Saltar al contenido
CONFLICTIVIDAD FAMILIAR Y ADOPCIÓN

CONFLICTIVIDAD FAMILIAR Y ADOPCIÓN

Dra. Elvira A. Nicolini*

1. Una premisa

Ocuparnos de algunas problemáticas ligadas a la adopción, en el ámbito de la clínica psicoanalítica, requiere, en mi opinión, examinar una cuestión que constituye un punto de partida.

Considero que es útil establecer una diferencia entre aquello que en psicoanálisis (así como en otras disciplinas) se conoce como causa determinante y aquello que pertenece al orden de las “condiciones de posibilidad”. Estas últimas se refieren a ese ámbito del psicoanálisis que confiere valor eminente al après coup como proceso de resignificación y producción de sentido.

Pensar que un acontecimiento dado, la adopción en este caso, es la causa determinante de una ulterior evolución psíquica del sujeto y de sus vínculos, equivale a atribuir al hecho mismo una eficacia decisiva en una relación de causa-efecto que deja en la sombra o coloca fuertemente en un segundo plano tanto la naturaleza altamente compleja de los procesos intrapsíquicos e intersubjetivos implicados, como la vertiente de la singularidad de los itinerarios que podrían ponerse en marcha. Complejidad y singularidad constituyen rasgos específicos de nuestra práctica teórico clínica. Razón por la cual pensar en términos de “condiciones de posibilidad” consiste en poner en primer plano la toma de consciencia de una causalidad cuya complejidad y multiplicidad consiente innumerables ensamblajes y recomposiciones. En cada uno de ellos el acontecimiento (la adopción) deviene un componente necesario (pero no suficiente) en el interior de las posibilidades y de los recursos de la trama inconsciente intra e intersubjetiva de los miembros del conjunto familia.

Desde la perspectiva de la causalidad, por tanto, la eficacia de un acontecimiento dado, como la adopción, sólo podrá colegirse desde el a posteriori, es decir, que podrá adquirir significaciones variables y mutables a lo largo de la historia del sujeto singular y del conjunto que lo constituye y que él, a su vez, viene a constituir.

Puesta esta premisa adquiere sentido afirmar que la adopción puede devenir un acontecimiento traumático para todos los que participan en esta experiencia, en la medida en que ella viene a desarticular el orden “natural” en el imaginario. Es lícito pensar que esta específica discontinuidad exija un plus de trabajo psíquico, y especialmente simbólico, dado que la ausencia de un vínculo de sangre requiere que se constituya un espacio simbólico capaz de producir una sutura. Ésta se nutre, por tanto, de palabras que expresan emociones y vivencias que van más allá de las vías habituales de la experiencia compartida. Efectivamente, entre los lugares instituidos en la familia, la adopción requiere un suplemento: “adoptado” o “adoptivos”. Si nos paramos a pensar, encontramos un léxico particular que intenta operar esa sutura de la discontinuidad (“hijo del corazón” o “hijo del deseo”, por ejemplo), o bien quizá la vuelve más evidente en el intento de reducirla (“segundo nacimiento”, por ejemplo).

Este plus de actividad simbólica intenta conferir un sentido compartible a la experiencia singular y nombrar emociones que, si bien son también expresión de cambios histórico-culturales transubjetivos, se colocan siempre en la frontera de lo indecible y lo impensable.

Este plus de palabra intenta colmar y velar un vacío, un imposible, aquello que no ha sido, una ausencia, un carencia y, por tanto, una diferencia. Una vertiente de este vacío atañe:

  • para los padres adoptivos a la ausente procreación biológica,
  • para el hijo a la pérdida del lazo con sus orígenes biológicos, afectivos y culturales,
  • para todos a la exigencia de hacer frente a muchas incógnitas, huecos incolmables sobre el

porqué y el cómo de las vivencias y del transcurso de vida precedente.

Este vacío, esta negatividad que sanciona una diferencia que la palabra intenta suturar, se refiere a la continuidad biológica dada por el vínculo de consanguineidad. Esta continuidad (y su opuesto) tiene múltiples implicaciones imaginarias, ligadas esencialmente a la dimensión narcisista e identitaria del sujeto y del conjunto de pertenencia. Pienso que todos nosotros hemos sido testigos de afirmaciones como las de aquel padre que dijo: “sobre el pequeño puedo garantizas, porque lleva mi sangre, sobre ese otro (aludiendo al hijo adoptado), en cambio, ¡qué podemos esperar!”. Estas palabras indican con extrema inmediatez la diversa investidura narcisista relativa a ambos hijos y la condición prioritaria asignada a la continuidad/discontinuidad genética como fundamento capaz de “garantizar”, o bien obstaculizar, aquella especularidad identificadora tan posible como necesaria.

La adopción es por tanto una marca identificante (tanto para los padres como para el hijo) heredera de una imposibilidad y de una diferencia.

Esta marca identitaria influye sobre nuestra lectura de los indicios clínicos. Especularmente a lo que acontece en el interior de familias adoptivas, existe para nosotros el riesgo de polarizarnos, asumiendo una de dos posiciones antitéticas muy frecuentes. Una de ellas responde a la denegación, a la cancelación de la diferencia: en esta óptica la adopción deviene condición universal inherente a la parentalidad, dado que todos los padres, en cierto sentido, son adoptivos respecto de la alteridad del propio hijo/a. Con este argumento esa marca identitaria (y lo que comporta en relación a un trabajo de duelo necesario) es desmentida al fundirse y confundirse con la condición humana.

En la otra vertiente corremos el riesgo de polarizarnos, a veces en una inconsciente complicidad con la familia, atribuyendo a la adopción una presencia preeminente y monopolizadora que recubre la escena clínica. Involuntariamente podemos asignarle el valor de causa hegemónica de las dificultades y de la sintomatología presentes en la familia y/o en sus componentes. Frecuentemente los padres llegan a consulta con la certeza de que tanto las dificultades del hijo/a cuanto el sufrimiento y los conflictos familiares son directa o indirectamente herederos de aquella condición.

En una sesión Lia cuenta un episodio sucedido en el transcurso de la semana que, dice, la ha conmovido y angustiado. Antonio, el cónyuge, la mira sorprendido. Lia cuenta que se hablaba de las próximas vacaciones y Gaia, la hija adoptiva de dieciséis años, volvió a quejarse de las precedentes. “¡Me habéis hecho perder 20 días de mi vida!”, dijo. Y Antonio dio como respuesta: “Y tú me has arruinado la vida!”. Lia añade que estas palabras la habían dejado de piedra por su dureza. Antonio minimiza: “¡Pero era una broma! Gaia lo sabe. Estás creando un problema inexistente”. Y así cierra el asunto.

Efectivamente estos padres consideran que la hija adoptiva es la causa única y exhaustiva de cuanto padecen, “el problema”, aquello que está echando a perder la relación entre ellos, tiempo antes perfecta. Esas palabras que iluminan repentinamente ciertos sentimientos, dicen una verdad (si bien parcial) que debe ser inmediatamente desmentida. Y en su denegación aflora aquella certeza relativa a una causalidad hegemónica.

Las posiciones antitéticas descritas tienen un efecto común: tanto la pre-clusión inherente a la denegación, como la hegemonía asignada a la adopción en el orden de la causalidad, obstaculizan la posibilidad de introducir y articular las experiencias – y heridas a ella conectadas – en el interior de una red simbólica (de palabras, de pensamientos compartibles, de emociones nombrables) que pueda conferirles un sentido. Un sentido capaz de sostener una continuidad narcisista necesaria (si bien ilusoria y siempre parcial) al conjunto familiar y a los sujetos que lo integran.

2. Filiación y adopción

La adopción constituye una modalidad particular de la filiación: trabajo vincular a través del cual se constituye y se incluye a un sujeto en el interior de una familia, de una descendencia, de un linaje (Gaspari, E. et all.1994a, 1994b).

