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Destructividad y subjetivación en el trabajo clínico con niños psicóticos*

Destructividad y subjetivación en el trabajo clínico con niños psicóticos*

  • por

Luca Quagelli**

Presentación.  Gabriel Ianni**

Odio, destructividad, ¿componente pul­sional o reacción del yo ante la frustra­ción? El psicoanálisis ha hecho aporta­ciones muy importantes al estudio de la agresividad y de la destructividad hu­mana, aunque los autores que lo han hecho no son unívocos. Entre estos au­tores psicoanalíticos se destaca Donald Winnicott, una de las voces más singu­lares del siglo XX.

Lo importante en Winnicott, respecto del odio, es tanto lo que niega como lo que afirma: niega el concepto de  pulsión de muerte formulada por Freud y niega también el concepto de  envidia prima­ria de Melanie Klein, ya que Winnicott afirma que el impulso destructivo crea la realidad cuando el objeto sobrevive. Es decir, concibe una agresividad prima­ria al servicio de la vida, es decir, como expresión del gesto espontáneo del in­dividuo. Postulada y concebida como fuerza vital – que impulsa la crea­tividad, el conocimiento y el aprendizaje – la concibe como un articulador esencial de la subjetivación del individuo ya que forma parte del impulso amoroso primi­tivo.

En la fase más temprana del desarrollo del yo, la agresión forma parte de la ex­presión del amor ya que el bebé desea poseer el objeto. La confusa y caótica si­tuación interna que experimenta el bebé – el estado no integrado, diría Winnicott – requiere de la presencia de un conti­nente – la madre ambiente – para poder metabolizar y transformar esa experien­cia en algo representable. El infans se encuentra en un estado de absoluta de­pendencia del objeto materno para desarrollar esa capacidad de apropiarse de su propia experiencia.

En los primeros momentos, es crucial que el objeto materno maternice, es de­cir, que tenga la capacidad de tolerar el ataque pulsional del bebé. Y paulatina­mente, solo paulatinamente, deberá oponer resistencia. Porque es en la opo­sición de la madre a este ataque pulsio­nal donde va a aparecer la primera dis­tinción yo/no yo. El adecuado grado de oposición al amor pulsional del bebé ejercido por el objeto materno, en el mo­mento oportuno, es fundante ya que permite que el bebé comience a diferen­ciar el objeto subjetivo que forma parte de su realidad interna, de una realidad externa formada por objetos comparti­bles y compartidos.

En este proceso es primordial la capaci­dad contenedora del objeto materno, el holding en Winnicott o la capacidad de Reverie en Bion. Sabemos de la im­portancia que tiene para el desarrollo del psiquismo infantil contar con un am­biente sostenedor. La función que tiene para el desarrollo del individuo contar con una madre suficientemente buena: una madre capaz de ponerse en ese di­fícil punto donde convergen la alucina­ción y la realidad en la ilusión del niño de haber creado al objeto; una madre que también debe ser capaz de ir desilu­sionando gradualmente a su bebé.

Pero cuando la madre no sabe o no puede conformar el ambiente adecuado que su bebé necesita, cuando falla el holding, y en lugar de satisfacer adecua­damente sus necesidades las interfiere, obliga al niño a un desarrollo patológico, a un falso self. Un  falso self que repri­mirá esa fuerza vital, esa agresividad primaria, para someterse a la realidad que le ha tocado vivir dando lugar a una agresividad reactiva, a un odio que o bien dirigirá contra sí mismo o bien diri­girá contra sus objetos.

Winnicott  afirma que «Las personas no recuerdan haber recibido un sostén ade­cuado: lo que recuerdan es la experien­cia traumática de no haberlo recibido». Considera que los niños que han resul­tado traumatizados por haber sufrido rupturas excesivas de la continuidad de su existencia en épocas tempranas ex­perimentan lo que ha llamado angustias catastróficas producto del derrumba­miento de un yo cuando aún estaba en construcción. Angustias que se expre­san como una sensación de fragmen­tarse en mil pedazos, de caer en un uni­verso infinito y sin forma, de perder la conexión con el cuerpo…de desparra­marse.

Lo que la clínica nos muestra es que los pacientes que padecieron fallos severos en la función sostenedora del ambiente, que han padecido fallos severos en la función materna  suelen reeditar, en la situación analítica, aquellas fallas trau­máticas originarias. Reediciones  – ¿o ediciones? – que vendrán acompañadas de ataques al encuadre, o a la figura del terapeuta;  ataques a los que el analista deberá sobrevivir.

Cuando la ausencia de límites en el mundo interno se enfrenta a la ausencia de límites en el mundo externo, el sujeto se encuentra solo, enfrentado a la fuerza devastadora de sus impulsos, ba­rriendo el yo. Como Winnicott entendió, la destructividad no es solamente una reacción del yo a la frustración que surge de la conciencia de la alteridad del otro: es también lo que provoca la crea­ción y la elaboración de esta alteridad. En el encuentro analítico la psicosis se caracteriza por la imposibilidad, por parte del paciente, de reconocer a los demás y a uno mismo como individuos completos y diferenciados. El otro no es vivenciado como otro sujeto; él o ella es un objeto subjetivo que debe encon­trarse exactamente donde el paciente lo crea (presentación del objeto). Los fallos en la simbolización implican la incapaci­dad de diferenciar entre el interior y el exterior, entre self y objeto, y constituye la característica fundamental sobre la base en la cual se puede imaginar el funcionamiento psicótico en el entorno clínico. Una falla inscripta en un fallido encuentro con el objeto materno en el origen de la vida psíquica. Cuando el proceso de simbolización primaria no puede tener lugar, el niño tiene la terrible experiencia de la discontinuidad del ser  – un estado de desintegración, un senti­miento de existencia discontinuo – y la ansiedad que sobreviene, entonces, pertenece a la categoría de la agonía.

