Por Juan Vasen**
“El que ama y no obra
engendra peste”
William Blake
Peste ya tenemos, ¿Cómo podemos obrar amorosamente para evitar agregar otras “Pestes”?
Un primer paso para no hace es evitar asociarnos a esa supuesta “epidemia” de trastornos mentales que post pandemia, según algunos, nos amenaza.
Aquí por ejemplo hay quienes afirman que “el 80% de los adolescentes padece depresión”. O bien que “Más de 6 de cada 10 tienen síntomas leves, moderados o severos de ansiedad”[1].
Es muy sugestivo que frases como estas, cuyo autor no es el único en proferirlas, no tengan el aval científico que se suele reclamar para afirmaciones tan contundentes. Por supuesto que la pandemia las medidas que se han llevado a cabo para acotar sus efectos han producido numerosos, variados y nuevos efectos en la subjetividad ciudadana.
Es a esto lo que yo llamo efecto capicúa (o palíndromo). Consiste en que a la pandemia de virus le sigue la cuarentena y el aislamiento o distanciamiento luego vuelve otra pandemia en este caso de trastornos mentales.
La pandemia ha producido enormes y variadas formas de padecimiento: ansiedad, incertidumbre sobre el cuerpo, sobre la cercanía o la amenaza de los otros, sobre el futuro, insomnio, retracción, repliegue, desánimo reacciones temerarias y naturalización del riesgo.
El asunto es: ¿cómo vamos a considerar esta forma del sufrimiento sin convertirnos en lo que Roberto Castell[2] hace mucho ya ha llamado una sociedad psiquiátrica avanzada en la cual todos los malestares son re-significados y abordados como trastornos mentales?
El tema clave es si esos efectos van a ser colocados en los casilleros preestablecidos del SABER d las clasificaciones psiquiátricas, ese lugar asignado que funciona aplicando así los saberes previos sobre una situación que, bien leída, siempre los desborda. ¿O si se hará espacio a un PENSAR nuevo sobre estos padecimientos?
¿Y por qué me preocupa esto?
Porque el “sentido común” de las ciencias está impregnado de prejuicios respecto a los chicos y los jóvenes. Peter Pan decía: “no sé si habrás visto el mapa de una mente (…) a veces los médicos dibujan mapas de otras pates de ti, pero no es tan fácil trazar el mapa de la mente de un niño, que no solo es confusa, sino que gira sin cesar.”[3]
La mente no es un ente. La subjetividad es un ser que fluye y se resiste a ser encuadrada, nominada de un modo que remite a la única substancia que ese “sentido común” neurocientífico propone: las neuronas y los neurotransmisores.
Ahí es donde me preocupo. Ahí es donde las neurociencias descarrilan porque olvidan que la materia no es sustancia. Que los lazos sociales, las relaciones de poder y desigualdad, los fantasmas inconscientes tienen una materialidad insustancial que no se ve ni se toca. Pero se mide en sus efectos.
Los chicos y nosotros somos seres no entes. No estamos hechos solos de neuronas sino, como decía Shakespeare en medio de una tempestad: de la sustancia con que se trenzan los sueños.[4]
¿Podemos nosotros clasificar los sueños en el DSM5 o en el CIE10? ¿Nos aportan mucho las neurociencias a este respecto cuando afirman que los sueños son sólo secreciones de la actividad cerebral en reposo?
Como creemos que no, si se deshacen nuestros sueños, sufrimos y como en esa tempestad, en la pandemia –aislamiento-cuarentena- muchos sueños se han deshecho, deshilachado o cuando menos postergado.
Por aquel atajo simplificador, la “sustancia” subjetiva por excelencia son las neuronas. Ellas son soporte indiscutible y el correlato legítimo de toda nuestra vida anímica pero, desde aquella perspectiva, pasan a ser la causa sustancial y casi excluyente de todo padecimiento subjetivo.
Y materia no es sustancia. La materialidad se define por su existencia independiente de la conciencia del sujeto. Las relaciones y lazos sociales no son sustanciales y pocas veces son conscientes. Pero eso no decreta su inexistencia.