La filiación es un proceso que admite distintas modalidades que, en su singularidad, se entretejen en un determinado contexto histórico y social. Si bien la ciencia y el desarrollo tecnológico ofrecen hoy múltiples modalidades de fecundación, lo que es considerado “natural” conserva y afirma su privilegio indiscutible.

La adopción retiene ese valor atribuido a aquello que es “natural”, al evitar intervenciones y manipulaciones médicas que suscitan fantasías de incontrolable intrusión.

Ella comporta ese trabajo de apropiación recíproca que tiene comienzo en la pareja parental para asegurar al hijo un lugar posible en el tejido interfantasmático que ha de acogerlo e incluirlo en el orden generacional.

Este trabajo de apropiación tiene por objetivo hacer del hijo un símil, homogéneo, congruente o compatible con aquel entramado, e implica esa “violencia de la interpretación” (Aulagnier, 1975), primaria y necesaria, inevitable para la humanización del infans, que está presente universalmente en el trabajo de filiación, si bien con resultados distintos. Este proceso de apropiación, que se manifiesta, por ejemplo, en la imposición de un nombre, o de ciertos ritmos y modalidades en los cuidados maternos, o en las cualidades personales de una presencia con capacidades empáticas variables, etc., encontrará su límite en el reconocimiento de una ajenidad presente en el hijo, cuando éste no refleje las fantasías anticipatorias de los padres. Una ajenidad desilusionante que, en el vínculo adoptivo, vuelve este proceso más complejo y puede provocar un mayor riesgo de exceso: un exceso de interpretación y, por consiguiente, de apropiación y de violencia, en el intento de colmar aquella carencia, ese vacío al que nos hemos referido.

Es, de cualquier modo, un trabajo que viene a metabolizar ese vacío, virtualmente traumatizante, que no termina cuando el hijo es investido con el deseo parental. Requerirá un continuo proceso de transcripción, de resignificación y recomposición del vínculo, particularmente difícil en la adolescencia avanzada, tanto para el hijo mismo como para los padres.

Este proceso de resignificación y recomposición del vínculo hace posible la creación de un lazo de confianza. Es una creación difícil precisamente porque esa confianza ha sido herida en la precedente experiencia y a menudo concederla se ha mostrado peligroso y decepcionante. Se trata de la confianza del hijo en la fiabilidad de los padres y en la confianza de ellos en sus propias capacidades para hacerse cargo de ese niño, en sus particulares dificultades, sujeto de una historia singular y de ciertas heridas. Como señala Winnicott, se trata precisamente de un trabajo de cura y no sólo de cuidados parentales. La confianza es por tanto el posible resultado de un itinerario rico de pruebas, incertidumbres, obstáculos e inevitables fracasos. Requiere una fuerte disponibilidad para tolerar y reconocer como emociones reales el sentimiento de incompetencia, de temor, de culpa, de desilusión, de fracaso (parcialmente también necesario), la toma de consciencia de los propios límites. Pero requiere también la capacidad de disfrutar en la experiencia compartida y de conservar el sentido de confianza en las capacidades “autoreparadoras” del hijo y en sus recursos.

La creación que se sigue de ello puede hacer posible ese recíproco reflejo especular que sostiene la consolidación de un sentido de pertenencia y de certezas básicas imprescindibles para la construcción subjetiva recíproca.

Es la importancia dada por el psicoanálisis a este trabajo simbólico de construcción del sentido, que se despliega (o no) en el interior de las relaciones, lo que en la clínica nos hace escuchar y atribuir particular valor a la coexistencia de versiones y composiciones distintas, traídas por los componentes del conjunto. Versiones distintas en las que se advierten omisiones, lagunas, contradicciones que, en el trabajo terapéutico (pero también en la vida misma) están ahí para poner en marcha recorridos transformadores, nuevas creaciones de sentido y experiencias diversas que enriquecen el vínculo.

En cambio, la reproducción de una versión unívoca y cerrada, pretendidamente concluyente en su estaticidad, denuncia no sólo cuanto de indecible y de impensable permanece sujeto al repudio y a la escisión. Denuncia simultáneamente el exceso de violencia y apropiación abusadora, así como la mutilación del pensamiento que se sigue de ellas.

¿Pero en qué contexto emotivo y de experiencias se coloca la adopción?  En una vertiente, la disolución de la continuidad imaginaria entre concepción y filiación puede poner en marcha la producción de ciertos nudos particulares que requieren elaboración psíquica. La esterilidad es con frecuencia atribuible a uno de los componentes de la pareja, por lo que el otro se encuentra con la opción de renunciar (o no) a su propia capacidad reproductiva. Y el que se siente portador de la esterilidad de la pareja, además de tener que tolerar la herida narcisista que esta realidad comporta, a menudo siente sea sentimientos profundos de insuficiencia, de culpa, de humillación en su relación con el partner, sea el temor de ser abandonado o bien objeto de un odio irreducible. El diagnóstico de esterilidad comporta una situación altamente crítica de los equilibrios internos e intersubjetivos de la pareja. Se impone como un duelo a veces irreducible porque hiere gravemente ese sentido de unidad imaginaria que encuentra en la filiación biológica su más acabada expresión. Amenaza también con empobrecer la intimidad sexual de la pareja al privarla de un significado que la valora socialmente, subordinándola a ciertos ideales culturales.

Decía antes que la adopción comporta un plus de trabajo psíquico que no se agota en el deseo de maternidad-paternidad. A veces el hijo adoptivo es hijo de la resignación o de la necesidad de colmar el vacío que comporta el reconocimiento de la “pérdida” de fertilidad de la pareja. Cuando esta necesidad prevalece es sabido en qué medida la investidura de ese niño será claudicante.

El deseo de adopción implica, a mi entender, algo más. No sólo el deseo de un hijo y la elaboración del duelo por la faltante continuidad biológica. Estas son premisas indudablemente necesarias pero quizá no suficientes. Tal vez requiere el deseo profundo de algo nuevo y diferente, capaz de dar un renovado sentido a la propia vida personal y de pareja en la investidura de un objeto-sujeto-otro (Kaës, 1994) que permita transformaciones y relance la investidura narcisista del vínculo mismo de pareja.

Este deseo legítimo a veces se asocia con la idealización de la parentalidad, y en particular de la adoptiva, como acción loable y ennoblecedora, al asumir el cuidado de un niño que de otro modo no tendría condiciones de vida dignas o quizá no lograría sobrevivir. Se idealiza asimismo la completitud que la llegada del niño y su crecimiento pueden conferir al vínculo de pareja (como ocurre también en la parentalidad biológica), herido por los decepcionantes intentos procreativos precedentes, por los embarazos perdidos o por las manipulaciones médicas.

Esta idealización obstaculiza la disponibilidad interna para reconocer las inevitables dificultades que se presentarán a través del recorrido. Obstaculiza también la capacidad de tolerar la propia ambivalencia de los padres, y aquella que pueden captar en la mirada, en los silencios y en las actitudes de rechazo del hijo. Obstaculiza asimismo la capacidad de pedir ayuda. La clínica nos muestra con frecuencia este efecto de la idealización (propia de la lógica binaria que ella instaura) en la desazón del autorreproche o de la acusación cargada de odio, en la certeza de un fracaso doloroso que se siente irreparable.

En el dispositivo clínico familiar ha llamado recurrentemente mi atención una particularidad: el especial énfasis acordado a la importancia de las buenas maneras en la educación del hijo adoptivo, a las modalidades comportamentales que debe respetar, a su vestimenta y al lenguaje a utilizar, en el respeto minucioso de las reglas sociales. Como si los padres, a través de este rigor, expresaran la exigencia interna de demostrar su competencia parental, pero también el temor de que el hijo pueda ser objeto de discriminación o de rechazo (¿proyectivo?) por parte de otros. Como si los modales correctos y agraciados y el éxito escolar del hijo tuvieran para ellos una función aseguradora y vinieran a conjurar cuanto pueda haber de desconocido e impensable en su pasado, al disipar la sombra de una diversidad inquietante y amenazadora.