Cuando los procesos de integración psi­cosomática están lo suficientemente avanzados, el yo puede asumir gradual­mente la responsabilidad de la violencia de sus impulsos, que comienza a perci­bir como internos. Esto solo puede ocu­rrir si el objeto demuestra su capacidad para sobrevivir creativamente a dicha violencia. Solo cuando esto sucede puede el sujeto experimentar con éxito la existencia de un límite sólido y estruc­turante con la seguridad de que su ira no es imparable ni arrasadora. La respon­sabilidad de la ira contra el objeto solo podrá ser asumida, aceptada y elabo­rada en presencia de la madre ambiente que sostiene la experiencia sin aban­dono, rechazo ni retaliación.

Winnicott hizo una original aportación sobre la función que cumple la destruc­tividad, como veremos en el material clí­nico. La destructividad no debemos pen­sarla simplemente como un ataque al vínculo o al objeto, ni tampoco enten­derla como una mera evacuación emo­cional o descarga pulsional. La aporta­ción original winnicottiana consiste en pensar la destructividad como un intento desesperado por construir la alteridad y, por lo tanto, de crear un vínculo.

Winnicott considera de suma importan­cia que el analista acepte en él el surgi­miento de reacciones imprevisibles, desconcertante e incluso hostiles, de origen consciente o inconsciente, que a menudo responden al impacto que pro­ducen en él las actitudes agresivas de su paciente.

Estamos ante una teoría y una praxis que concibe al analista como alguien fuertemente comprometido con su tra­bajo y con su paciente, y que está inevi­tablemente atravesado por las múltiples y variadas complejidades de su propia subjetividad.

Pero en todo análisis son inevitables ciertos fallos del analista. Un analista su­ficientemente bueno, también es un analista que falla, es un analista que no siempre puede estar allí donde el pa­ciente lo necesita. La actitud ética del analista de mantenerse fiel a sí mismo, de sobrevivir, de ser, como nos dirá Luca Quagelli, vivo y creativo y de estar allí donde el paciente nos necesita y por ende nos crea; el ofrecerse como conti­nente para alojar los intensos sentimien­tos que se despiertan en el contacto ín­timo con el niño, le permite al paciente revivir y reubicar aquella vivencia trau­mática que fue parte de lo sabido no pensado, (Bion) y que tanto afectó su desarrollo en su primera infancia.

La nueva versión que el paciente em­pieza a concebir en el tratamiento, los fallos en la función contenedora de la madre-ambiente – las fallas en su desa­rrollo emocional primitivo-  hará surgir en él algo que recién ahora puede vivenciar como odio. Un odio que irá dirigido a otro, al terapeuta, que es vivenciado como una suerte de espíritu maligno. Un terapeuta que debe poder tolerar ese odio, que no debe responder pagando con la misma moneda, un terapeuta que no debe contraatacar, y que puede en­tonces demostrarle a su paciente que ese odio no es arrasador, ya que el ana­lista puede sobrevivir a él y mantenerse vivo y creativo. El terapeuta que sobre­vive es el que permanece en su función analítica sin mayores cambios, que se mantiene fiel a sus principios éticos y no toma represalias. Solo así se puede pro­mover la cura y auspiciar lo que Winni­cott considera un nuevo comienzo que destrabará el desarrollo detenido o des­viado originado por las fallas tempranas de su ambiente. Pero sobrevivir a la des­tructividad no implica solamente perma­necer vivo,  es decir, disponible. Implica la transformación de los contenidos mentales evacuados, implica un trabajo psíquico en el analista que le permita al paciente convertir en pensables las vi­vencias terroríficas que lo inquietan.

La distinción que traza Winnicott entre odio y destructividad arroja luz, no solo sobre el funcionamiento mental infantil, sino que traza una recomendación ética sobre el lugar y la función analítica del terapeuta. En la destructividad no hay una diferenciación establecida aún entre yo-no yo; entre el yo y sus objetos – por eso el objeto no es atacado; es ante el surgimiento del odio que deviene fun­dante la capacidad de holding del ob­jeto, que debe contenerlo sin retaliación ni venganza, y  en esa búsqueda de contención, de metabolización, surgirá el vínculo, creando, así, tanto al yo como al objeto materno.

La sesión clínica que hoy nos presenta Luca Quagelli nos habla de las peripe­cias de un encuentro de un analista comprometido, valiente y honesto, que se toma a sí mismo como paciente al ex­plorar permanentemente su contratrans­ferencia. Una contratransferencia que utiliza como brújula para comprender a su pequeño paciente, Amine, de 6 años. Un analista que se ve ante la dificilísima tarea de tolerar los ataque de su pa­ciente, que se ve ante la dificilísima ta­rea de elaborar sus propias reacciones hostiles y el desconcierto  que le gene­ran; y al mismo tiempo teniendo que es­tablecer demarcaciones precisas sin la intención de someter a su paciente – y éste es un elemento clave – no busca someter a su paciente, no busca la obe­diencia ni el acatamiento; sino que busca ofrecerse como un continente adecuado que contenga y de sentido a los comportamientos del niño.

El material clínico que Luca Quagelli comparte con nosotros, nos muestra cómo se puede transformar e integrar la destructividad en el curso de un trata­miento. Veremos cómo, durante el pri­mer período del tratamiento, la continui­dad de ser del paciente estaba perdida y no podía controlar ni su cuerpo ni sus comportamientos. La destructividad de Amine era la única forma de expresar y comunicar la devastación de su mundo interno. Pero la mente de Amine buscó un continente que pudiera recibir, tolerar y simbolizar su destructividad. Gracias a la estabilidad y confiabilidad del encua­dre – reeditando a la madre ambiente- junto a un cuidadoso trabajo de vincula­ción pudo desarrollar un primer límite entre el adentro y el afuera; y entre el self y el otro. Esto condujo al surgi­miento de ansiedades persecutorias y la destructividad original de Amine pudo ser transformada gradualmente en odio y en rabia. Situación que Luca solo puede logar en función de la profunda comprensión que logra establecer con aquello que habita en su joven paciente y que es el resultado de un vínculo de dependencia perturbado en su desarro­llo temprano y porque puede entender que toda conducta “destructiva” del niño lleva en germen la búsqueda y la posibi­lidad de lograr la satisfacción de sus ne­cesidades de dependencia.

