíos/as sintomáticos. Relata que el padre cuando ella era chica solía hacer movimientos extraños al caminar mientras movía la boca como si hablara solo. Debido a violentas peleas conyugales ella lo consideraba un “destructor de la familia”. “Yo pensaba que la iba a ahorcar, filme para mostrarle a la policía”. “Machista de mierda, no quiero verle la jeta”.
La madre tierna a veces, aunque demasiado pendiente de patrones estéticos corporales de esta época, se vuelve gruñona y agresiva con facilidad. “Perdí a mi mamá cuando mi abuela tuvo un ACV”. Madre deprimida y poco disponible. ¿Green y el Complejo de la madre muerta?
La paciente se apoya en una singular causalidad interpretada, “verdades-razones” para dar cuenta de sus trastornos: “el trabajo de mi parto fue difícil para mi mamá. ¡Ella gritaba, esto no es para mí! … fui una inútil desde la panza, no podía salir”. “Yo no tuve infancia, todo el tiempo entre mamá y papá”. “Tengo problemas que me dejan traumas”.
No puede evitar desilusionarme y hacerme sentir por momentos vencida. Tampoco sé si se da cuenta. Toda vez que le señalo un logro se ocupa de decirme: “¡no te lo creas!” Llegue a decirle: “pucha!, ¡otra vez pise el palito!”
No deja de sorprenderme, como cuando me dijo: “Estoy mal porque ayer me había sentido bien”. O cuando le pide al psiquiatra que no le baje la medicación para seguir enferma.
Owen Renik, psicoanalista relacional, dice que el analista puede sentirse derrotado por un paciente, pero eso no significa que el paciente estuviera tratando de derrotar al analista. Algunos pacientes terminan haciendo que el tratamiento sea imposible con un analista detrás de otro. Pero esto no significa que los pacientes querrían que sus tratamientos fallaran.
En mí cabe una conjetura: no mejorar ¿es para no contentar a sus padres a quienes acusa de haberla hecho vivir una infancia desdichada por la violencia en la relación? ¿Es eso? ¿Por qué no puede reconocer en ellos signos amorosos, presentes también en esa historia? Su teoría es que ella no fue deseada a partir de la frase de la madre. Tengo que revisar el “deseo de hijo” de Piera Aulagnier para relajar los determinismos. Los padres hicieron lo que pudieron, algo no salió bien, hay una suerte de discapacidad que pone límite.
Juana admite que copia y adopta las formas de los demás. Desconfía de sus percepciones. Se allana al deseo del otro. Toma como certezas las opiniones de su padre, las respuestas cerradas de la madre y se apoya en las lecturas religiosas de la escuela con una interpretación del mundo basada en un pensamiento binario sobre el bien y el mal.
Estas apreciaciones reemplazan la ausencia de pensamientos propios y la enfrentan a un Psicoanálisis que, a diferencia de la fe, plantea dudas y admite pruebas del inconsciente.
6 meses después
Retoma la escuela, viaja sola, los elementos cortantes se reincorporan a la vida funcional de la casa. Duerme sola en su cuarto. Se regularizan los períodos menstruales que habían sido discontinuos. Se pelea con la madre quien le reclama que “no le doy pelota, porque no le hablo.” “Tengo una buena psicóloga ahora. ¡Pregúntale a ella por qué no hablo! ¡Me dice que es normal, que soy una adolescente!” Pero este comentario respecto a su “normalidad” es tomado como propio de la psicóloga anterior. Pienso con cierto entusiasmo si este “ser adolescente” se acerca a un intento saludable de querer integrase a un grupo, si asoma un deseo de pertenencia.
Las lucecitas son fugaces.
Aunque atenuadas, las obsesiones permanecen. Continúa haciendo de sus trastornos un baluarte, se cuelga el estigma de “rara”, problemática. De esa manera trata de convocar la atención de sus compañeros/as, nadie como ella había tenido la peor infancia, los peores padres. Al mismo tiempo continúa insistiendo en que es una diosa, y en que todos/as son mediocres, básicos. Pero, anticipando que se iba a quedar muy sola con esa actitud, finge atención y se erige como erudita en resolver conflictos. Aun así, el rechazo del grupo se va instalando tanto en las redes como en la relación con sus padres. Comenzó a decirles que le daban asco, solo de rozarlos con la piel.
Años después
En los primeros años de su análisis, solía interrumpir sus extensos relatos diciendo “me dan ganas de llorar”. Me parecía entonces que sus lágrimas eran de agua insípida, sin sal. No me la creía. Veía un esfuerzo teatralizado de su llorar. Con el transcurrir de la terapia sus lágrimas se hacen llanto y me conmueven.