Como sucede a menudo en psicoanálisis, la patología, en su exceso, arroja luz sobre nuevos componentes de procesos complejos como aquél del que nos ocupamos.

La clínica me ha mostrado que, en ciertos casos, la voluntad de adopción se nutre inconscientemente de motivaciones que, si bien en su singularidad y diversidad, osaría agrupar bajo el deseo de los padres de negar sus propios orígenes y de realizar una fantasía autogenerativa instituyente de un nuevo linaje, de una estirpe desarraigada de cualquier vínculo precedente. En estos casos la discontinuidad biológica inherente a la adopción es la llave que hace posible esta refundación identitaria de los padres, un “segundo nacimiento” que a menudo denota trazos megalomaníacos.

Intentaré hacer más clara esta hipótesis con un breve ejemplo clínico.

3. Un fragmento clínico

Una pareja consulta por las graves dificultades del primero de los cuatro hijos adolescentes adoptados. Este hijo, cuyo país de origen es el mismo que el de sus padres, además de los continuos actos de pequeña criminalidad (hurtos, violencia en la calle, lesiones a ancianos y extracomunitarios, etc.), ha amenazado de muerte tanto al padre como a los hermanos, no sólo con palabras, sino también agrediéndolos físicamente de forma decididamente peligrosa. Esta pareja ha adoptado un segundo hijo asiático, un tercero africano y un cuarto latinoamericano. Ambos padres son profesionales y tienen fuertes convicciones religiosas. Cada uno de ellos tiene una historia personal y familiar dolorosa y su unión parece sostenida por un pacto denegativo (Kaës, 1994) construido sobre la fantasía de una autosuficiencia absoluta y de alcanzar elevados ideales que confieran excepcionalidad al vínculo y a cada uno.

Durante las entrevistas iniciales se hace casi inmediatamente evidente un trastorno paranoide del marido-padre, que se traduce en celos intensos en relación a su mujer (acusada de robar tiempo y disponibilidad a la familia a causa de su trabajo)  y, en particular modo, en el cruel comportamiento en relación al primer hijo, desde pequeño. Son comportamientos que pretende justificar con principios educativos destinados a volverlo “respetuoso de la autoridad y de las reglas” cuanto lo es él mismo. Ahora está aterrorizado por las amenazas y por la fuerza física del hijo. Este hijo “delincuente”, denuncia en sus actos la condición megalomaníaca e insostenible de ese pacto denegador que se propone instaurar al padre en una posición de supremo dios creador.

Mientras desarrolla sus teorías pedagógicas en un largo monólogo, se irrita e interrumpe bruscamente a su mujer cada vez que ésta quiere hablar, acusándola de “traición”, considerando deslegitimadoras sus intervenciones. Así se repite en el coloquio aquello que sucede en la vida familiar, y ella intenta decir que los celos del marido, así como su modo monopolizador de imponerse, han obstaculizado siempre cualquier posible cercanía y tierna intimidad con los hijos, especialmente con el primero.

Esta reedición en el ámbito tranferencial, en la que se pone en acto la imperiosa necesidad de monopolizar toda mi atención, colocando a la mujer, callándola, cual enemigo a eliminar, no sólo me impide pensar. Este padre me contará que es un hijo no amado y no deseado, que siempre ha sido sometido a comparaciones humillantes respecto de su hermano, el primogénito, bello, inteligente y de éxito, idealizado por lo padres y por él mismo. Todo me hace pensar que el odio y la rivalidad fraternas se han desplazado a su relación con el primero de sus hijos. Este hijo, no deseado por la madre biológica, es la humillante representación de sí mismo.

La mujer-madre, a merced de una angustia creciente y abrumadora, movida por la ambivalencia, oscila entre un intento de defensa de su hijo (que el padre quiere excluir de la vida familiar) y la percepción de la necesidad del marido de continuas confirmaciones reaseguradoras, para protegerse ella misma de la violencia de él por el temor que le tiene. En esta constelación ella está consagrada al autosacrificio salvífico del conjunto familiar, enfrentada a un dilema de imposible solución entre la prepotencia del marido, el peligro que pesa sobre los otros hijos y la lealtad materna con el primero de ellos. Hay una amenaza de disgregación familiar que el padre deposita en el mayor de los hijos, y de la que éste se hace portavoz y depositario (Bleger, 1967).

Este dilema la paraliza. Al hablar de su familia de origen emergió un sentido de profunda indignidad ligado a las molestias sexuales sufridas de pequeña y tenidas en secreto “para impedir el definitivo desmoronamiento” de la pareja de sus padres y, dice, “proteger a mi madre ya sufriente de suyo”.

Inicialmente me había impresionado esta cuádruple adopción de varones con características somáticas tan distintas. Pensé que era una elección intencional y significativa. Me preguntaba cuál era el tejido interfantasmático inconsciente de la relación que demandaba una tal elección. Mi hipótesis es que ese vínculo está construido sobre la base de una fantasía compartida omnipotente de autogeneración, destinada a “sanar”, con este pacto inconsciente, las dolorosas e intolerables heridas impuestas por los propios orígenes, el sentido profundo de indignidad y humillación, de desprecio sufrido y de fragilidad de los vínculos constitutivos. Todo ello, habría sido cancelado imaginariamente, eliminado por un “segundo nacimiento” (actuado repetidamente a través de la adopción de los hijos) capaz de proporcionarles una identidad nueva, un sentido de excepcionalidad incomparable, como efectivamente parece serles reconocido en el ámbito de la pertenencia religiosa: son un modelo a imitar.

Las amenazas de muerte y destrucción hechas por el hijo, las agresiones dirigidas a los ancianos por la calle, el rechazo de cualquier interdicción y de las normas consensuales, pero, y especialmente, la violenta deslegitimación de aquél que se dice “padre”, ¿no ponen en acto, en el centro de la escena, esta fantasía de eliminación de los orígenes?¿No ponen en acto la fantasía autogenerativa de los padres? Él no se reconoce a sí mismo como hijo, aunque esto lo enfrenta trágicamente con la posible consumación del parricidio.

Con este fragmento clínico y en el exceso de una grave patología de los vínculos familiares (pero no sólo) pretendía, empero, subrayar la presencia en la adopción de componentes inconscientes de autoreparación y reparadores de los vínculos originarios, lo cual es tanto como decir la construcción de nuevos vínculos destinados a consolidar el sentimiento de confianza en los propios recursos internos. Pero esto requiere tanto la desidealización de la parentalidad y de los padres que se habría deseado tener, como la aceptación de los propios padres en tanto que personas reales, en sus claudicaciones y carencias. Itinerario que permite afrontar la experiencia personal como padres en la aceptación de límites y singularidades.

Es, como señala Kaës, un proceso que se entreteje en las vicisitudes de la “novela familiar” (Kaës, 2002).

4. La adopción y el imaginario social

Hay aún otro vértice que creo necesario considerar. Si consideramos las condiciones que hacen posible que las parejas adoptantes puedan sentirse legitimadas en su función parental, vemos que confluyen una multiplicidad de variables pertenecientes a dimensiones heterogéneas. Algunas de estas variables pertenecen a las dimensiones intrapsíquica e intersubjetiva, inherentes al mundo interno e interfantasmático de la pareja, a sus historias personales y su historia vincular, a los acuerdos y pactos inconscientes (estructurantes y/o denegadores) que sostienen su relación. Hemos intentado delinear sintéticamente hasta aquí algunos de estos aspectos. 