Bibliografía

BION, W. R., Learning from Experience, 1962, London, Tavistock.

LACRUZ, Javier, La teoría de la agresividad en Winnicott, Zaragoza, 2013

WINNICOTT, Donald, El odio en la contratransferencia, 1947, escrito leído ante la Sociedad Psicoanalítica Británica.

WINNICOTT, Donald, Realidad y juego. Barcelona, Gedisa, 1979.
WINNICOTT, Donald, Escritos de pediatría y psicoanálisis. Barcelona, Laia, 1981.
WINNICOTT, Donald, El proceso de maduración en el niño. Barcelona, Laia, 1981.
WINNICOTT, Donald, El gesto espontáneo. Barcelona, Paidós, 1990.
WINNICOTT, Donald, Exploraciones psicoanalíticas I. Buenos Aires, Paidós, 1991.
WINNICOTT, Donald, El niño y el mundo externo. Buenos Aires, Lumen-Hormé, 1993.
WINNICOTT, Donald, El hogar, nuestro punto de partida. Buenos Aires, Paidós, 2001.

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Exposición de la Sesión Clínica*

Luca Quagelli**

La clínica de la psicosis constituye, para quien decide probarla, una experiencia de encuentro, y a veces de confronta­ción, con los límites, entendidos tanto como límites de nuestros modelos teóri­cos, como límites de la cantidad de emo­ciones y sensaciones que cada uno de nosotros puede sostener y soportar du­rante las sesiones.

Usando una metáfora marinera, podría­mos decir que encontrarse con el sufri­miento psicótico significa ser capaz de encontrar-crear, con el paciente y para el paciente, una ruta que permita sobre­vivir creativamente a la violencia de un mar que parece estar permanentemente en tormenta. Para cruzarlo, no hay brú­jula. Las cartas náuticas se interrumpen donde comienza el viaje.

Más allá de la metáfora, y siguiendo las enseñanzas de Winnicott, creo que la psicosis se caracteriza, en el trata­miento, por la incapacidad del paciente de reconocer a los demás y a sí mismo como personas íntegras y diferencia­das. El otro no es experimentado como otro-sujeto. Es un objeto subjetivo que ha de dejarse encontrar exactamente donde el paciente lo crea.

Este es un punto fundamental: el límite que diferencia al yo del otro no es un he­cho. Su organización es el resultado de un trabajo mental cuyo éxito no se da por descontado y depende de la calidad del encuentro con el objeto.

En los casos en que este encuentro re­sulta ser un fracaso, el niño experimenta la experiencia aterradora de una discon­tinuidad del ser, y la angustia resultante es entonces del calibre de la agonía.

Estas experiencias originales dejan sus huellas en la mente en forma de huellas sensoriales, inasimilables e intransformables. Y es de esta misma forma que aparecen en el tratamiento: de forma sensorial, corporal y conductual.

Pensar la psicosis en estos términos im­plica consecuencias desde el punto de vista de la técnica. Los momentos de in­diferenciación que nos hace vivir el pa­ciente psicótico no deben interpretarse como defensivos. Traducen la incapaci­dad de organizar un límite estructurante entre uno mismo y el otro.

En estos casos, el análisis puede con­vertirse en el lugar donde se construye por primera vez este límite. En el mate­rial clínico que ahora les presentaré, tra­taré de ilustrar cómo se puede lograr este proceso, enfatizando el papel de la destructividad del paciente y la impor­tancia que asume el procesamiento con­tratransferencial del analista para fo­mentar una transformación e integración progresiva.

En nuestro primer encuentro, Amine, un niño psicótico de seis años, entra en mi habitación y tira al suelo todo lo que hay en ella. Cajones, cajas, armarios. Nada escapa a su furia. Amine agarra todo lo que está a su alcance y lo lanza al aire, con un fuerte ruido.

Después de unos minutos trato de co­mentar que hay muchas cosas nuevas, desconocidas, y que tal vez sacarlas to­das de esa manera permite tener un poco menos de miedo. Sin efecto. Des­pués de unos momentos más, aventuro que tal vez Amine esté enojado porque mi material es diferente al que tenía su terapeuta anterior. Porque yo no soy ella.

La emoción simplemente crece. “Sí, ge­nial”, exclama Amine, gritando más y más fuerte. Su cuerpo no puede que­darse quieto ni un solo momento. Mis palabras parecen atravesarle sin dejar rastro.

Durante un buen rato me siento impo­tente. Inútil. Mis interpretaciones “clási­cas” no me sirven para nada con este paciente. No me permiten comunicarme en su nivel de funcionamiento.

En el enésimo bloque que cruza la habi­tación y golpea la pared, sin embargo, tengo una intuición. “Es muy importante que yo sea muy sólido”, exclamo diri­giéndome a Amine.

Por primera vez, el niño se detiene, in­teresado, mirándome. “Aquí en psicote­rapia se pueden traer todas las ideas, in­cluso las de destrucción… la psicotera­pia puede actuar como contenedor de todas estas ideas tan difíciles”. Luego tomo un trozo de plastilina, construyo un recipiente para el bloque que el paciente acaba de tirar contra la pared y lo coloco en el interior.

Amine se acerca y toma mi construcción en sus manos, más tranquilo. Luego se­ñala una tela muy grande y me pregunta “¿para qué sirve?”. Lo pienso por un mo­mento y le digo: “que construya una tienda”. “Hazlo”, dice perentoriamente.