La maldad toma forma en el afuera. Prevalece un Yo desarmado, proyectivo, expulsivo. De lidiar con acusaciones de ella hacia ella misma, busca en esos cargos las voces de su mamá sentenciándola. Luego, es la sociedad la “hija de puta, son todos unos pelotudos. No les doy pelota, no valen la pena. Uno más idiota que el otro, son mierda, quieren el mal. Hacen bullying”. Me pregunto, ¿qué es mejor? ¿tomar conciencia de sí o proyectar?
Termina el secundario, se va de viaje con compañeros/as pidiendo a los padres que se alojen en algún hotel cercano por si los necesita, lo que convenimos en una entrevista que no era conveniente. Lo pasa mal, no se integra, pero surge alguna expectativa. “¿Cómo se yo que es amor o que es otra cosa? hasta que yo no sepa qué es no voy a hacer lo que hace fulanita. En el viaje me voy a terminar comiendo a “pelo rubio”. No me tira onda, sé que no gusta de mí. Pero yo estoy en la lista de las “follables” porque estoy en la categoría de las lindas. Pero no va a pasar nada”.
Sin embargo… sí pasó. Luego de este viaje tiene la primera de una serie corta de relaciones con algunos chicos. Se desata un descontrol sexual y un control posesivo con ribetes violentos. Ella no sabe quién es ni qué desea. No se reconoce como existente para sí misma y cree lograr ese sentimiento desde la mirada de los otros. Se ofrece como objeto de placer usando un cuerpo no erotizado, sin las trazas de sus zonas erógenas. No siente, simula, solo le complace ver el goce provocado en el otro con posturas ensayadas ante el espejo y miradas seductoras. Cuando “su chico” descubre su manipuleo, huye por un camino en el que es intrusivamente perseguido por Juana. Se confunde. Se pregunta si le ocurre esto porque en realidad le gustan las chicas.
Intenta emprender algún estudio formal. No puede leer una página, no tiene problemas de comprensión, pero no se puede concentrar. Es lenta. “Le da paja”, una paja mental obsesiva. Come sola los restos fríos que quedan de los almuerzos o cenas que poco comparte con sus padres. Restos fríos porque los tiempos de cocción la ponen ansiosa.
La madre la estimula a aprender a salir de compras. Se siente incapaz de elegir algún producto, no se da cuenta si una lechuga es fresca. Se agobia al pagar porque no tiene noción acerca del valor del dinero.
La recomiendan para cuidar niños/as, pero se empeña en afirmar que no sabe jugar y que no puede empatizar. Cuando relata lo que me parecen intercambios creativos vuelve a insistir con la necesidad de minimizarlos y denigrarlos. O me dice, “no son auténticos”. Intercambia como si siguiera las consignas de un tutorial.
Intenta tener entrevistas de trabajo para tareas simples, cuando la convocan para una segunda evaluación más detenida se asusta y desiste, o cuestiona la cantidad de horas requeridas con alegatos querellantes acerca de la explotación laboral.
Realiza y aprueba un curso como manicura, pero no puede trabajar como tal porque el contacto estrecho de las manos le da repugnancia.
En esta alternancia de intentos logrados que celebramos y fallidos que lamentamos, la evidencia de la edad y el tiempo que no se recupera comienzan a presionarla.
La paciente hoy
Los intentos fallidos, en que insiste con el “todo me da paja”, la conectan con la desesperación. Cuando esto ocurre, nos vemos inmersas en una suerte de parálisis en el procesamiento psíquico. El desaliento es radical, fallan los recursos sublimatorios, queda a merced de un superyó que la tortura y la obliga a sufrir.
Intentamos, en acuerdo con el psiquiatra, los padres y ella misma, orientarla hacia una terapia grupal. Con reparos. ¿Podría integrarse? Escuchar el dolor de otros, ¿aunque sean pares? Con mucha resistencia de su parte ella se ocupa de llamar y averiguar. No hay cupo en una institución, no se formó un grupo en otra, solo se hace por zoom en una tercera, le dicen –luego de una entrevista- que le van a contestar y no la vuelven a llamar. Mientras, se aferra cada vez más a nuestros encuentros y a los que mantiene con el psiquiatra con el comentario de que es lo único con lo que cuenta. Se pregunta si tendría que cambiar de analista, pero manteniendo nuestra relación para pasar a decir que no tiene interés en interrumpir el tratamiento y buscar otro/a profesional.
Incluyo el fragmento de una sesión próxima a la redacción de este escrito como cierre y apertura que induzca a nuevos pensamientos. (Contexto: la nueva oleada de contagios masivos por el Covid 19 que obligan al aislamiento).
P. Me da miedo salir, por el Covid y porque me quedé adentro del útero de mi madre.
A: Demasiado tiempo dentro del útero, eso no es posible. Llega un momento en que la beba necesita salir y la madre la ayuda pujando. Hacen fuerza juntas.
P: Entonces no puedo quedarme adentro, pero tampoco puedo estar afuera, trabajando, estudiando, con amigos. Cada vez estoy más sola.