Hay una tercera dimensión que, en mi opinión, incide notablemente en la legitimación de los padres adoptivos, y en volver por ende posible tanto la asunción de sus funciones como que ese niño pueda devenir efectivamente hijo. Es la dimensión transubjetiva.

La adopción como institución social se apoya sobre un trípode: están los padres que conciben y llevan a buen fin el embarazo, pero no pueden o bien no quieren o bien no son capaces de asumir la maternidad-paternidad del hijo que han procreado. El segundo componente de este trípode es el Estado, que tiene la responsabilidad de garantizar la vida y una cierta calidad de vida a sus ciudadanos, a los niños que tienen necesidad de ser cuidados, vale decir que tienen necesidad (y el derecho) de tener una familia. El tercer componente son las parejas que desean asumir la maternidad-paternidad de niños que no han procreado.

¿Pero qué posición es atribuida a los procreadores en la historia de los hijos adoptados y en la propia historia de la pareja adoptiva? Sabemos en qué medida esta posición depende no sólo de los fantasmas singulares y de la producción fantasmática de la pareja. Estas producciones se nutren y se articulan con el imaginario social de pertenencia. Están, por tanto, saturadas en mayor o menor medida por los discursos que habitan ese conjunto histórico-cultural dado. Hay significaciones imaginarias sociales que instituyen discursos sobre los cuales se asientan ciertas prácticas y ciertas hipótesis teóricas también nuestras, como operadores del ámbito de la salud (Baramendi, 2003).

En este sentido me he reencontrado en aquello que escribe Marco Mastella (2002) cuando comenta lo que dicen los autores de una Editorial (di Minori e Giustizia, 2, 1997) sobre el derecho de los hijos adoptivos a ser informados sobre sus orígenes. No me detendré aquí en los detalles, si bien en esa Editorial, para sostener sus argumentaciones desfavorables, los autores se refieren a los padres biológicos que los hijos habrían, supuestamente, idealizado, diciendo que “ellos son totalmente diferentes de aquellos [que lo hijos] han mentalizado, borrachos, toxicómanos, enfermos mentales, abandonadores, violentos, rechazadores”, y, como escribe Mastella, “¡quien tenga más que ponga!”.

Ciertamente esta descripción (tan elocuente como ideológica) refleja sólo fragmentariamente el imaginario social. Empero la adopción está muy ligada en ese imaginario a la idea de un abandono que a menudo no es entendido como una experiencia subjetiva, emotiva, una vivencia psicológica infantil legítima más allá de la realidad de los hechos. Es considerada sólo como un hecho en su materialidad. Un abandono atestiguado por la concreta separación y la pérdida, ocurridas por razones que los padres adoptivos casi siempre desconocen. Demasiado a menudo, implícitamente, ellos atribuyen a los padres biológicos una precisa responsabilidad en ese sentido.

Pienso que atestiguan cuán difícil es, a veces, para los padres adoptivos, hacerse cargo del deseo de maternidad-paternidad de los padres que han procreado a ese niño. De un deseo quizá irrealizable o claudicante. Quizá imposible o desconocido. Quizá incluso auténtico. Pero es precisamente este deseo de otra pareja el que los padres adoptivos son llamados a asumir y a hacer propio.

El interrogante sobre los orígenes que el hijo adoptivo se plantea atañe precisamente al deseo de aquellos que lo han procreado. En este sentido, me ha parecido muy significativa la observación de S. Bleichmar (1997), que reflexiona sobre las problemáticas relativas a la apropiación ilícita de niños secuestrados muy pequeños con sus padres (luego desaparecidos), o bien nacidos en cautividad en el transcurso de la dictadura militar argentina instaurada en 1976. Niños que, parcialmente, han sido  después recuperados por sus familias de origen. Esta psicoanalista reflexiona sobre un hecho a su entender muy significativo que se ha verificado en la clínica: a menudo ha sucedido que los niños (ya adolescentes o adultos) legalmente adoptados en los mismos años de la dictadura, tenían la fantasía y el deseo de ser hijos de desaparecidos. Deseo que al comienzo se manifestaba como temor o preocupación, que han compartido incluso con sus padres adoptivos, motivando la consulta psicológica. ¿Por qué ese deseo? Porque ser hijo de desaparecidos vendría a atestiguar de manera irrefutable el auténtico deseo de los padres biológicos de concebirlos, el amor con el que habrían esperado su nacimiento y la certeza de que ellos habrían querido tenerlos consigo. Habrían sido arrancados de ellos por una fuerza exterior, cruel y violenta.

Pero si pesa sobre los padres biológicos, que no desempeñan funciones parentales, una aplastante sanción moral, pesa sobre los padres adoptivos, como contrapartida (implícita) especular, la exigencia de una perfección capaz de poner remedio a ese “desastre”. Existe en el imaginario social un ideal de familia que se sostiene sobre una presunta certeza: que el vínculo de sangre pueda por sí mismo garantizar, en la filiación, la “natural” integración de componentes heterogéneos (biológicos, psicológicos y culturales). Una concepción que al identificar procreación e investidura libidinal del infans entreteje esos componentes en un todo indiscernible.

También el llamado “derecho al olvido” de quien ha procreado (que se ha instituido precisamente para proteger la vida de quien ha de nacer, garantizando el anonimato de la madre que lo dará en adopción) deja entrever, paradójicamente, el valor fundamental asignado al vínculo de consanguineidad y, por tanto, la necesidad de obstaculizar aquella temida “poderosa llamada de la sangre” (que frecuentemente emerge en la adolescencia del hijo) para impedir que “vulnere” el lazo psicológico, legal y social que sostiene la legitimación de los padres adoptivos.

Estas convicciones, presentes en el imaginario social, debilitan el contexto transubjetivo, cuya función es operar como soporte para aquellos que adoptan y para el hijo mismo, reconociéndolos como personas reales a las cuales no es exigida perfección alguna: ni siquiera estos padres serán perfectos, ni siquiera este hijo será capaz de colmar el vacío de una experiencia jamás tenida (la del embarazo y de un hijo biológico). Se ha escrito a menudo sobre el sentimiento de vergüenza sentido por los padres y los hijos adoptivos, sobre las fantasías de hurto (que a veces son más que fantasías) y sobre sentimiento de culpa más o menos inconsciente correlativo a las mismas.

Es ciertamente una cuestión muy compleja que atañe directamente a una vertiente de la clínica con padres adoptivos, para que éstos no nutran este fantasma original de abandono y desamor como realidad efectiva, dado que esto facilitaría su congelamiento.

Quizá es también nuestro deber, como componentes del tejido social y como psicoterapeutas, contribuir a la transformación de ese imaginario social y, por tanto, de los discursos y las prácticas comunitarias que de él se derivan.

5. La cuestión de los orígenes en la familia adoptiva

Muchos autores concuerdan en considerar que la problemática específica de la adopción como modalidad de filiación se entrelaza y actualiza en la pregunta sobre los orígenes. Es un interrogante que retorna en los padres e hijos adoptivos y que suscita angustias profundas e inconmensurables, indecibles y a menudo impensables. En torno a esta pregunta pueden anudarse fantasías, enlaces entre representaciones y afectos, también con otros personajes significativos. Pueden entretejerse versiones de una historia necesaria para construir, deconstruir y reconstruir esa identidad propia, siempre inacabada y necesitada del sostén de otros.

