Saltar al contenido
Clínica de adolescentes. A propósito de los encuentros con los padres. Posibilidades y limitaciones

Clínica de adolescentes. A propósito de los encuentros con los padres. Posibilidades y limitaciones

  • por

Elías Adler*

Los padres de Adriana consultaron por su hija de 16 años que cursaba uno de los últimos años de educación secundaria. Cuando llamaron telefóni­camente dijeron que les gustaría tener una entrevista conmigo previo a que yo viera a la adolescente. Pensé que querían comentar algo importante antes de que Adriana viniera a su pri­mera entrevista.

Me transmitieron sentirse preocupa­dos por su hija dada una serie de sín­tomas que presentaba: a menudo tenía fuertes dolores en el pecho y se sentía sofocada expresando un gran temor a morir. Si bien le gusta­ba salir con amigos, en algún mo­mento de la noche se desesperaba por volver a casa.

Habían consultado con su médico. Este, luego de enviar una serie de estudios de rutina, habló de posible crisis de pánico y no indicó ninguna medicación. Le preguntó a Adriana si no había pensado en un proceso psicoterapéutico.

Los padres no contaron nada que yo tuviera que saber antes de verla a Adriana. Pensé que tal vez querían conocerme antes de que ella viniera. Los visualicé como padres dedicados a sus hijos, pensándolos y ubicándo­los en su vida en un primer plano. Se mostraron colaboradores y dispuestos a respaldar a su hija si ella necesitara un tratamiento. Nada me llamó pode­rosamente la atención salvo un detalle no menor. No mostraban preocupa­ciones que suelen tener los padres de adolescentes en la actualidad. Para ellos no representaban un problema los amigos de su hija ni el rendimiento académico de ella, ni la ligazón con las pantallas, ni el uso del celular, ni las salidas nocturnas, tampoco el ac­ceso que pudiera tener a sustancias, no surgían en su relato situaciones de violencia ni cortes corporales, mani­festaban una valoración de su familia y el mismo hermano de Adriana dos años mayor que ella, no era fuente de conflictos. ¿Dónde estaban los pro­blemas con los que nos encontramos habitualmente?

Adriana vino a unas entrevistas y comenzamos a trabajar. Se la veía angustiada por los síntomas que ha­bían esbozado sus padres, pero no aparecían en demasía en su discur­so. Las sesiones transcurrían entre relatos de lo que le ocurría en la ins­titución educativa donde se sentía muy exigida.

Creo que era la manera en que po­día mostrar su malestar. Adriana ha­blaba y contaba sobre diferentes as­pectos de su vida. Nada parecía des­tacarse. A los pocos meses se abrió una puerta que permanecía escondi­da.

Adriana tuvo en un fin de semana una fiesta en la casa de una amiga. Había estado ansiosa por el evento durante la semana anterior. Y cuan­do viene a la sesión luego de la fies­ta, se muestra furiosa. Se ha enoja­do mucho con su madre. El motivo del enojo es que la ha conminado al llegar a su casa de la fiesta que se bañe porque seguramente ha estado sudando mucho. Adriana gritaba que ella se bañaba cuando le parecía y que no quería que su madre le dijera cuándo debía hacerlo. A la mañana, su madre abre la ventana del cuarto de Adriana para eliminar el olor que se ha concentrado en el rato que ella ha estado durmiendo y por si fuera poco, cuando la adolescente se le­vanta, le quita las sábanas de su cama y le coloca otras, limpias y planchadas. Adriana está indignada. Es la primera vez que la veo así. Le pregunto si estas cosas son habitua­les en su casa. Sentada en el sillón, se toma unos minutos. Al decir de Alessandro Baricco, una historia siempre viene luego de un silencio.

