Javier Frère*
La ciencia es un arduo logro de la historia de los hombres. Logro político, por una parte, y logro simbólico, por otra. Las dificultades políticas que han tenido que atravesar los científicos en otros tiempos son de sobra conocidas. Con “logro simbólico” me refiero al progreso de la verdad, no ya sólo sobre los saberes establecidos de cada época sino, principalmente, como invención, como creación ex nihilo de conceptos que consiguen trazar sus vías en lo real. De ahí su capacidad de transformación de la realidad.
La idea de la ciencia como baluarte del progreso, enfrentada al reaccionario oscurantismo religioso, goza de gran prestigio y tiene sobradas justificaciones históricas. Pero los tiempos han cambiado, vivimos la época de la muerte de Dios y la ciencia ocupa aquí un lugar preponderante. Muy lejos ya de las retractaciones de Galileo, de los silencios de Spinoza o, incluso, de los escándalos de Darwin.
Los descubrimientos científicos y su implementación técnica, han cambiado profundamente nuestra forma de vivir. Convivimos con sus aportaciones cada vez con mayor naturalidad y han variado hasta nuestra forma de producir y de hacer la guerra. Las telecomunicaciones le han dado al espacio terráqueo (hasta ahora tridimensional y euclídeo) una dimensión metafórica: el hallazgo aldea global, lo describe eficazmente. Pero, ¿qué consecuencias tiene todo esto para lo que podríamos llamar una subjetividad contemporánea?
La condena y el elogio, es decir, el odio y el amor, no son una alternativa al análisis aunque sí una tentación para la ignorancia. Aparentemente y en el “mundo occidental civilizado”, han caído los ideales religiosos, la Razón venció a la Fe. Sólo que la ciencia también es víctima de su triunfo, ha de pagar su tributo por haber entrado en el circuito del discurso común, ya no es exactamente la misma que circula por los canales propios de su discurso. El discurso de la ciencia funciona idealmente según la estructura de la comunicación, donde emisor y receptor comparten un mensaje, el mismo en la medida de lo posible. Con discurso común quiero decir aquel que sirve al vínculo social, a alguna clase de reconocimiento del otro. Allí, el agente y el otro no se corresponden, necesariamente, con individuos. Puesto que está dividido, el agente puede “recibir su propio mensaje en forma invertida” (J. Lacan), ya que también lo escucha como Otro. De modo que lo que se dice, por la polisemia de las palabras, no tiene por qué ser lo mismo que lo que se escucha. Este permanente borde de Torre de Babel es el vínculo social, en el que lo que se dice oculta el hecho de que se diga, que termina por ser lo esencial del vínculo entre los hombres. Cualquiera que se haya encontrado con otro, preferiblemente desconocido, en un ascensor conoce la experiencia del valor que tiene el hecho de decir algo, cualquier cosa. Metida en las redes del discurso común, la ciencia que aparece en los discursos singulares, desaparece como discurso científico. Aunque no deja de trasladar su ideal a los ideales sociales: escuetamente, el de sustituir al sujeto por el conocimiento objetivo.
Discurso del amo
Definitivamente, la ciencia ha preñado nuestro mundo. Pero una vez en él, no puede evitar servir a las funciones del vínculo de palabra, que es lo que caracteriza la existencia humana. Esto va a traer muchas consecuencias y no pocos problemas, sobre todo para los científicos. Problemas de conciencia para Oppenheimer, que es de los primeros en darse cuenta de su sumisión al poder político y económico. Evidentemente, para pasar desde ese lugar marginal, subversivo, que tiene inicialmente, a su actual papel central y a favor de la corriente, deberá servir a la producción del discurso del amo, a la producción de bienes y de significaciones que lo realimentan. La transformación es doble. Por una parte, en tanto se dirige a un interlocutor profano, reintroduce la subjetividad que como ciencia debe rechazar. Por otra, su circulación social permite su captura en el discurso del poder.