La cuestión de los orígenes en la familia adoptiva remite también a las modalidades (el cómo y el cuándo) con las que ella es afrontada y metabolizada, o bien rechazada y proscrita. Son modalidades que sólo pueden ser desplegadas en la singularidad de cada vínculo entre padres e hijos. Se relaciona también frecuentemente con las fantasías relativas al influjo que esos orígenes dados (y las experiencias precoces vividas) puedan tener en el ulterior desarrollo infantil y de los vínculos familiares. Y más aún. Es una cuestión que seguramente afecta a todo ser humano y a cada familia, pues, tal y como señala P. Aulagnier, pone los cimientos, los fundamentos mismos, las certezas necesarias para la construcción de una subjetividad singular. Comprensiblemente, adquiere rasgos particulares y asume una especial problematicidad en las familias adoptivas.

Digamos enseguida que no se trata sólo de una cuestión de información, por completa y verosímil que ella sea.  La voluntad de decir “toda la verdad” tiene siempre una contrapartida inquietante. No se puede decir jamás toda la verdad, porque la verdad misma es inalcanzable, tiene siempre zonas de sombra. Y a veces la clínica ha evidenciado que en la necesidad de “decirlo todo” se esconde algo, a saber: la imposibilidad del progenitor de contener una “verdad” intolerable cargada de ambivalencia, de depositar fuera de sí un problema interno jamás elaborado.

Permanecerá, inexorablemente, un amplio margen a lo desconocido inherente al núcleo vivo de lo que se desearía “saber”: ¿qué le habrá ocurrido a esa madre? ¿qué sentimientos habrá tenido hacia mí? ¿por qué me ha “abandonado”? ¿por qué me sucedió a mí? ¿qué sentimientos tendrá ahora por mí? ¿pero…tendrá algún pensamiento en lo que a mí se refiere? ¿por qué he sido adoptado? ¿por qué ellos me escogieron precisamente a mí? Etc. Y este resto irreductible es el que moviliza a lo largo de cada recorrido vital singular, “si todo va bien”, una búsqueda de sentido, siempre inacabada y, por consiguiente, siempre presta a renovarse en nuevos escenarios imaginarios y emotivos. La adolescencia avanzada es quizá el escenario en el que esta problemática se plantea explícitamente con extrema vivacidad.

Cada familia y cada sujeto construyen un mito sobre sus propios orígenes. Como hemos dicho en un escrito precedente:

“Es sabido que de cada mito hay múltiples versiones, a veces contradictorias, siempre fragmentarias, con aspectos claros y otros inciertos, oscuros o dudosos. Como escribe M. Viñar (1986) ‘…la transmisión de la duda y del equívoco, de la opacidad-oscuridad de un saber a mitad es tan importante como la transmisión de un texto’. ¿Por qué? Porque esa opacidad, esa incertidumbre (dentro de ciertos límites) que se deja entrever en los equívocos y en la naturaleza contradictoria y la ambigüedad de algunos fragmentos, permite un trabajo psíquico de apropiación, de transformación, de reinterpretación, de búsqueda y de creación de un sentido propio allí donde el sentido se escapa, donde falta.

Se trata de un trabajo psíquico personal que la certeza de un texto unívoco impediría. Ese texto unívoco que caracteriza el grave trastorno vincular en las familias en las que pesa la prohibición de pensar, de dudar, de preguntar, cuando algunos fragmentos significativos son abolidos y constituyen secretos inafrontables que resquebrajan las certezas básicas absolutamente necesarias.

Este trabajo personal de apropiación y rechazo, de búsqueda y construcción de sentido, con todas sus implicaciones emotivas, es la operación que consiente la adquisición de una subjetividad singular y es al mismo tiempo su puesta en obra. Cierto es que, precisamente por ello, es el trabajo del análisis.” (Califano y Nicolini, 2000).

Cuando una respuesta unívoca, que se pretende completa y exhaustiva, sustituye a esa búsqueda, la clínica nos muestra que la fantasía y el pensamiento callan, desaguando amplias fuentes de la actividad psíquica y de la vida emotiva. En ese inquietante silencio hablan ruidosamente las actuaciones y el cuerpo. Hablan en los trastornos del carácter (Nicolini, 1992), en los comportamientos antisociales, en las impulsiones y en los disturbios psicosomáticos, o bien en los delirios y en las patologías más severas.

Se entiende por tanto cuán importante y necesario sea que en los sujetos que han vivido la experiencia de la adopción, esta pregunta sobre los orígenes pueda permanecer abierta, y qué valor y significado tenga la calidad de la acogida, de la disponibilidad interna y afectiva que la pareja parental (y la familia adoptiva en su conjunto) puedan garantizar en el apoyar este recorrido, en sus movimientos y sus detenciones.

No es una tarea simple y su complejidad pone inevitablemente en movimiento, en todos los componentes de la familia, ansiedades y fantasías que afectan a nudos muy sensibles, ya sea de la trama subjetiva personal, ya sea de los vínculos sobre los que ella se sostiene.

Dada esta complejidad y la diversidad de condiciones en que hoy acontece la adopción (considerando el andamiaje cultural y de intervenciones médicas, legales y psicológicas, de evaluaciones múltiples y a menudo divergentes, con el personal bagaje emotivo que cada una de ellas adquiere en la historia de cada protagonista individual) me limitaré necesariamente a subrayar algunos aspectos, privilegiando la vertiente de los vínculos y las producciones interfantasmáticas familiares.

Por decirlo con otras palabras, quisiera aprovechar esta ocasión para compartir con vosotros algunas reflexiones relativas a ciertas problemáticas emergidas en mi práctica clínica con familias y padres adoptivos y con pacientes que han pedido ayuda para afrontar esta problemática.

En mi experiencia, si debo guiarme por lo narrado por los padres, la pregunta por el origen puesta por el hijo adoptivo está, quizá, hiperpresente, precisamente en virtud de su casi total ausencia. Se trata ciertamente de familias cuyo tejido y algunos de cuyos componentes presentan dificultades más o menos graves. Si esa pregunta puede tener connotaciones inquietantes para los padres adoptivos, parece constituir a menudo el núcleo de lo indecible.

Cuando a lo largo de un recorrido de consulta o de terapia emerge la cuestión de los orígenes, tal y como ha sido afrontada con el hijo/a, lo que he encontrado en la práctica es la reiteración de una formulación unívoca, siempre idéntica a sí misma. Osaría decir vacía. Como si los padres explícita o implícitamente quisieran dar a entender una absoluta ignorancia y extrañeza relativas a todo lo que se refiere a este argumento. Una “respuesta” despojada de cualquier connotación personal, de cualquier trazo singular. Por tanto una respuesta-no respuesta, porque bien podría valer para cualquiera, de tan aséptica y genérica que es. Muy frecuentemente en ella está ausente cualquier conexión con las experiencias precedentes a la adopción vividas por el hijo, aunque hayan acontecido cuando él tenía ya algunos años y era por tanto capaz de conservar recuerdos fragmentarios. Pero también una “respuesta” carente de referencias a las propias vivencias parentales, al itinerario emotivo que les ha llevado a recorrer el camino de la adopción, a las preguntas que en el pasado y actualmente se plantean sobre los orígenes del hijo y las emociones que ellas podrían suscitarle o suscitarles a ellos mismos. Esto siempre me ha parecido extremadamente significativo como indicio no sólo de un rechazo, de una suerte de tabú, sino especialmente de una intimidad afectiva ausente. ¿Cómo podría construirse una relación de confianza en este silencio? ¿Cómo podría constituirse un proceso de historización subjetiva y de condiciones para la elaboración de los duelos en este silencio?

Si hasta hace algún decenio la condición de hijo adoptivo se mantenía en secreto durante mucho tiempo, con la justificación de ahorrarle  un “saber” con virtuales efectos traumáticos, hoy ese secreto se ha desplazado sólo un pequeño paso, valiéndose de ese mismo argumento. Un gran temor sobre la curiosidad del hijo y sus posibles consecuencias obliga muy a menudo a los padres no sólo a callar lo que “saben” de sus orígenes, ofreciendo sólo una respuesta cerrada, escurridiza, genérica, de manual, sino también a evitar casi cualquier referencia a la propia experiencia. Callan sus propias vivencias, las expectativas, las emociones sentidas en el encuentro, las dificultades que han afrontado juntos, los propios interrogantes no resueltos. Por lo cual el proceso ligado a la construcción de los propios orígenes deviene para el hijo un argumento que suscita inquietud y sentimientos de culpa, o que siente que debe recorrer silenciosamente y en soledad.