Cuando la tienda está lista me dice: “Es de noche. Necesitamos dormir”. Así que va y apaga la luz para que oscurezca de verdad.

Analista: “¿Necesitas una manta para la cama?”. Amine agarra una manta y se la tira encima. Luego trocea una hoja de papel y coloca los trocitos de papel en mis piernas, diciéndome que esa es mi manta. “Cierra los ojos”, agrega.

Nos quedamos un rato tirados en la tienda, luego Amine se levanta y me dice: “quédate ahí, no te muevas”. Toma un cuenco y algunas piezas de plastilina sin forma, luego enciende la luz: “Es de mañana, puedes abrir los ojos. ¡Come!”.

Tengo la impresión de presenciar la reactivación, en la relación terapéutica, del intento de construir esa rítmicidad original que ordena y da sentido a las al­ternancias sueño-vigilia, hambre-sacie­dad, calor-frío, en el encuentro entre el bebé y su madre.

Estoy muy conmovido. Vacilo un poco y luego le digo con delicadeza: “Es real­mente necesario que te cuide bien”. “Cállate”, responde Amine con decisión.

No debo tener prisa, pienso para mis adentros. Es hora de aprender a jugar juntos. Para las palabras, habrá tiempo luego.

Salgo de la sesión un poco aturdido. Confundido. Sobre todo, agotado. Tengo la sensación de haber tenido que apelar a todos mis recursos, a mi cuerpo, a mis emociones. Me siento va­ciado, pero también tengo la impresión de que en algún momento Amine y yo nos hemos encontrado.

Una secuencia más, unos seis meses después. Esta vez se trata de una se­sión que precede a una larga separa­ción de tres semanas.

Amine parece estar en medio de una ex­citación incontenible. De nuevo, em­pieza a tirar los objetos de la consulta contra las paredes, y al suelo.

En un momento agarra un frasco de cris­tal en el que él había mezclado la plasti­lina con el agua, lo abre y saca peque­ños pedazos de plastilina húmeda y pe­gajosa que tira por todas partes.

Le hablo entonces de su sensación de sentirse abandonado, y de la ira que le genera. Pronto habrá vacaciones. Amine me necesitará, y yo no estaré allí.

El paciente me escucha por unos mo­mentos, luego la defensa maníaca toma el control. Es como si, ante la separa­ción que se hace real, su Yo se rom­piese en mil pedazos. La madre-am­biente, en lugar de sostener su naciente experiencia de omnipotencia, le de­manda un esfuerzo para simbolizar la ausencia, un esfuerzo del que no parece capaz en ese momento.

En su mente, no existe representación alguna de un posible reencuentro. La separación es la ruptura del vínculo. Ruptura de la continuidad existencial.

Cuando termina la sesión y Amine sale de la habitación, el espectáculo que aparece ante mis ojos es desolador. Grandes manchas de plastilina húmeda y pegajosa por todas partes: en el suelo, en las paredes, en el escritorio. Hasta en mi ropa.

Me siento exhausto. Sin más energía. Me digo a mí mismo que esa escena de destrucción, esos “escombros” esparci­dos como pequeños islotes dispersos, son probablemente la única forma en que Amine puede mostrarme el estado de su mente frente a la separación-abandono.

Sin el objeto, el Yo se derrumba. O más bien, probablemente reactiva la expe­riencia de un colapso ya ocurrido, en los orígenes de la vida mental: el contene­dor se hace añicos. El contenido se es­parce por todos lados. Deforme. Desfi­gurado.

La identificación proyectiva, en lugar de transmitir afectos insoportables, trans­porta un material aún más arcaico, sin forma, ligado a las sensaciones, a los estados del cuerpo.

En ese sentido, Amine no me ataca a mí, ni ataca al encuadre. Deposita en la terapia, en su analista, la devastación de su espacio mental.

En su trabajo sobre el uso del objeto, Winnicott (1969) mostró cómo la des­tructividad, que es diferente del odio, puede (también) tener una función de vínculo. Diría, concretando su pensa­miento, que la destructividad tiene más bien un potencial comunicativo. No es comunicación en sí misma, pero puede llegar a serlo en función de la calidad de la respuesta del analista.

A la vuelta de vacaciones, Amine me sa­luda con una gran sonrisa y luego corre hacia mi consulta.

Cuando entro, está escondido debajo del escritorio. Me espero un poco, luego trato de jugar al escondite: “Amine, ¿a dónde fuiste? No te veo por ningún lado…”. Finjo buscarlo en todos los rin­cones de la habitación, sin dejar de ha­blar, para crear un envoltorio sonoro que le garantice la sensación de continuidad de la existencia.

Analista: “Amine, ¿estás ahí?”. Pa­ciente: “Me he vuelto invisible”. Analista: “¿Invisible? ¿Pero sigues ahí?”. Pa­ciente: “Sí”. Analista: “Afortunadamente. Tenía miedo de que  hubieras desapa­recido”.

Jugamos unos minutos más, luego Amine sale de su escondite y me dice “¡Estuve aquí! ¡¿No me veías?!”. Luego se acerca a mí y comienza a inspeccio­nar cuidadosamente mi rostro. Es como si necesitara sentir que soy realmente yo, que sigo siendo el mismo.

Cuando se lo cuento, parece calmarse. Se sienta en el suelo y me dice: “Mira mi pierna. Me lastimé al terminar la es­cuela”. “Nuestra separación antes de las vacaciones también había sido dolo­rosa”, le digo.

Amine se quita un zapato, se lo lleva a la nariz y exclama: “es repugnante. Huele fatal”. “Aquí en terapia puedes traer todas las ideas, incluso las asque­rosas”, digo pensando en la plastilina que había esparcido por todo el lugar antes de las vacaciones.

En ese momento, Amine presiona con su pie contra mi pierna y exclama: “Mira, es enorme”. “¿Como si fuéramos la misma cosa?”, le digo pensando en las superficies de nuestros cuerpos que se pegan y se fusionan.

