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Entre bloques y silencios: simbolización y pérdida en la infancia

El psicoanálisis se ha ocupado del juego simbólico como un lugar privilegiado para advertir la puesta en escena del inconsciente, allí donde la palabra y el acto se transforman en figura. Klein lo concibió como la vía regia hacia la vida fantasmática: el juego reproduce, en una escenografía más tolerable, angustias, fantasías y deseos. Allí donde el adulto sueña, el niño juega. Pero el símbolo no es pura transparencia, ni vehículo simple de la fantasía. El juego es un trabajo elaborativo que permite mantener ausente lo que no puede estar presente, sostener lo que falta y elaborarlo en imágenes y gestos. Pero cuando la función simbólica no logra metabolizar la ausencia, el juego se vuelve estereotipia, repetición sin variación, o incluso se extingue, y entonces el vacío se impone sin mediación. Allí, el niño ya no juega, o juega sin plasticidad ni apertura.

Ausencia, pérdida y simbolización

Ahora bien, la infancia está atravesada por el encuentro con la ausencia. Antes de que el niño pueda nombrarla o comprenderla, la ausencia se hace presente en los gestos, en los silencios, en los espacios que quedan vacíos cuando el objeto desaparece. La pérdida irrumpe en la vida psíquica como un hueco sin forma, como un vacío que provoca miedo, tristeza o confusión. La pérdida no solo provoca dolor, sino que activa la necesidad de transformar la experiencia en algo que pueda sostenerse, en algo que pueda pensarse.

Pero no toda ausencia se convierte en trabajo de duelo. La pérdida se transforma en experiencia elaborable solo cuando el niño empieza a relacionarse con ella, cuando puede sostenerla sin quedar desbordado. La simbolización surge ante la necesidad de dar forma a lo que no puede ser dicho ni representado. La simbolización es la respuesta a la pérdida, la manera de hacer habitable el vacío.

A través del juego el niño ensaya la continuidad frente a lo que ya no está, construye un puente entre el dolor y la representación, entre la frustración y la creatividad.

Freud lo mostró en su famosa observación del juego del Fort-Da, donde el carretel desaparece y regresa, “se fue… aquí está”. No es un juego vacío: es ensayo, es aprendizaje, es manejo de la ausencia. La repetición permite que la pérdida sea soportable, que lo que se va y vuelve se transforme en símbolo, y que la mente ensaye la continuidad frente a la desaparición. Lo ausente se hace representable, lo doloroso puede sostenerse, y el vacío empieza a ocupar un lugar en la imaginación y en la fantasía. La ausencia y la pérdida se transforman así en experiencia pensable gracias a la simbolización.

Juego simbólico: ensayos de la ausencia

El juego simbólico, en sus múltiples formas, es el espacio donde se despliega la elaboración de la pérdida. La torre que se cae y se reconstruye, los muñecos que se

separan y se reúnen, los dibujos que desaparecen y reaparecen, constituyen ensayos silenciosos de la ausencia, permitiendo transformar la pérdida en pensamiento.

La ausencia provoca un vacío que demanda organización interna, y la simbolización emerge como respuesta a esta exigencia psíquica. Es a través de la acción simbólica —el juego, la representación, el dibujo, la narrativa— que el niño transforma la pérdida en algo pensable, en imágenes y gestos que sostienen lo que ya no está. La simbolización permite ensayar la continuidad frente a la discontinuidad, explorar la frustración sin ser abrumado por ella, y construir un puente entre el dolor de la pérdida y la permanencia del objeto. La repetición y la reconstrucción permiten que la pérdida se integre gradualmente, y que lo doloroso adquiera forma y significado.

Con este marco teórico, el siguiente relato clínico muestra cómo un niño, enfrentando la pérdida de un ser querido, utiliza el juego simbólico para comenzar a elaborar la ausencia, bloque sobre bloque, caída tras caída, reconstrucción tras reconstrucción.

La torre de Marco: una viñeta clínica

Marco tiene 7 años. Su padre desapareció hace ya varios meses. Nadie sabe donde está. Su familia – su madre y sus abuelos – están conmocionados. Desde entonces ha dejado de jugar. Se enfurece cuando alguien nombra a su padre. Como le ocurre a su familia, es una ausencia que no puede tolerarse.

Desde hace varias sesiones juega a construir torres, o jugar más bien a destruir torres. Cuando se caen se ríe estrepitosamente, teatralmente, maníacamente. Y disfruta lanzando lejos los bloques. Necesita posicionarse como el autor de la destrucción, y así se lo voy haciendo saber. No solo convierte en activo lo sufrido pasivamente, arroja fuera de sí cualquier esbozo de dolor.

Pero en la sesión que describo a continuación, surge un cambio. Hoy, Marco entra a la consulta con pasos lentos, despacio, titubeante. Como en sesiones anteriores, no busca mi mirada ni me habla. Se dirige a la estantería, coge los bloques de madera y toma varios, pero esta vez, seleccionándolos con cuidado. Comienza a apilarlos, en silencio.

La torre crece, vacilante. Al llegara a la cima, un golpe decidido, un manotazo fuerte de Marco la derrumba y las piezas ruedan por el suelo. Hoy no hay euforia, no viene acompañada de esa risa forzada, ciertamente maníaca. Al contrario, contempla las piezas en silencio, unos segundos, y enseguida comienza de nuevo. Cada bloque es colocado con cuidado, cada ajuste minucioso indica que no es un juego casual: está ensayando el equilibrio, su capacidad para hacer que, esta vez, la torre permanezca en pie, que no se derrumbe. Ahora la torre es más alta que la anterior, pero fortuitamente, se derrumba. Algunas piezas permanecen de pie; otras ruedan suavemente. Marco se sorprende, toca los bloques que quedaron, los contempla. Su mirada se detiene en el hueco que la ausencia dejó. Respira hondo. Suspira.

Permanezco en silencio, sin intervenir. Pienso en su actitud calmada, en su interés por construir, ¿sin ser víctima de la destrucción? Pienso si está surgiendo en Marco la tolerancia al vacío, la confrontación con la pérdida.

Marco pasa la mano por el hueco que dejó la torre al derrumbarse, pensativo, en silencio. Palpa el vacío, el hueco, el agujero…y por primera vez me mira. Le digo: “No está. No está más. Desapareció”. Marco me mira fijamente, como quien busca respuestas. Hago un gesto de: “no sabemos”

Marco coge entonces los bloques, y comienza a construir otra torre.

Percibo en su mirada que el dolor está emergiendo, en la receptividad silenciosa que permite que la ausencia se sostenga y empiece a organizarse simbólicamente. Pienso que el niño empieza a trabajar con lo que falta, con la pérdida que aún no tiene palabras. Pero ahora, a diferencia de sesiones anteriores, la ausencia puede provocar la pérdida, no la mera descarga, y la pérdida exige simbolización. Tal vez ahora, entre la fragilidad y la creatividad, entre la caída y la reconstrucción, pueda abrirse un espacio donde lo doloroso pueda transformarse en representable.

Gabriel Ianni

Psicoanalista. Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Internacional

Presidente y docente de AECPNA

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