6. Un caso clínico

Milena y Dino pidieron una consulta de pareja por sugerencia de una colega a la que se habían dirigido en la búsqueda de ayuda por las dificultades escolares de sus hijas gemelas. Al coloquio inicial vino sólo el padre, la mujer se había quedado en casa, dado que, dijo, no sabían con quién dejar a las hijas de casi 10 años. Me habló de las dificultades escolares de las niñas que habían adoptado cuando tenían dos años. Después, sin embargo, por problemas burocráticos, las niñas pudieron llegar a Italia sólo tras haber cumplido los 4 años. Por su descripción emergía una situación muy preocupante relativa a las dificultades de aprendizaje (pero también de socialización) de las hijas. El padre lo relataba de forma banalizante y superficial, y me impresionó que hablase de ello con semejante distancia. No hizo referencia alguna a problemas de pareja o familiares. Se limitaba a ejecutar un tramite (¿burocrático?) que le había sido indicado. No opuso resistencia alguna a mi solicitud de profundizar en algunos temas: las niñas no visitaban ni a sus compañeros de colegio, ni a amigos, estaban muy unidas entre ellas, “comprensiblemente”, dijo, hacían todo juntas, no tenían necesidad de otros contactos sociales y efectivamente tampoco ellos, los padres, tenían amigos o parientes. La mujer se dedicaba exclusivamente a las hijas, que la ocupaban muchísimo. Él, Dino, pensaba que las niñas crecían con mayor lentitud que otros niños. Por ejemplo, una de ellas aún contaba con los dedos para sumar dos más dos, pero ambas eran “mucho más educadas de cuanto lo eran otros compañeros y hablaban correctamente, más correctamente de lo que lo hablaban muchos coetáneos ”.

Las emociones, tan ruidosamente ausentes en este encuentro, entraron no menos ruidosamente en escena en el coloquio sucesivo con la presencia de M., la mamá de las niñas. Ella, cuando logró hacerse con un espacio y vencer la inhibición y la sujeción respecto del marido, mostró una gran ansiedad por las gemelas. Lia y Lea estaban muy atrasadas en el colegio y también muy aisladas. Ella debía “protegerlas” porque sentía que podían sufrir todo tipo de exclusión y maldad, tanto por parte de los coetáneos como de adultos de todo género. Estaba literalmente aterrorizada ante la posibilidad de que pudieran ser secuestradas, violadas o padecer otras formas de violencia. Eran miedos que se alimentaban cotidianamente con las noticias de los telediarios. Anticipaba continuamente con sus pensamientos y sus medidas preventivas escenarios aterradores. Las acompañaba a todas partes y permanecía con ellas para atenderlas, también en el colegio. Naturalmente no había consciencia alguna del vínculo existente entre todo ello y el aislamiento social de las niñas. M. las alimentaba, las lavaba y las vestía con extremo cuidado, las ayudaba con los deberes (actividad extenuante porque las niñas no querían hacerlos y era muy agotador convencerlas y obtener algún resultado). M. decía sentirse (y se la veía) exhausta por la fatiga de su ansioso empeño, del que no lograba sustrerse. Dijo explícitamente y muy conmocionada que su dedicación permanente y exclusiva era “la única cosa que daba un sentido” a su vida. D., el marido, la escuchaba sonriente durante pocos minutos y después se dirigía a mí como quien retoma un discurso entre adultos, apenas interrumpido (inoportunamente) por las quejas de una niña asustada por fantasmas imaginarios. “Son sus paranoias… son cosas exageradas… no quiere dejar nunca a las niñas, ni siquiera con la señora que viene todos los días a limpiar la casa y a la que conocemos desde hace años. Hoy las hemos dejado con mis padres, que son ancianos. ¡Es su carácter! ¿Qué debo hacer?”. Expresaba sus  juicios con aire de superioridad, convencido de la inutilidad de una intervención suya más decidida e implicada.

M. encontró también la manera de decir que no lograban tener nunca tiempo para ellos, para hablar y compartir preocupaciones. Las niñas se adueñaban del padre en cuanto volvía del trabajo, lo invadían con sus charlas o planteándole preguntas ininterrumpidamente, pero siempre las mismas (“¿cuándo se muere?”, “¿vosotros moriréis?”, “¿puedo tener apendicitis?”, “¿se puede morir de apendicitis?”, “¿estoy demasiado delgada?”). M. se sentía excluida. D. argumentó que era “comprensible”: era el único lapso de tiempo que las hijas podían compartir con él. Estas preguntas insistentes, siempre las mismas, relativas a la muerte, al cuerpo y a la enfermedad imprevista, me hicieron pensar que las niñas se sentían en peligro. ¿Eran miedos que quizá reflejaban las amenazas presentes en las fantasías maternas? Pero ellos no se preguntaban qué sentido podían tener. No estaban ni sorprendidos ni sentían curiosidad. Sentí cierta desazón por la ausencia de una resonancia afectiva parental, especialmente por lo que respecta a Dino. Milena me parecía demasiado ocupada en otros escenarios  internos que debía afrontar sola.

Ninguno de los dos lograba captar problema alguno en las hijas o en la relación con ellas, más allá de lo que subrayaban sus maestras. Todo lo contrario: me contaron que tras la adopción fueron durante un tiempo a un grupo de padres adoptivos que se reunía periódicamente (organizado por la institución a través de la que se había realizado la adopción internacional) y escuchaban desconcertados las descripciones de los demás padres que contaban las distintas dificultades que atravesaban sus niños. Cuando se les preguntaba a ellos cómo estaban “las niñas”, se encontraban con que no tenían nada que decir, “no había habido jamás ningún problema”.

Tras la segunda interrupción espontánea de embarazo, Milena había “decidido” inmediatamente que habría adoptado. Dino se había limitado a aceptarlo (como hacía por lo general y como he pude ir verificando en varias ocasiones) y a ejecutar lo necesario para la adopción. Un proyecto que había obstaculizado la elaboración del duelo por la pérdida sufrida por la pareja.

“Aquì yo soy vuestra mamá”, decía frecuentemente M, mientras intentaba imponer a las hijas que le fuese reconocida alguna autoridad. M. reprochaba al marido que no la apoyase explícitamente y, en lugar de eso, se sometiera ciegamente a las exigencias de las hijas, sin escuchar las suyas. De este modo, dijo, nadie la escuchaba. Pero esta frase suya, recurrente, me hizo pensar que con ella hacía explícita su convicción interna de tener sólo una función vicaria, en relación a la madre biológica: una figura que la aterrorizaba y cuya reaparición espiaba en el comportamiento de las hijas. Sólo tras un gran esfuerzo y entre llantos, logró hablar de ello en una sesión, mucho después. Tenía mucho miedo de que tarde o temprano apareciese en las niñas la perturbación psiquiátrica de la madre genética, pues ésta era una de las informaciones recogidas en el país de origen de las niñas.

Sin embargo eran visibles los indicios de desarrollo sexual de las hijas, los cambios en el cuerpo que inquietaban a M. de forma particular. Nunca había hablado de ello con ellas y no se sentía capaz de hacerlo, como su madre no había hecho con ella. Las veía muy poco preparadas para afrontar estos temas y el posible cortejo de chicos mayores. Temía las miradas que las niñas suscitaban por la calle o en la escuela, los comentarios que podían intercambiarse los varones. Estos temores se relacionaban con el hecho de tener la fantasía de que la madre biológica fuera una mujer promiscua.