En respuesta, Amine señala mi pierna y dice “golpea”. Me pregunto si él está ex­presando un pedido de ayuda con res­peto a la diferenciación, o si está expre­sando su ira (ataque) contra mí por ha­ber estado ausente.

Decido dar prioridad al registro de fun­cionamiento más primitivo. Así comen­zamos una secuencia en la que, alterna­tivamente, damos pequeños golpes, en mi pierna, o en su pie, aún “pegados”, trabajando las sensaciones así genera­das y la construcción del límite entre los cuerpos: “aquí, siento el contacto con tu mano”; “Ahí no siento nada. Y tú, ¿qué sientes?”. “Aquí está mi cuerpo”; “Ahí está tu cuerpo”….

Pronto se crea una especie de ritmo co-construido en el que ambos sentimos una evidente satisfacción.

En esos momentos, siento que Amine no me vive como un objeto separado, con sus emociones, sensaciones, y pen­samientos propios. Más bien me parece que soy un doble, que pone a su dispo­sición su psique-soma, pero que al mismo tiempo introduce pequeños ele­mentos que dan impulso al trabajo de di­ferenciación.

Este trabajo sólo puede tener lugar en presencia del objeto. Es sólo al reencon­trar al objeto, en el encuentro con el mismo, que la ausencia pueda ser par­cialmente elaborada.

Pasan así unos seis meses, en los que trabajamos mucho estas experiencias sensoriales y corporales. Luego, un día, al reencontrarnos después de dos se­manas de vacaciones, Amine corre a es­conderse debajo del escritorio y ex­clama: “¿Y si jugamos al escondite?”.

Por primera vez, él quiere ser quien cuente. Puede soportar cerrar los ojos y hacerme desaparecer por un momento, aunque es él quien me muestra dónde esconderme. Si trato de hablar, me manda callar. “No hables. Quédate es­condido”.

Ya no necesita ese envoltorio de sonido que había demostrado ser tan impor­tante en los meses anteriores. La au­sencia ya no es sólo un vacío. Ya no in­terrumpe el pensamiento de una ma­nera tan global.

Amine puede comenzar a estar solo en presencia del objeto. A preguntarse por “otro lugar” en el que yo podría existir cuando no estoy con él.

Después de jugar un buen rato, inter­vengo: “¿Dónde estuvo tu analista du­rante las vacaciones? Lo buscaste por todas partes. La espera fue muy larga”.

En ese momento, Amine toma boli y pa­pel y comienza a escribir algo. Es la pri­mera vez que le veo escribir.

Con dificultad traza las letras de su nom­bre. Luego se detiene, extasiado, para admirar su conquista.

Me detengo, impactado, a observar esa nueva capacidad de inscripción, esa huella dejada en la hoja justo después de escenificar la pérdida y el hallazgo. La ausencia comienza a volverse gene­rativa, a ser representada.

Amine toma otra hoja y dibuja: una casa, con un personaje al lado. “¿Quién es?” le pregunto. “Es un señor”, responde. “¿Un Sr. Quagelli?”. “No, me. … Ahora escribo su nombre”. Y escribe, justo de­bajo, “Mr. Yo”.

Era como si todas esas inscripciones sensoriales y corporales desconectadas en las que habíamos trabajado durante meses finalmente se unieran entre sí, dando vida a un Yo capaz de sentir sus propias fronteras corporales y psíqui­cas. La separación le había permitido completar la fase más primitiva del tra­bajo de diferenciación; trazar un límite entre su propio cuerpo y el cuerpo de la madre-analista, permitiéndole final­mente afirmar de manera auténtica, en­carnada, “yo soy”.

En la siguiente sesión, Amine trabaja in­tensamente en una nueva “casa”, que fi­nalmente ocupa casi la totalidad de la sala de la consulta. Utiliza todo el mate­rial presente con destreza y me explica que “la casa debe ser muy sólida. Es fundamental que no haya huecos”.

Este niño, que apenas un año y medio antes solo podía esbozar la estructura de una fachada, ahora siente la impor­tancia de sus fronteras y quiere prote­gerlas en su integridad.

Por primera vez empiezo a sentir la apa­rición de angustias de carácter más per­secutorio en la transferencia: si se cae una almohada o se mueve un poco una de las telas, es una catástrofe y hay que reparar el agujero inmediatamente. La casa podría ser invadida.

Una vez terminada la construcción, Amine me invita a entrar con él. “Aquí estamos bien protegidos, le digo. Tu ho­gar es sólido, nos hace sentir a salvo”. Por un momento, experimentamos una especie de regreso a un estado indife­renciado, como si ambos estuviéramos dentro de un útero materno que nos sos­tiene y nos nutre. El cuidado amoroso de la madre puede interponerse entre el in­dividuo y el mundo exterior, desacti­vando así la amenaza de desarrollar un funcionamiento paranoide organizado (Winnicott, 1952).

Después de un momento, Amine sale de la “fusión” y exclama: “Oh, no. Me olvidé de construir el baño”. Aquí em­pieza a tomar forma un “otro lugar” y se puede pensar, en su construcción, en la existencia de dos espacios, conti­guos pero diferenciados, que se abren paralelos en el interior del cuerpo, en el interior de sus contenidos, con zonas de transición entre el interior.

En las siguientes semanas, la elabora­ción de estas problemáticas alimenta el surgir de experiencias cada vez más persecutorias. Por ejemplo, Amine co­mienza a observar que mis ojos son “ex­traños”, “Como rayos láser”. En varias ocasiones me pregunta: “¿pero por qué hablas de esa forma?” Luego repro­duce, con gran destreza, mi acento, mi manera de pronunciar las palabras.

Analista: ¿Hablo un poco raro?

Amine: Sí, me asustas. Y corre a escon­derse debajo del escritorio, envuelto en una de las telas.