La mamá de Adriana es descripta por ella, como una mujer extremadamente preocupada por la salud, el orden y la limpieza. Sobre todo, por la limpieza y por los olores. La exagerada tenden­cia de su madre a erradicarlos junto con los “gérmenes”, desespera a Adriana, que con sus 16 años no en­cuentra explicación racional a la “ma­nía por limpiar” de su madre, manía que en los últimos años se ha acen­tuado.

Una franela espera en la puerta de calle a cada uno que entra, para que, al ingresar al apartamento, limpie su calzado. Con el objetivo de cuidar el plastificado de un fino piso de made­ra, solo es posible andar en la casa con patines. Las sábanas de cada uno son cambiadas cada dos días. Existe la prohibición de sentarse con ropa de calle en la cama, aún si la cama está recubierta por una colcha. El teléfono y los celulares son desin­fectados diariamente por un paño con un líquido especial. Cualquier transgresión a las normas puede ge­nerar un conflicto. Las grandes crisis sobrevienen cuando la señora que participa en la limpieza de la casa no concurre a trabajar. Para disminuir la tensión en esos días, el padre de Adriana llega a la noche de su traba­jo y colabora con la limpieza.

Los relatos se suceden sesión tras se­sión.

La historia de este padecimiento fami­liar no solo es conocida dentro de ca­sa. Los vecinos del edificio donde vi­ven han elevado quejas por el uso tempranero de la “aspiradora”, por el excesivo uso de agua del condominio, que atribuyen a la mamá de Adriana, a su lavadora y a los baldazos noctur­nos en los balcones que dan a la ca­lle.

Existe además la pauta familia de que para el baño cotidiano se utilicen dos toallas. Una para el padre de Adriana y su hermano y otra, para Adriana y su madre. Cualquier inten­to por tener una toalla propia, puede derivar en una discusión de propor­ciones que Adriana procura evitar.

–      “Yo no tengo un recuerdo de mi padre diciéndole basta a mi ma­dre… mi padre no es un mal ti­po, pero se podría haber rebela­do. Mamá dice A y él dice A y si dijo antes B, enseguida dice: perdón, era B… Ella se queja que es madre y padre, y yo sien­to que los papeles están inverti­dos.

       Mamá se calienta que es ella la que lleva la casa adelante, que mi padre no sabe ni arreglar un enchufe pero es mi padre el que trabaja y trae la plata… A veces no sé qué son… la otra vez mamá le dijo que hacía 23 años que estaban casados y ella no sabía por qué se había casado con él, están juntos porque es­tán. Es un acostumbramiento. No siento que mi madre esté a gusto de estar con mi padre. De cinco palabras, cuatro son pu­teadas. A veces lo echa, le dice que se vuelva a la casa de mi abuela. Mi padre alguna vez ha subido el tono, pero tá. Lo que queda siempre es el eco de la voz de mi madre…”

La madre también le dice a Adriana cosas que la irritan. Cuando su madre le hace observaciones si se maquilla en oportunidades que no le parecen adecuadas. O si su madre utiliza el vocabulario adolescente como si le fuera propio, cuando le vigila con pre­cisión los horarios, cuando le toma el celular para limpiarlo pero también para ver qué contenidos tiene, cuando le ordena por enésima vez la cómoda que guarda la ropa interior, cuando la invita a dormir la siesta en la misma cama como cuando era pequeña, cuando le quiere hacer cosquillas o le pellizca los senos, cuando le pregunta si tiene novio, cuando sin motivo apa­rente le señala que debe tener algún problema con el sexo, cuando entra intempestivamente al cuarto de baño mientras Adriana está dentro o cuan­do luego de una discusión, le dice que camine en forma más femenina. Una situación la hace estallar a Adriana. No puede ir sola al ginecólogo si no es con su madre y con el ginecólogo de ésta, cuando la atiende a ésta. Por más que Adriana entre sola a la con­sulta, su madre se encarga de averi­guar lo que su hija ha hablado con el médico en confianza.