M. había pedido a D. que “hablara” con las hijas sobre la sexualidad, pero él consideraba que eso no era asunto suyo y minimizaba las continuas preocupaciones de la esposa. Se hizo evidente que ambos temían intensamente el crecimiento de las hijas y desalentaban cualquier empuje de ellas dirigido a la adquisición de una pequeña autonomía, valiéndose de y promoviendo, inconscientemente, sus dificultades de socialización y el vínculo indiscriminado y generador de confusión entre ellas: compartían la cama, la ropa, los juegos, los tiempos y las actividades cotidianas. Todavía entonces, con casi 10 años, las vestían igual, las lavaban y peinaban, iban a la misma clase y tenían los mismos compañeros. No se había planteado jamás la hipótesis de que una de ellas pudiera tener intereses o preferencias diferentes de la otra, si bien me dijeron que, aun siendo gemelas, eras físicamente distintas.

Estos grandes miedos de los padres (sobre el crecimiento, la individuación y la sexualidad) generaban en ellos una profunda ambivalencia y convertían a las  niñas en extrañas, amenazadoramente “algo otro”.

Esta intensa ambivalencia se traducía en un sentimiento de insuficiencia y de culpa que desembocaba en esa extenuante lucha cotidiana, encaminada a derrotar al fantasma de una presencia extraña y al mismo tiempo invasora. Una presencia fantasmática aterradora (la de la madre biológica) respecto de la que se sentían indefensos y que inconscientemente aplacaban al asumirse a sí mismos como padres sólo vicarios, legitimados en esta función por la posibilidad, dijeron, de ofrecer a las niñas un bienestar económico y una condición social inaccesibles para la familia de origen.

En los padres adoptivos, el tejido fantasmático relativo a los orígenes del hijo y a sus vivencias traumáticas precoces puede inducir procesos defensivos inconscientes fuertemente contradictorios, de distanciamiento y desinvestidura, o bien, y al mismo tiempo, de intrusión alienante, de exceso de violencia en el intento (inconsciente) de alejar y derrotar a esas presencias, a esos fantasmas. Pero también en el tentativo de atribuir un sentido, precipitadamente, a lo que ocurre en el vínculo y lo vuelve inquietante. Procesos defensivos contradictorios (e imprevisibles para el hijo) que generan confusiòn, perplejidad. inseguridad porque sus causas son incomprensibles.

El movimiento de desinvestidura narcisista se traduce en una ritualidad de acciones debidas y emotivamente desilusionantes para ambas partes, marcadas por la insatisfacción y la agresividad culpabilizante. Esta ritualidad vacia puede inducir en unos y otros el sometimiento a exigencias, pero también a reglas e imperativos vaciados de esa empatía que, de otro modo, podría conferirles un sentido de pertenencia y crear una intimidad, en la singularidad de la existencia cotidiana compartida. Es un circuito de acciones y reacciones, de recíproca sobreexcitación que privilegia el actuar en perjuicio de procesos de fantasmatización y de pensamiento.

De esta primera fase de consulta emergieron, a mi entender, dos cuestiones a explorar: las dificultades relativas al aprendizaje escolar de las hijas y los miedos de los padres relativos al futuro de ellas. Decidí entonces hacer algunos coloquios familiares. Me permitirían conocer a las niñas y profundizar en las dinámicas presentes en los vínculos familiares en su conjunto, las modalidades relacionales presentes entre padres e hijas y en el vínculo fraterno.

Las sesiones familiares

En las sesiones familiares me impresionó mucho el modo en que los padres se mantenían aparentemente aparte, con una actitud que reducía su participación a la de meros auxiliares. Me parecía que no sabían dónde o cómo colocarse en relación con esas niñas, empeñados en ofrecer suministros concretos y fácticos a sus solicitudes, dirigidas (a mi entender) a implicarlos. Coherentemente, Lia y Lea dibujaron su familia colocando en el centro al padre, la madre a su derecha vestida de camarera y con arneses para la limpieza doméstica y ellas dos, una junto a la otra, a la izquierda de la figura paterna. Este mantenerse distanciados, separados de ellas, la no participación en los discursos o juegos de las niñas, me confirmaba el sentimiento de ajenidad respecto de las dificultades de las niñas.

Sin embargo pronto se hizo evidente que M. ejercía un control absoluto sobre cualquier particular. Este control hecho de razonables sugerencias, miradas y pequeñas amonestaciones con las que anticipaba cada movimiento de las niñas (“siéntate bien”, “usa le pañuelo”, “espera que tu hermana termine de hablar”…) era frecuentemente deslegitimado por D.. Èl ignoraba sus intervenciones o bien concedìa, con actitud paciente, todo lo que las hijas pedìan. Ellas se dirigían a él en busca de aprobación, de confirmación, de promesas (“¿Te gusta mi dibujo?”, “Después me compras…”).

Estos padres parecían muy empeñados en dar a las hijas una “buena educación”. Pero sus intervenciones, si bien en apariencia hechas con “salvíficas” intenciones educativas, lo que hacían era interrumpir cada secuencia autónoma, quebraban cada juego espontáneo de fantasía, cualquier empuje o movimiento del pensamiento.

Mientras Lea hablaba contando pesadillas aterradoras en las que, perseguida por animales feroces, perdía partes del cuerpo o era engullida por un vórtice negro, Lia copiaba tenazmente en silencio una figura cogida de una revista que había llevado consigo, aparentemente por su cuenta, pero atenta a los movimientos de la hermana. Después había dibujado una figura humana en cuyo interior, en transparencia, se veía un bebé. Cuando le pregunté qué había dibujado, me explicó con cierta dificultad que de pequeña quería ser veterinaria para poder ver “con mis propios ojos”, a través del ano del animal, si tenían un bebé en la panza. Alrededor de este pensamiento se agolpaban emociones, inquietud, embarazo y confusión: la cuestión de los orígenes, del deseo de saber, una teoría sexual infantil, la necesidad de indagar en primera persona (“con mis propios ojos”) algo oculto que se sustraía a su mirada, la confusión de las zonas erógenas y el interés por el cuerpo y sus secretos. Lia, que se había mantenido silenciosa hasta entonces, había expresado con intensidad emotiva lo que quizás todos ellos guardaban secretamente dentro de sí. Dejaba entrever toda esta problematicidad (como el bebé en transparencia de su dibujo) preguntándose, tal vez, si era ése el ámbito propicio para plantear cuestiones silenciadas.

Los padres permanecieron en silencio y el discurso cayó en nada, también porque Lea había vuelto a hablar, y ese hablar suyo continuo me hizo pensar a un frágil hilo que la mantenía cohesionada y le hacía sentirse segura en relación a la ansiedad suscitada por esos fragmentos (piernas, brazos, también la panza) que corría siempre el peligro de perder: una mutilación, una desmembramiento siempre en acto. Este peligro de fragmentación y la dificultad para mantenerse entera, ¿estaban relacionados con la intrusión materna, sutilmente violenta, encaminada al control de ansiedades indecibles?

Mientras hablaba se había puesto a cortar con tijeras, en trozos irregulares, una hoja tras otra. Así la fragmentación del cuerpo se concretaba en el despiece de las hojas que le otorgaban una inquietante realidad, actualidad. Y esos fragmentos caían sobre la mesa, donde, abandonados e informes, se cubrían los unos a los otros. La tijera procedía sobre las hojas, sostenidas en el aire, sin seguir dibujo visible alguno, sin ningún sentido ni dirección previsibles, mientras seguía ese flujo de palabras que, como los trozos de hoja, nadie parecía dispuesto a recoger, tal y como había ocurrido con el dibujo y las palabras de la hermana.