Analista: Te asusto porque somos dife­rentes.

Amina: Eso es… ¿Cómo lo sabes ?

Analista: ¿Como si leyera tus pensa­mientos?

Amine comienza a emitir aullidos terrorí­ficos “Soy un lobo… te ataco”.

Analista: Necesitas ser muy, muy fuerte para protegerte de este malvado Quagelli que da tanto miedo.

Amine: “Tengo que construir un ataque”. Luego encuentra ese frasco de cristal que había sido tan importante en los pri­meros meses de la terapia, lo llena hasta el borde con plastilina, luego in­serta una probeta larga y estrecha, de plástico transparente en la parte supe­rior. “Necesito mucha agua… tengo que ponerla ahí, en la probeta… la que pusi­mos ya no está”. “Fue hace mucho tiempo”, le digo.

Después de trabajar un buen rato, me muestra su construcción y exclama: “Aquí. Este es mi ‘ataque'”.

Analista: Un ataque con una gran cosa en el centro

Amine: Como un gran pito

Analista: ¿Un gran pito lleno de pipí?

Amine: Quiero hacer pipí encima de ti

Analista: Esto es la ira. Una ira negra porque sientes que pronto se acaba la sesión y cuando nos separamos duele mucho, por dentro. Te sientes abando­nado.

Siento que su ira crece. Amine agarra su “ataque” y comienza a lanzármelo. Casi se siente como si pudiera palpar el enorme esfuerzo que está haciendo para no estallar en cólera. Arroja algu­nos objetos al suelo, furioso, pero logra salvaguardar su construcción, para po­der volverla a encontrar en la próxima sesión. Antes de salir de la habitación, insiste en poner “un tapón” a la probeta llena de agua.

Analista: Estás haciendo un gran es­fuerzo para tratar de controlarte, aunque sea muy difícil

Amine: Sí, es muy difícil Quagelli. Nece­sito mucha ayuda

En las semanas que siguen, la terapia se vuelve cada vez más difícil. Las an­gustias intrusivas son muy intensas, y la ira resultante suele ser incontenible. Va­rias veces, las sesiones vuelven a ex­tenderse más allá de la hora estable­cida. Amine grita, no me deja decir nada. Es como si ante la idea de dejarme se le abriera una vorágine muy profunda en su interior. Sin embargo, se trata de un derrumbe de naturaleza distinta a las que experimentamos al inicio del trata­miento. En aquel entonces, no había ningún Yo capaz de sentir la experiencia como un estado subjetivo y el único “len­guaje” disponible era el del cuerpo y el acto. Ahora, sin embargo, la continuidad de la existencia ya no parece tan grave­mente amenazada. Amine es capaz de percibir la experiencia de la separación como un estado más subjetivo, aunque el dolor que resulta de ello sigue siendo muy  profundo e insoportable. Para no romperse, su Yo se ve obligado a defen­derse hasta la muerte por miedo a ver sus fronteras invadidas y violadas; por temor a las represalias.

El esfuerzo que se me requiere para apoyar el proceso analítico es descomu­nal. Extremadamente profundo. Salgo de las sesiones cada vez más vaciado. Cada vez más agotado. A veces pienso que la cólera de mi paciente nunca se acabará, que nunca se detendrá. Tiene hambre de un objeto, Amine, pero es un hambre tan atávica, y lleva tanto tiempo insatisfecha, que en muchos momentos la tarea que se me presenta parece so­brehumana.

Todo ello hasta una sesión muy dura en la que la situación empeoró drástica­mente.

Desde el momento en que nos reencon­tramos, Amine parece especialmente afectado. Por primera vez, quita el “ta­pón” que le había puesto a su “ataque” y me tira el agua. No me golpea casual­mente, su ira realmente está dirigida a mí.

Con dificultad logramos hablar sobre lo que está o no está permitido en la se­sión, sobre las diferentes formas en que puede expresar y transformar su ira.

Amine coge un muñeco y, haciéndolo sentar en un pequeño orinal, me dice “mira, caca”. “¿Él también está muy enojado?”, le pregunto. “Está enojado contigo. Te quiero hacer caca encima”. Y tratar de sentarse en el orinal él mismo.

Titubeo. Le digo que puede imaginarse haciéndolo, pero que no puede hacerlo “de verdad”. Que, si no puede aguan­tarse, tengo que acompañarlo al baño. Amine no muestra signos de moverse. Después de un momento, asustado, lo muevo físicamente.

Algo chirría dentro de mí y me impulsa a actuar. Por primera vez en mucho tiempo, no estoy seguro de poder aguantar.

Amine probablemente percibe esta falta mía y está aún más angustiado.

El final de la sesión está cerca, pero me cuesta dejarme encontrar, vivo y crea­tivo, allá donde el paciente me necesita­ría.

Cuando le digo que nuestro tiempo se ha terminado, se niega a salir. Largo, cada vez más largo. Más y más tiempo. Siento que me faltan ideas. No sé qué más hacer. No soy capaz de ponerle lí­mites.

Amine me pide que construya una casa, diciéndome que entrará por un mo­mento para dormir y luego partirá. Acepto, más por agotamiento que por convicción, y nos tumbamos los dos en la tienda. “Es de noche, cierra los ojos”, me dice. Después de unos momentos, siento que se levanta. “¿Es de mañana? ¿Podemos ir?” Le pregunto esperanzado. “Para. No hables. Aún no es de mañana. Te he dicho que cierres los ojos”.

Ya no puedo pensar. Permanezco en la tienda, enojado y exhausto, con los ojos cerrados.

Sin darme cuenta, me retiro de la rela­ción.