A: Entonces, ¿Dónde estás? Tal vez en un lugar intermedio. Mira… es como el bebé canguro que después del parto se mueve sobre el vientre de la mamá canguro para meterse en una bolsa que ella tiene en su cuerpo. Se queda ahí hasta estar en condiciones de salir por sus propios medios. No está adentro pero tampoco afuera.
P. Sí, sí, pero de ahí también tiene que salir en algún momento y yo no puedo, no puedo…
Al querer decirle algo, se me escapa un “Juana”. Es su nombre de fantasía para esta presentación.
P: ¿Quién es Juana? ¿Por qué te pusiste seria?
A: Porque te dije algo que puede ser brutal para vos, que yo nombre por equivocación a otra persona. También fue desagradable para mí. Pero que bueno que me preguntaste quién es Juana, y que te hayas molestado e interesado.
Nos habíamos pasado de la hora y le sugerí que lo siguiéramos pensando juntas en la próxima sesión.
Fue oportuno que el encuentro terminara. Tuve un lapsus importante, habló mi inconsciente. Se transformó en un elemento de culpa, aunque luego pensé – como suele ocurrir cuando nos ocurre – que seguramente podría ayudarme a aprender algo más de la paciente.
Lo que implica exponer un caso clínico ante colegas o dejarlo por escrito ingresó en la sesión. Así concibo la situación analítica, rizomática, una experiencia que atiende la multiplicidad de variables presentes en el “entre” de la díada analítica.
A la siguiente sesión, en un momento adecuado, retomo el episodio anterior. Y no sin cierta sorpresa me responde que no sabe de qué le hablo, que no se acuerda de nada. Es cierto que esto le sucede habitualmente entre una sesión y otra, como si no metabolizara. Por eso, la ayudo a reconstruir el final de la sesión. Reconstruir pensamiento es una de las herramientas que utilizo con ella.
A: Hacia el final de la sesión se me ocurrió hablarte de la mamá canguro … del bebé canguro … Y en un momento te nombré con otro nombre … ¡Y vos reaccionaste feo porque te molestó!
Juana sonríe, como recuperando el recuerdo. ¿Realmente se olvidó?
P. Ah, sí … pero ni idea de cómo me llamaste, ¿así que me molesté?
A: ¡Y sí! Es que tal vez lo que más quisieras es ser única para mí. Es cierto que aquí en el consultorio pareciera que solo existimos vos y yo. Pero hay otras personas…
Me interrumpe…
P: Yo pienso como mis papás, que vos no estás casada, que no tuviste hijos, no podrías trabajar tanto si tuvieras familia.
El episodio no corrió el destino de la represión exitosa. El olvido no fue tal. Juana, la otra, fue desmentida, en ese doble movimiento del mecanismo de defensa, registro y rechazo de una realidad angustiante. Un movimiento que produjo un devenir en trasferencia.
Tarea del Psicoanálisis. Reflexiones
Estas patologías graves – o acaso ¿formas nuevas de subjetividad contemporánea de la adolescencia? – implican abordajes terapéuticos flexibles e intuitivos.
¿Cómo intervenir – sin ser intrusiva pero tampoco distante – en largos monólogos que parasitan el trabajo analítico?
La presencia de la analista es necesaria para que la paciente se muestre en sus aspectos contradictorios.
Un lazo necesario para generar en mi la misma frustración que siente por ella misma.
Aun comprendiendo el “sin memoria y sin deseo”, inevitablemente nos guían ciertas expectativas y aspiraciones sobre el proceso de los análisis de nuestros pacientes. En este caso, lograr una autonomía necesaria para su funcionamiento psíquico, que se interese por algo, sacudir su deseo de no deseo, que sienta empatía, que tenga alguna iniciativa, promover cambios, pocos, algunos, ¡uno!, salir del aislamiento e integrarse socialmente, disfrutar su sexualidad sin entregarse como mero objeto de irresistible deseo. Soy consciente en que debo resignarlas con una espera activa.
Desde un vínculo diferenciado, eludir las teorías cerradas y poner empeño, no tanto en la interpretación, sino en encontrarle algún sentido a esa facilidad verbal expresiva, omnipotente que le es propia y solo le produce confusión.
No es que el psicoanálisis no sirva, es que no alcanza. ¿Qué puede el psicoanálisis en este caso? Tal vez, solo hacer una vida posible y vivible.
Admito que no termino de entender ese desasimiento de la vida, pero aún así, la sigo escuchando con interés, viendo qué se me ocurre y qué inventamos juntas. El límite debe ser aceptado, en todo caso, velar para evitar más daño.
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*Sesión Clínica presentada en Aecpna el 5 de febrero de 2022 dentro del ciclo “Infancias y adolescencias. Escenarios contemporáneos.”
**Sobre la autora: La Lic. Raquel Duek es psicoanalista, miembro titular de APdeBA, analista de niños y adolescentes reconocida por la IPA.
Revista nº 19
Artículo 4
Fecha de publicación JULIO 2021