Obviamente después, Adriana llega fu­riosa a sesión y en medio de imprope­rios dice:

–      “Mi madre se quiere meter hasta en mis órganos sexuales… No sé si mamá me ve como mujer y no sé si yo la veo como mujer. Mi madre no se cuida, no usa caravanas, cadenitas, polleras, no se pinta. Yo cuando era chi­ca lo que hacía mi mamá me parecía bárbaro, antes me pa­recía que lo que decía era la perfección y me tranquilizaba. Si mamá te lo dice, está bien. Aho­ra no es un modelo que me abastezca y no quiero que me pase lo de ella…”

Durante el trabajo nuestro, su madre comienza a angustiarse con asiduidad. Le reclama a su hija que la necesita para hablar.

Con el padre, la situación de Adriana parece ser un tanto distinta. Con él puede dialogar, aunque en contadas ocasiones: cuando la madre no está en casa. Si está, los dos, espontáneamente, se llaman a silencio.

Adriana a veces se siente sucia y necesita ir a bañarse. Usa ropas lar­gas que tapan su cuerpo, pero no deja de maquillarse, arreglarse y per­fumarse, cada vez que puede. Inten­ta establecer vínculos con mujeres mayores que ella, con vidas afectivas medianamente estables y aparente­mente exitosas, como profesoras y madres de sus amigas. Mantiene un grupo de pares con los que se reúne y sale. Evidencia dificultades para acercarse a muchachos y en algún momento ha señalado que frente a ellos se siente como una “warrior”.

Al poco tiempo que empezaron a apa­recer estos relatos en el discurso de la paciente, la madre me llamó porque deseaba tener una entrevista con su esposo y conmigo. Le comento a Adriana y me dice que no tiene incon­veniente de que vengan a una entre­vista. Hasta parece aliviarse que me reúna con sus padres. En esa instan­cia ellos plantean que la ven menos angustiada con lo que le ocurría cuan­do consultaron pero que la ven mucho más rebelde. Cuando les pregunto en qué cosas, señalan que antes era más dócil para aceptar los planteos de ellos. Les pido un ejemplo y el padre dice en forma hasta ingenua que aho­ra, Adriana quiere tener una toalla pa­ra ella sola. La madre queda absorta ante la observación del padre. Pre­gunto, cómo es eso y el padre explica lo que ya sé de la división de las toa­llas. Me quedo callado. La madre dice que ella tiene problemas con el tema de la limpieza, con lo que está sucio o con lo que huele mal. Que entiende a Adriana, pero le cuesta aceptar los cuestionamientos e intentos de independencia de su hija. Al escuchar es­tas apreciaciones de su esposa, el padre de la adolescente comienza a contar sobre otras dificultades de la madre. Se genera una discusión de proporciones donde aparecen frases de ambos seguramente dolorosas pa­ra los dos. Les pido que nos centre­mos en Adriana y que quizás esta en­trevista sirva para que cada cual pien­se en sus propias cosas, pero les soli­cito que tomen en cuenta cómo las características de cada uno pueden tener influencia sobre el desarrollo de la adolescente.

A la sesión siguiente, Adriana me pregunta qué pasó en la entrevista porque sus padres no le contaron na­da. Yo le digo en detalle, lo que ha­blamos. Lo que hablamos de ella. Lo que ellos dijeron o dieron a entender de su vida personal o de pareja no se lo comenté.

Con el correr del tiempo tuve más en­trevistas con los padres. He procurado ser cuidadoso para no quedar cuestio­nando los conflictos de y entre ellos.

Mostraban una extrema sensibilidad en cualquier tema que hiciera a su vida familiar y de relación. Alguna vez encontré el espacio para pregun­tarles si no habían pensado en con­sultar ellos y si bien escucharon, creo que no lo hicieron. Las entrevis­tas se fueron haciendo más esporá­dicas.