Amine se encuentra entonces en un es­tado muy diferente al del bebé que, sólo en presencia del objeto, puede interro­garse sobre los límites de su ser y la di­ferencia entre él y el otro. Al retirarme de la relación, lo abandoné. Ya no estoy disponible para él.  Está realmente solo. Oigo un gran estruendo. Numerosos ob­jetos caen al suelo. Luego hay un mo­mento de silencio. Cuando decido abrir los ojos, el panorama que aparece ante mí me deja sin aliento: en el centro de la habitación está Amine, de pie sobre sus piernas, con una expresión de triunfo en el rostro, orinando sobre una colchoneta y unos juguetes.

Permanezco petrificado por un instante, luego me sacudo. En cierto modo, la vio­lencia de ese gesto me despierta de mi letargo. “Esto está absolutamente prohi­bido. Lo sabes bien. Si tienes que orinar de verdad, tienes que ir al baño”.

La firmeza con la que ahora me opongo a sus pulsiones devastadoras hace que su mirada triunfante pronto se convierta en miedo. Amine se tapa, y las lágrimas comienzan a brotar de sus ojos “Es de­masiado tarde, es demasiado tarde”, re­pite desesperadamente. Probablemente teme la venganza de mi parte (la “ley del talión”), pero también me comunica la desesperación profunda y aterradora en la que se encontró sintiendo los fraca­sos de mi capacidad de holding.

Analista: Por un momento sentiste que me había ido. Te sentiste abandonado, solo con tu ira. Llegué demasiado tarde

Mi interpretación parece tranquilizarlo.

Después de llevarlo de vuelta a la sala de espera, me quedo solo en la habita­ción durante mucho tiempo. Amine no estaba en condiciones de limpiar lo que hizo, así que depende de mí hacerlo. Decido no delegar la tarea a los limpia­dores, porque lo que pasó debe quedar dentro de la terapia, pero también por­que yo mismo me siento demasiado frá­gil, demasiado afectado íntimamente para poder exponerme de manera tan inmediata y directa a la mirada y a las preguntas de los demás.

Mientras arreglo la habitación, una masa de emociones brutales e inextrica­bles lucha dentro de mí. Realmente me siento como si Amine me hubiese ori­nado encima.

Siento una rabia sorda, violenta. Sin lí­mites.

Necesito un largo momento antes de que el pensamiento pueda traer algo de orden a esos afectos tan salvajes. Es quizás la primera vez que me autorizo ​​a sentir tan vívidamente todo mi odio con­tratransferencial. Ha sido necesario pa­sar por el acto extremo, violento, para que yo pudiese aceptar identificarme completamente con la brutalidad de los movimientos pulsionales de Amine; quizá experimentando lo que él sintió desde hace tiempo durante cada sesión.

Empujándome al límite de mis fuerzas, dejándome por un momento incapaz de estar presente y creativo, Amine me ha­bía mostrado cuán incontenible era para él la violencia de su ira. Cuánto era ne­cesario para él encontrar un límite ex­terno, y qué aterradora era la experien­cia de un objeto inconsistente, incapaz de detenerle. Incapaz de sobrevivir.

Donde la ausencia de límites en el inte­rior choca con la ausencia de límites en el exterior, el sujeto se encuentra solo frente a sus pulsiones, que se derraman sin límites, arrollando al Yo. Como había adivinado Winnicott, en efecto, cuando los procesos de integración psicosomá­tica están suficientemente avanzados, el Yo ciertamente puede comenzar a asumir la “responsabilidad” de la violen­cia de sus pulsiones, que comienza a percibir como internas, pero esto sólo es posible a condición de que, al principio, el objeto se haya mostrado capaz de so­brevivir, creativamente. Solamente cuando esto sucede, de hecho, el sujeto es capaz de sentir la existencia de un lí­mite sólido y estructurante contra el cual chocar, asegurándose así de que su ira no es imparable.

La responsabilidad de la ira contra la madre (analista)-objeto (objeto de la pul­sión) puede ser asumida y aceptada, elaborada, sólo en presencia de una madre (analista) -ambiente (objeto del narcisismo) que mantiene la experien­cia, sin retirarse o actuar con represa­lias.

La constancia del encuadre, la repeti­ción de las sesiones y la renovada dis­ponibilidad física y mental del analista tranquilizan al paciente sobre sus temo­res retaliativos.

En la siguiente sesión, hablo con Amine sobre lo que pasó: su enfado y la terro­rífica sensación de haber tenido que en­frentarse a ella en soledad. Luego le digo que traje algunos productos de lim­pieza y esponjas para limpiar juntos el lugar de la habitación donde él había ori­nado.

Amine escucha con mucha atención y accede a limpiar. En presencia de un ob­jeto vivo y creativo, puede comenzar a asumir la responsabilidad de su ira.

Posteriormente, le propongo crear una señal de prohibido. El paciente me mira desconcertado: “¿qué es?”. Así que tomo una hoja de papel y dibujo una gran señal de prohibido, y luego escribo: “Está prohibido orinar de verdad en la habitación”. Cuando ve el dibujo, Amine se enfada de nuevo. Agarra el papel, hace una pelota y lo tira en un gran con­tenedor cilíndrico en la esquina de la ha­bitación. “A la basura” (pero no lo tira en la verdadera basura -papelera-, que ya había utilizado en otras ocasiones). Después de un momento, él mismo co­rre a recoger el dibujo del cilindro, lo es­tira un poco con las manos y me dice: “Yo también quiero hacer uno”. Coloca la señal sobre el escritorio y la copia cui­dadosamente, reproduciendo una idén­tica, que luego pegamos con cinta adhe­siva a una pared, para que sea clara­mente visible desde todos los puntos de la habitación.

Sin embargo, cuando se trata de irse, la ira vuelve a imponerse por enésima vez. Amine comienza a lanzarme juguetes, con la clara intención de golpearme. “Eres malo, Quagelli. No quiero irme. No eres tú quien decide. Quedémonos un rato más, ¿vale?”. Le explico que cuando me pega me siento mal y que eso también está prohibido. Entonces le digo que no es él quien decide, pero yo tampoco. La duración de la sesión siem­pre es la misma, es una regla del servi­cio de salud mental que ambos debe­mos cumplir.