¿Nos sirve pensar en que este desmadre se reduzca a clasifícalo como estrés postraumático, Trastorno por Déficit de Atención con o sin híper actividad (T.D.A.H.); Trastorno del espectro autista (T.E.A.); Trastorno por ansiedad generalizada; Trastorno bipolar infantil; Trastorno oposicionista desafiante; Trastorno obsesivo compulsivo; Trastorno impulsivo intermitente; Desregulación de las emociones o Dislexia?
Creo que todo problema complejo tiene una sola solución sencilla: la equivocada.
Tenemos que ser mejores que eso.
“No es casual que las personas lleven nombres en lugar de matrícula; el nombre es la llave de la persona. Es el delicado ruido de su cerradura cuando queremos abrir su puerta. Es la metálica melodía que hace que el don sea posible”, nos recuerda Amelie Nothomb.[5]
La matrícula, etiqueta, rótulo que describe y organiza síntomas y rasgos en cuadros y trastornos no es una práctica ética del diagnóstico.
Porque los problemas nunca son DE la infancia, sino EN la infancia.
En lugar de clasificar en cuadrículas de saberes previos, tomémonos el tiempo para pensar lo que todavía no tiene nombre. Porque esas “matrículas “surgen de una lectura sólo descriptiva de conductas y rendimientos que se consideran trastornados o deficitarios. Y se hace desde una supuesta neutralidad aséptica y científica que instituye palabras maestras que pretenden adquirir valor de verdad indubitable pero ocultan en su seno la huella del conflicto.
El ADHD, por ejemplo, fue antes Hipsarritmia; es decir, un trazado que se consideró anormal y típico del TDAH y que al tiempo se descubrió que solo era un artefacto de la técnica de los aparatos de electroencefalografía de la época. Pero también fue DCM; es decir, Disfunción Cerebral Mínima, que debería haberse llamado más propiamente CDM, o sea, Confusión Diagnóstica Máxima.
Miguel llega con sus 11 años visiblemente abatido y desanimado a la consulta. Sus padres me traen los informes que pretenden dar forma a su padecer. Leo la derivación manuscrita donde dice: 1- Trastorno por déficit atencional de tipo mixto. 2. Trastorno oposicionista desafiante. 3. Trastorno explosivo intermitente 4. En comorbilidad con trastorno obsesivo-compulsivo 5. Presenta tics motores y fónicos, ecolalia y coprolalia; es decir, trastorno de Gilles de la Tourette.
Estas cinco clasificaciones hablan de Miguel pero no dicen nada de él. ¿Y qué dice él? Que está triste y se siente muy feo se dibuja como un Alien, alguien ajeno, extraño, temible. ¿Podemos escuchar ese decir en medio de tanta palara hueca? Solo si evitamos el comentario de un colega que me confiaba –“Yo, la verdad, prefiero que no me hablen mucho, porque si me hablan mucho me confunden el diagnóstico”.
¿Cómo abrirse camino en ese mar de clasificaciones que brotan como hongo por doquier?
Melvin, el obeso protagonista de otra novela de Amélie Nothomb nos da una pista: “No se preocupe, no la tomo por una psicóloga. No son psiquiatras lo que falta aquí. He probado con varios. Les hablas durante tres cuartos de hora en el más profundo de los silencios y luego te recetan Prozac. No quiero tragarme eso. No tengo nada contra los psicólogos, sólo que los del ejército norteamericano no me convencen, lo que espero de usted es otra cosa.
Deseo existir para usted. ¿Es pretencioso? No lo sé, pero es lo más auténtico que puedo decirle. Deseo existir para usted”.[6]
¿Y cómo diagnosticar entonces dando existencia a quienes si no inexisten aun cuando insisten en las clasificaciones?
Hagamos como Freud, inspirémonos en Shakespeare, lectura de cabecera freudiana. Hamlet le dice a Polonio mientras ve a Ofelia recorriendo los prados: “It’s madness, but there’s a method on it”. En esa (o en todas las situaciones algo locas) hay un método, hay una lógica que no sólo describe lo aparente, sino que intenta aprehender lo ilógico.
Podríamos pensar la práctica del diagnóstico como la de inteligir, palabra que deriva entre otras de interleggere; es decir, leer entre líneas. Inteligir entonces, inteligentemente, esa lógica ilógica nunca evidente que configura una situación sufriente. Una lógica que no es visible que es lo que hay que descifrar leyendo entre líneas.