Entonces me encontré diciendo a Lia y Lea que habían tenido el coraje de llevar a ese primer encuentro sus preocupaciones y sus temores, así como aquello que deseaban. Nos lo decìan a mí y a sus padres que, quizás para no interferir, se limitaban a ser espectadores silenciosos. Dije también que me preguntaba si por ello Lia y Lea no se sentían un poco solas para afrontar por su cuenta estos pensamientos y emociones.

Dino entonces intervino para decir que Lea siempre hablaba tanto como entonces, también con su hermana, ininterrumpidamente: “¿Y qué se le podía decir? Sólo se la podía dejar hablar”.

Entonces he pensado que el flujo de palabras tenía para Lea no sólo el objetivo de mantenerla unida, de hacerla sentirse viva, para contrarrestar el miedo a ser absorbida por el “vórtice negro”. Quizás tenía asimismo una función en el conjunto familia: era una frágil telaraña con la que  intentaba tener unida a la familia, crear un tejido que los hospedase, colmando un vacío en el que corrían el peligro de perderse.

El vínculo de extrema y recíproca dependencia entre esta madre y las hijas (que eran atendidas como si no tuviesen 10 años sino muchos menos) impedía la necesaria discriminación, la separación y la individuación (también en el seno de la relación fraterna de las gemelas). La ausencia de efectivas funciones parentales y la distancia de D. en su indiscriminado consentir cualquier petición de las hijas, casi automático, me hizo pensar que era un modo colusorio de no implicarse, dejándolas pràcticamente solas.Ese modo de conceder, automàtico, para no implicarse personalmente parecía que quisieran silenciar precipitadamente cualquier iniciativa de las niñas o cualquier movimiento interno.

La atención exasperada sobre los aspectos formales, en detrimento de los movimientos de la fantasía o del pensamiento, parecía constituir una modalidad defensiva encaminada a mantener la apariencia de “normalidad” que ahora el crecimiento de las hijas y la realidad exterior (el colegio, por ejemplo) ponían en peligro. La intensidad de la ambivalencia parental se expresaba sintomáticamente tanto en la distancia emocional paterna, así como en los terrores y en las modalidades maternas de atenderlas, intrusivas y al mismo tiempo desvitalizadas. Basadas en el empeño “debido” y vaciado de empática cercanía. Creo que el sufrimiento visible de M., únicamente enmascarado por su hacer cansado e infantil, quejoso, se relacionaba asimismo con una seria perturbación del vínculo de pareja, que se manifestaba también en ese desapego banalizante del marido.

El movimiento defensivo arriba indicado (la coexistencia de intrusividad controladora y desinvestidura), hecho necesario por las terroríficas fantasías maternas, alimentaba un exceso de violencia, un intento de apropiación y una intrusión manipuladora que se acompañaba de la imposibilidad de afrontar el tema de los orígenes y los constreñía a un absoluto silencio sobre ello. Un silencio que lo era también respecto del duelo por los embarazos perdidos (dos, como son dos las gemelas) y las circunstancias virtualmente traumáticas vividas en el pasado por las hijas. Este pasado es proyectado en el futuro, en las catastróficas previsiones que pueblan las fantasías de Milena y se actualiza en las pesadillas de Lea, así como en la búsqueda que Lia expresa con tanta turbación.

Habían eliminado de la casa cualquier documento y cualquier rastro sobre el origen de las hijas, que según ellos jamás habían preguntado nada y no recordaban ya su pasado. Sabían ciertamente que eran adoptadas, también por su distinto color de piel y las diferentes características somáticas que no los asemejaban. Pero a los padres se les había dicho, por parte de personas con autoridad, que era mejor esperar a las preguntas de ellas… que, siempre según ellos, no habían llegado nunca. En cualquier caso, añadió M. presa de la emoción, no habría podido jamás contar a las hijas lo que fragmentariamente sabían, y que ella evocaba con imágenes “de pesadilla”. D. cerró el discurso diciendo: “No hay nada que podamos hacer, así que no tiene sentido hablar y hacerse paranoias”.

Estas condiciones no sólo hacen inaccesible a Lea y Lia aquel trabajo de apropiación y de elaboración fantasmática de la propia historia que conferiría a ésta figurabilidad y una posible representabilidad psíquica. Además, como muestra la clínica en la vertiente de lo intergeneracional, la ausencia de este trabajo podría obligarlas a asumir sobre sí la sombra de un fantasma, la repetición de lo que permanece no elaborado en la historia parental y/o en la trama fantasmática familiar, imponiéndoles asumir inconscientemente la identidad de un intruso temido (aquella madre biològica enferma mental). Precisamente la de esa presencia extraña e invasora que se desearía eliminar: el retorno de lo forcluìdo de los orìgenes.

Bibliografia

Aulagnier, P. (1975) “La Violenza dell’interpretazione”. Borla, Roma , 1994

Baramendi, A. (1993) “Adopciòn: imaginario social y legitimaciòn del vinculo”. Psicoanalisis de las configuraciones Vinculares, 2003 – n°1, Buenos Aires.

Bleger, J. (1967) Simbiosis y Ambiguedad. Buenos Aires, Paidòs.

Bleichmar, S. (1997) “El traumatismo en la apropriaciòn – restituciòn”. Eudeba, Buenos Aires

Califano, V. e Nicolini, E. (2000) “Narcisismo e Intersoggettività”. Relazione presentata al Convegno Nazionale della Società Italiana di Psicoterapia Psicoanalitica. Montecatini Terme, 2000.

Gaspari, R.; Rajnerman, G.; Santos, G. ( 1994a)“Adopciòn: una filiaciòn posible”. AAPPG, 10° Jornadas, Buenos Aires

Gaspari, R. ; Rajnerman, G.; Santos, G. (1994b) “La pregunta por el origen en la familia adoptiva”. In: Estructura y acontecimiento . Rivista AAPPG 1994, n°2,  Buenos Aires

Kaës, R. (1994) “Il gruppo e il soggetto del gruppo”. Ed.Borla, Roma

Kaës, R.: (2002) “Filiazione e Affiliazione. Alcuni aspetti della rielaborazione del romanzo familiare nelle famiglie adottive, nei gruppi e nelle istituzioni”. In: La filiazione problematica. a cura di Maria Clelia Zurlo. Liguori Editore. Napoli

Mastella, M. (2002)“Il vero figlio adottivo dei suoi veri genitori adottivi”. In E. Trombini (a cura di) Dolore Mentale nel percorso evolutivo. Edizioni Quattro Venti, Urbino.

Nicolini, E.; Schust, J. (1992) El caracter y sus perturbaciones. Una perspectiva freudiana. Paidos, Buenos Aires

Viñar, M. (1986) Donde comienza la historia de Edipo?. In: Temas de Psicoanalisis. n°7, Montevideo.

ΨΨΨΨΨΨΨΨ

*Sobre la Autora: 

Hablar de la Dra. Elvira Nicolini tiene una larga trayectoria profesional tanto en Argentina como en Bolonia (Italia).  En dicha ciudad desarrolla su actividad docente en la Universidad y en diversas instituciones de pos grado.  Actualmente es miembro de la Asociación Internacional de  Psicoanálisis  de Familia y Pareja de la que es fundadora y  es  Secretaria Científica del grupo de investigación sobre pareja y familia de la Federación Europea de Psicoterapia Psicoanalítica.

Tiene numerosos artículos publicados y  dos libros “El Carácter y sus Perturbaciones, una Perspectiva Freudiana” (1992) en coautoría con Jaime Schust y “Pareja y Familia en el Psicoanálisis: subjetividad y alteridad”  (2008) libro del que es compiladora y autora.

Revista nº4
Artículo 3

Fecha de publicación: DICIEMBRE 2010


Entradas Similares del Autor:

¿Hablamos?
Call Now Button