La historia de Adriana invita a refle­xionar en varios temas que por razo­nes de espacio sólo voy a mencionar. En el Caso Dora de Sigmund Freud por ejemplo y en la ligazón entre ma­dre e hija. También sobre cómo en el siglo XXI, se separa la niña de su ma­dre y del profundo lazo con ella. ¿Cómo en nuestro tiempo las figuras parentales preparan el terreno y posi­bilitan o no el tránsito a un mayor cre­cimiento? ¿Qué consecuencias aca­rrea sobre una adolescente el intento de su madre por controlar rígidamente su cuerpo, sus fluidos y sus aromas? ¿Cómo ha sido Adriana investida libi­dinalmente por su madre? ¿Cómo participa esta adolescente en los jue­gos de desasimiento de sus figuras parentales? ¿Hasta dónde Adriana no se considera función indispensable de su madre? ¿No sentirá como peligro­so para ella y para su madre, el deseo de desmantelar el primitivo vínculo? ¿Qué podrían perder cada una si Adriana se alejara? ¿Y el padre cómo participa en esta interrelación con la madre de la adolescente y su hija?

En otro orden, ¿Qué papel juega un psicoanalista de adolescentes en es­te escenario? El malestar de los adolescentes es en pleno proceso de consolidación identitaria, inherente por un lado al trabajo psíquico que deben realizar y por otro, a la nece­sidad y presión social que lo com­promete a abandonar el mundo de la infancia. En relación al plano libidi­nal, se tendría que dar la desexualización y el distanciamiento de las imágenes parentales de la infancia. En forma simultánea, es de esperar que el adolescente pueda apropiarse de su cuerpo y de sus deseos, bus­cando su propio camino. Si pensa­mos en el escenario de trabajo con Adriana y si ella nos permite, esta­remos atentos al proceso que se pueda ir dando de separación- indi­viduación, a que surja una adecuada sucesión de los movimientos identifi­catorios y trabajaremos como “sos­tén narcisístico” de la adolescente en el sentido que lo plantea Christine Chabert, en pos del desasimiento y el desapego del cual hablábamos más arriba.

Entiendo que en esta paciente no está en juego solamente su malestar sino también el malestar que genera en estos padres cualquier movimiento que haga la paciente. ¿Qué hacer frente a lo que sienten estos padres? Creo que es importante re­cibirlos cuando lo requieren ellos mismos si su hija está de acuerdo, o bien si ella lo propone, o si nosotros mismos junto con la paciente enten­demos que es necesario.

Trabajar con los padres de un pacien­te adolescente es ineludible e impor­tante. Por un lado, porque son meno­res, pero además el conocer a los pa­dres nos aporta elementos sustancia­les para comprender al adolescente. Sin duda, es clave convocarlos, si el adolescente está corriendo riesgo de vida o si por determinadas circunstan­cias tiene problemas de salud, tam­bién si se dan elementos que parali­zan el análisis, por ejemplo, cuando éste es saboteado por el propio ado­lescente o por expresiones de los pa­dres o por no pagar el tratamiento.

En el caso de Adriana, la situación presenta contenidos tan cargados de conflictos en los que los padres ac­túan intensamente, que entiendo ne­cesario trabajar con ellos para poner en palabras algunos elementos que coartaban procesos de la adolescen­te y es importante que dejen de ser omitidos o desmentidos como si no existieran.

Sin embargo, el trabajo con los pa­dres del paciente adolescente pre­senta algunas dificultades.

A veces el propio adolescente se re­siste a que sus padres concurran a una entrevista. Hay manejos que realiza el adolescente o se dan juegos de confianza y desconfianza con su analista. A veces quiere mantener una suerte de alianza o complicidad con el analista dejando fuera a sus padres. Todos estos elementos se pueden trabajar con el paciente si es posible mantener el secreto profe­sional y la confiabilidad es cierta. Por cierto, que, con Adriana, en principio estos elementos no se daban y no tuvo inconvenientes en que sus pa­dres participaran en entrevistas.