Ahora bien, el poder tiene sus fisuras, las muestra cuando no puede. Hay algunas cuestiones con las que la ciencia no puede. El poder no se escandaliza por eso, pero actúa de una manera que no es científica. La meteorología presenta un ejemplo interesante: las previsiones meteorológicas a una semana son pura especulación, los meteorólogos lo reconocen sin vergüenza. Al poder le interesaría mucho predecir el régimen de lluvias del año próximo, por ejemplo; pero esto es científicamente imposible. En consecuencia, se gasta mucho dinero público y privado en investigarlo. La potencia informática permite desplegar varias variables sencillas un número enorme de veces, de allí y accidentalmente surge la idea del caos, se desarrolla una teoría de ello y se extiende a otros campos: la economía, la biología de poblaciones, el sistema nervioso, etc. El tiempo atmosférico es un sistema caótico, no desordenado sino caótico. Es decir, que funciona, pero es impredecible. El asunto es interesante porque plantea la posición del científico frente a la incertidumbre y su incapacidad para dar una respuesta científica al interés del poder. Hay que tener en cuenta que la incertidumbre había sido, hasta el siglo XX, para nuestra ciencia, una variable a eliminar: cuando no se la pudo eliminar, se la ignoró. Cuestiones como éstas, ponen en evidencia que la subjetividad no está ausente en el momento de la invención científica, el “eureka” de Arquímedes y la manzana de Newton son mitos que lo aluden.
Es, precisamente, en la insistencia del sujeto en el seno de ese trabajo por hacerlo desaparecer que es el saber científico, donde reside alguna esperanza. Esperanza, no para pasado mañana, esperanza para ya. La cientificación de nuestra vida, apunta a sostener la ilusión de poder hacer desaparecer de ella la subjetividad. En la medida en que algo se sabe, no hay lugar para una decisión singular y contingente, puesto que hay una respuesta general y necesaria. El ejemplo paradigmático de esto es el de los padecimientos mentales. La psiquiatría y la psicología son ciencias débiles, por las circunstancias propias de su objeto. La promesa de la neurología de dotarlas de las bases biológicas de los procesos anímicos, va resultando poco menos que una quimera. Más bien la cosa se complica cuando la gran esperanza blanca de las neurociencias al respecto, el cerebro, se revela caótica. No seré yo quien le quite las ilusiones a nadie, pero por ahora no hay manera de vincular científicamente lo que se conoce de los procesos cerebrales con las complejidades del alma humana. Sobre esta quimera cabalga el prestigio de los tratamientos farmacológicos para las llamadas “enfermedades mentales”. En cualquier caso, los Servicios de Salud Mental funcionan, pero ahí se cura poco, tal vez porque no haya mucho de qué curarse. Lo que también funciona es el rechazo del sujeto, la irresponsabilidad que la enfermedad engendra. Si la tristeza de alguien, por paradójica e incomprensible que resulte, se convierte en una enfermedad depresiva, no queda lugar para la pregunta por la verdad que sostiene esa tristeza enigmática. ¿Cómo esperar, de una maquinaria bioquímica, un sujeto que se haga responsable de eso que le ocurre y no sabe qué es? (esta experiencia de división es una experiencia de sujeto). Aquí también hay fisuras. En el seno de las instituciones de Salud Mental los “enfermos” siguen, como los indios, teniendo “alma” y, a veces, alguien los escucha.
Borrar las diferencias
A modo de conclusión, en toda esta cuestión se va perfilando una cierta posición política, en el mejor sentido de la palabra, el de la acción en la polis. De ninguna manera, una condena al progreso de la ciencia, logro al que no es deseable ni posible renunciar. En todo caso, es una propuesta de discusión de su papel social, de ese lugar casi religioso o ideológico que apunta a borrar las diferencias singulares. Su influencia en nuestro mundo lo ha vuelto irreconocible para quien no hubiera seguido paso a paso los cambios introducidos. Y, sin embargo, la tragedia de la existencia humana sigue en los mismos términos que se plantearon para Cervantes, Dante o Virgilio. La subversión del sujeto tiene consecuencias políticas, en un sentido que está aún por decir, pero que ya hace sus efectos. Hay una insistencia del sujeto en el intento de mortificarlo; reconocerlo tiene valor de acto político. Aquí tienen un lugar particular y diferente la actividad artística, el psicoanálisis, las producciones culturales y, tal vez, la Filosofía, como disciplinas a la medida del hombre. No se trata de la creación de ningún partido del hombre, sino de la sucesión de un indefinible y constante acto político, como interpretación de lo no realizado por la historia, singular y colectiva.
BIBLIOGRAFÍA
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- Varios Autores: Proceso al azar. Tusquets, Barcelona, 1986.
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**Sobre el Autor: Javier Frère es psicoanalista. Miembro fundador y Co-Director de la Fundación Psicoanalítica/Madrid 1987. Secretario de la Sección de Psicoanálisis de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Profesor de la Escuela de Clínica Psicoanalítica con Niños y Adolescentes de Madrid.
* : Artículo aparecido en “lateral. Revista de cultura”, Año III, Nº 19-20, de julio-agosto de 1996. Barcelona.
Revista nº1
Artículo 6
Fecha de publicación: ENERO 2009