Y a ese método que se aleja de las clasificaciones fundadas e lo imaginario, e lo descriptivo y prescriptivo, le agregaos en la infancia un rasgo más: los diagnósticos deben escribirse con lápiz.
Lejos de lo indeleble y del destino porque además de entificar, clasificar, encuadrar y rotular rápidamente, las neurociencias incurren en otro descarrío. Lo ilustra el cuadro de Magritte titulado Clarividencia. En él un pintor está ante un huevo mientras en la tela va pintando un ave que, supone con certeza, que saldrá de ese huevo. Con una especie de saber oracular, el pronóstico asume la forma de una profecía. Hemos pasado del campo de las ciencias al de la religión.
La serie Atypical trata sobre un jovencito que fue autista. Su madre lo mantiene en ese lugar a pesar de sus logros, al explicar que cada una de las dificultades que se le presentan “le pasan porque es autista”. Ambos padres van a reunirse con la terapeuta y el padre entusiasmado con los cambios que ve en su hijo cuenta que lo ve muy mejorado. La terapeuta interviene diciendo: -“Disculpa que te interrumpa pero no hay mejoría en el autismo. Solo hay avances y retrocesos. Es una condición neurológica, no una enfermedad que se cura”.
Si el arte ya refleja críticamente esta visión oracular, nosotros, como profesionales, no podemos seguir sosteniendo de forma generalizada este dislate. Clausurar la cuestión de tal manera es una imprudencia profética y mecanicista. Evitémosla.
Despatologizar, re nombrar, re comenzar
Un acontecimiento, y la pandemia lo es, se caracteriza por poner en pausa un funcionamiento regido endógenamente y pone en juego un afuera, representa rupturas y discontinuidades y abre nuevos espacios.
Es por eso que Alicia Stolkiner nos invita a no utilizar categorías psicopatológicas para describir (ahora sí describir) los sufrimientos subjetivos en la pandemia.
Ella habla de un primer momento casi vacacional, un segundo momento de acostumbramiento que requirió una notable sobre-adaptación y un tercero de agotamiento y enojo. También plantea los efectos de la incertidumbre frente al cuerpo, a los otros, al futuro, que nos obligaron a un esfuerzo adaptativo notable y agotador debido a la ruptura de las prácticas de la vida cotidiana, lo que suelen llamar diacronía. Y entonces, en cuarto lugar, llego también la tristeza la angustia, las pesadillas, el insomnio, los tics faciales frente a la pantalla, la sensación de “estar cansado, estar cansado”. En los chicos y adolescentes las conductas regresivas y el aislamiento se profundizaron y siguió cierta naturalización y desafío temerario del riesgo que es un rasgo adolescente, pero que los expone a veces en exceso a contagios.
Rearmar la vida cotidiana será entonces un desafío para lo cual nos resulta a menudo mucho más útil la categoría de sufrimiento psíquico que cualquier clasificación psiquiátrica. Es mucho más amplia y sensible que cualquier reducción a nosografías psicopatológicas.
Ante eso entonces sólo podemos sugerir cuatro líneas de prácticas. La primera es la ya subrayada, no psicopatologizar. La segunda es no abrumar, porque ya bastantes tareas y adaptaciones tienen que enfrentar los chicos de hoy. La tercera es no subestimar las capacidades de resiliencia que tienen los chicos y jóvenes. La cuarta es brindar protagonismo a los jóvenes para poder diseñar sus propios recursos para afrontar la pandemia y sus restricciones y, por último, la quinta es no favorecer las negaciones mediante explicaciones estrafalarias o directamente desestimación de los riesgos que supone la pandemia y su contagio.
Lo ocurrido escapó a todo cálculo y predicción. ¿O acaso algunos de nuestros casi famosos pronosticadores del zodíaco predijo lo que está ocurriendo? La vida no es sólo un desarrollo basado en las condiciones previas, es un devenir abierto al acontecer.