Por otra parte, las dificultades a ve­ces surgen por parte de los propios padres, los límites en el trabajo con ellos son muy vastos. Hay veces que no desean concurrir. En el caso de estar separados, muchas veces hay una negativa a venir en forma con­junta que en sí misma no es impor­tante, pero el adolescente espera en algunas ocasiones que, por él, pue­dan estar juntos en determinadas instancias. Si uno de los padres no desea venir nunca, resulta una situa­ción problemática. Como sabemos, por ahí se puede filtrar las propias resistencias del adolescente.

Otro elemento que hace a las limita­ciones del trabajo con los padres está ligado con las carencias de ellos deri­vadas del no procesamiento de los avatares de su propia adolescencia. O también cuando no pueden dar cuenta del sufrimiento de los hijos. Estos dos puntos que resultan fundamentales en la clínica con adolescentes nos pro­blematizan el trabajo con el paciente. En el caso de los padres de Adriana la situación era un tanto más compleja, son padres que se dedicaban a sus hijos, podían darse cuenta del sufri­miento de su hija, pero no podían per­cibir que el sufrimiento de la adoles­cente estaba ligado entre otras cosas, “al control de los cuerpos” que se ejercía desde una posición de autori­dad que era asumida por el solo he­cho de haberla engendrado y que ella en principio había aceptado. Por cier­to, que la conflictiva de estos padres excedía al modo de como ellos habían vivido la adolescencia, pero también es clave entender que les costaba mucho el crecimiento de sus hijos. Por lo pronto, ante la solicitud médica, consultan con un psicoanalista. Y en­tonces el tema es otro, dependiendo de las posibilidades de estos padres y del contenido o la forma de plantear los elementos por parte nuestra es que quizás podamos ayudar a proce­sar o revertir algo.

Sin dudas, otra limitación que se pre­senta en el análisis con adolescentes, es el propio analista. Sus puntos cie­gos, el modo que ha procesado los conflictos de su adolescencia, si habi­tualmente siente que tiene que “salvar” a sus pacientes adolescentes de los padres, la manera y el sesgo con los que aborda la vinculación con sus pro­pios hijos adolescentes o postadoles­centes, la forma en que ha lidiado in­ternamente y lo sigue haciendo en la relación con sus propios padres. Estos elementos entre otros pautarán el tra­bajo con los padres de sus pacientes adolescentes y el modo de acompañar los procesos del adolescente y de los padres. En este sentido, una adecuada lectura de la transferencia y la contra­transferencia son aspectos esenciales para el desarrollo de nuestro trabajo.

Bibliografía.

  • Aryan, Asbed. El proceso psicoanalítico en la adolescencia. Revista de APdeBA. volumen VII. Número 3. 1985.
  • Birraux, Annie. Malestar adolescente en la cultura. En “Adolescentes Hoy”. Ediciones Trilce. Montevideo. 2005
  • Chabert, Catherine. Piera Aulagnier. Construirse un pasado. Jornadas “Pensar los adolescentes hoy”. Marzo 2010
  • Fernández, Ana María. Vidas grises. En www.pagina12.com.ar. Buenos Aires. Julio 2013.
  • Flechner, Silvia. El adolescente en riesgo. Revista APU. Montevideo. Mayo 2006.
  • Giberti, Eva. No hay padre, no hay madre. En www.pagina12.com.ar. Buenos Aires. Octubre 2016.
  • Sennett, Richard. Hay que perder el miedo al fracaso. Entrevista en Letra Ñ. www.clarin.com.ar
  • Viñar, Marcelo. Mundos adolescentes y vértigos civilizatorios. Ediciones Trilce. Montevideo. 2005

ΨΨΨΨΨΨΨΨΨΨ

Sobre el autor:  Elías Adler Morgan es miembro de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay. Miembro de FEPAL  e IPA.

Revista nº 20
Artículo 7
Fecha de publicación DICIEMBRE 2022


Entradas Similares del Autor:

¿Hablamos?
Call Now Button