Amine no quiere / no puede escuchar ra­zones. No puede ponerle freno a su ira salvaje. Parece indomable y, de nuevo, me siento impotente. Incapaz de po­nerle límite. Sin embargo, a diferencia de la sesión anterior, estoy en contacto con mis afectos y decidido a no abando­narme, ni a mí, ni a mi paciente, ni la te­rapia a esa furia que todo lo destruye.

Así como a menudo sucedió en el pa­sado, una idea llega entonces a mi res­cate: “Si sientes que no puedes salir de la habitación, le digo, tenemos que lla­mar al director”.

Estamos demasiado cerca y la introduc­ción de un tercero separador podría ayudarnos a construir un límite que nos proteja y nos permita transformar creati­vamente los movimientos pulsionales, resguardados de la expresión directa contra el cuerpo del otro.

Amine está sorprendido por mi idea, pero no aterrorizado. Es más, en cierto modo parece tranquilizarse: “Llámalo”, dice. No lo dice desafiante. Casi parece que siente la necesidad. “Así que voy a llamar al director, pidiéndole que solo diga que, de acuerdo con las reglas del servicio, cuando termine el tiempo de la sesión, hay que detenerse y regresar a la sala de espera”.

Cuando regresamos, nos encontramos a Amine jugando tranquilamente con al­gunos muñecos. A la vista del director, baja la mirada, escucha con atención, luego camina sin protestar hacia la sala de espera, donde se encuentra con sus padres.

Después de la sesión, me detengo a pensar de nuevo, a solas con mis pre­guntas. ¿Recurrir al director realmente ayudó a Amine a construir un límite es­tructurante que lo protege y nos protege a nosotros del fluir imparable de su ira? ¿O fue más bien un nuevo paso en el orden de la represalia?¿Le habré ayu­dado a interiorizar una “prohibición” (prohibición de tocar, según Anzieu), o en cambio con mi gesto no he hecho más que mostrarle mi incapacidad para sostener y soportar su ira, comunicán­dole así que ni siquiera  en la terapia puede ya encontrar un contenedor para sus instintos pulsionales más violentos?

En otras palabras: ¿habré facilitado la posibilidad de una transformación sim­bolizante, o no habré hecho nada más que inducir una fractura del Yo que es­cinda la pulsionalidad bruta de la rela­ción transferencial? La respuesta, me digo, sólo llegará après coup.

Me encuentro con Amine después del fin de semana. Parece emocionado, an­sioso por decirme algo. Camina por el pasillo con pasos largos. Tira de mi mano: tengo que darme prisa. Luego, en cuanto cruzamos el umbral de la habita­ción, exclama: “Quagelli, Quagelli, tengo algo que contarte. Era de noche. Había un señor. Me dijo que no hiciera betises (tonterías)”.

Por primera vez, había tenido un sueño.

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*Sesión clínica presentada en Aecpna el 21 de mayo de 2022 dentro del ciclo “In­fancias y adolescencias. Escenarios contemporáneos.”

** Sobre el autor:  Luca Quagelli es un psicoanalista italiano, egresado de la Universidad de Padua, que se formó en Paris, en la Universidad Paris Diderot. Trabaja actualmente en el hospital de día – Hôpital de jour l’Envol, Mantes la Jolie – y también en consulta privada.

Ha escrito su tesis doctoral sobre «L’hallucinatoire et la clinique de l’irreprésentable», bajo la dirección de M. Balsamo.

Autor de numerosos trabajos y presentaciones en congresos, entre los que destacamos:

– Quagelli, L. (2020) Reading Winnicott: retourn to the concept of regression to dependence.  The International Journal of Psychoanalysis

– Quagelli, L. (2020a). Le rôle de la répétition dans la construction des frontières psychiques. Adolescence

– Quagelli, L. (2019) Towards and beyond the Pillars of Hercules: integration and transformation of destructiveness in child psychosis. The International Journal of Psychoanalysis

– Quagelli, L. (2019a). The dead part: An overfulness of emptiness – Some reflections on psychotherapy with young psychotic patients. The International Journal of Psychoanalysis

– Quagelli, L. (2019b). Le maternel primaire et la construction de l’intériorité. Revue Française de psychoanalyses

– Quagelli, L. (2018) Processus extra-névrotiques et travail de transformation de l’analyste, Revue Française de Psychoanalyses

– Quagelli, L., Solano, P. (2017) On becoming able to play: individual child psychoanalytic psychodrama and the development of symbolization, Psychoanalytic Quarterly

– Quagelli, L., Solano, P. (2016) On interpretative experiences: unconscious-to-unconscious communication through reverie, language and the setting, Psychoanalytic Review

– Quagelli, L. (2016a) De la rencontre originaire: souffrance psychotique et travail de symbolisation du moi inconscient de l’analyste, Revue Française de Psychanalyse.

– Quagelli, L. (2016b) Le(s) temps de Psyché : ¿panta rei ? De l’intemporalité du refoulé à l’a-temporalité de l’actuel, Psychotherapies

– Quagelli, L. (2016c) Tra Edipo e Narciso : psicodramma e polifonia dei processi psichici in adolescenza, Rich&Piggle, 24, 1 :35-48 [Entre Œdipe et Narcisse: psychodrame et polyphonie des processus psychiques à l’adolescence].

– Quagelli, L. (2016) Le fond hallucinatoire du psychisme : pour une relecture du modèle de l’hallucination primitive”. Revue Française de Psychoanalyse.

***Sobre el presentador: Gabriel Ianni es presidente de AECPNA. Miembro titular de APdeBA. Miembro de FEPP. Especialista en niños y adolescentes – IPA

Revista nº 19
Artículo 8
Fecha de publicación JULIO 2021


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