Ese devenir del tiempo propio que se configura a partir del registro de las necesidades y los ritmos de cada quien se encuentra muchas veces en contradicción con los tiempos de la vida pública y la economía tanto más cuanto mayor neoliberalismo la impregne. Esos tiempos propios deberían protegerse de los aceleradores que hacen humo del tiempo humano como aquel ejército de hombres grises contra el que la pequeña Momo combatía para evitar que se queden con el aliento de los habitantes de su ciudad.[7]
Una nueva política del tiempo sí que sería un acontecimiento. Tal como lo entiende Foucault: “La inversión de una correlación de fuerzas, el derrocamiento de un poder, la modificación de un lengua y su uso hasta el momento por los otros hablantes. En él se habla de repente otra lengua. Abre una fisura en la certeza dominante hasta el momento al invocar una constelación totalmente diferente del ser. Un acontecimiento deja encontrar en su lugar algo que faltaba en el estado anterior”.[8]
Esa revolución en defensa de los tiempos propios, ese cambio de aliento, ese acontecer como praxis de la libertad tiene que adoptar, para nosotros, la forma de una despatologización. Mucho más cuando se ciernen horizontes patologizadores sobre las subjetividades alteradas y suficientes de hoy. Se arma un efecto capicúa o palindrómico: PANDEMIA (virus) – CUARENTENA – PANDEMIA (mental).
En lugar de estas ecuaciones, deberíamos intentar hacer honor a la frase de Saramago: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, eso es lo que somos”.[9] Eso que merece encontrar otras formas de ser representado y pensado durante esta pandemia y que evite su ingreso a esa “nueva epidemia de nombres impropios” que son los manuales clasificatorios.
Despatologizar es evitar convertir a las neuronas en las nuevas depositarias de los destinos individuales. Es posibilitar que podamos defender como derecho humano una nueva oportunidad para quien ha sido rotulado o etiquetado en lugar de criteriosamente diagnosticado. Rüdiger Safransky propone un novedoso desafío: “Esa es precisamente la oportunidad de la democracia: la vitalidad de la sociedad queda garantizada por el hecho de que nosotros, apoyados por reglas institucionales nos ayudamos recíprocamente a preservar la posibilidad de un comienzo propio en cada caso” (…). Se trata de conservar una cultura política que permita a cada uno hacer su comienzo, o al menos buscarlo”.[10]
La post-pandemia puede ser una oportunidad en este sentido, si evitamos ciertas prácticas proféticas que inmovilizan etiquetando. Y siempre que podamos construir colectivamente alternativas que en lugar de objetivar subjetiven, que en lugar de patologizar, complejicen los abordajes ampliando la mirada y que, en lugar de ”cosméticas del comportamiento” medicalizadoras, incorporen sólo cuando “no hay más remedio” el alivio que un psicofármaco puede aportar a una estrategia que subjetive, incluya y abra puertas. Y hacer entonces posible lo improbable, un nuevo comienzo.
ΨΨΨΨΨΨΨ
*Ponencia presentada dentro de la Mesa Redonda 1: “La Violencia en el Diagnóstico”, del Ciclo de Sábados “La Violencia y Sus Destinos” organizado por AECPNA el 21 de Noviembre de 2020.
**Sobre el autor: Juan Vasen. Buenos Aires. Psicoanalista y Especialista en Psiquiatría Infantil. Ex Docente de Farmacología. Cofundador y actual coordinador del Programa “Cuidar Cuidando”. Miembro fundador y actual Secretario General de Forum Infancias.
[1] Facundo Manes sobre la pandemia: “8 de cada 10 jóvenes del país tienen síntomas de depresión”. Diario Jornada 12/08/2020.
[2] Castell, Robert: La Gestión de los Riesgos. Anagrama. Barcelona 1984
[3] James Barrie: Peter Pan. Terramar Ediciones. Bs. As. 2010
[4] William Shakespeare. La Tempestad. Obras Completas. Aguilar. Madrid 1980
[5] Amélie Nothomb: Ácido sulfúrico. Anagrama. Barcelona 2010
[6] Amélie Nothomb: Una forma de vida. Anagrama. Barcelona. 2015
[7] Michael Ende. Momo. Alfaguara. Madrid. 2007
[8] Michel Foucault: Nietzsche, la genealogía y la historia. Valencia. Pre-Textos. 1998
[9] Museo Saramago. Lisboa.
[10] Rüdiger Safransky. El Tiempo. Tusquets. Barcelona. 2015
Revista nº 17
Artículo 4
Fecha de publicación JULIO 2021