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Adolescencia. Clínica del control *

Adolescencia. Clínica del control *

Fabio Álvarez**

Introducción por Ana Rivera***

Para nacer hay que destruir un mundo (Herman Hesse).

Todo se prepara en la infancia, pero todo se juega en la adolescencia” (Kestsem­berg).

Nos hablaba Fabio al principio de su expo­sición del temor al descontrol del adoles­cente y a la necesidad de control, que apa­rece en la paciente. Recordemos que una de las características fundamentales de la adolescencia es la desmesura, el adoles­cente vive en un mundo de excesos cuan­titativos; es la edad de lo pasional, en gran medida comandada por la biología, por el empuje de la pubertad, la adolescencia es ruidosa. Como nos dice Gutton la pubertad constituye el momento traumático por ex­celencia. El empuje pulsional y hormonal   con todas las transformaciones corporales genera un incremento cuantitativo de la ex­citación somática y junto a ésta aparece en la mente del púber nuevos contenidos, pensamientos y fantasías que desbordan la capacidad de contención del aparato psíquico.

La adolescencia implica un arduo trabajo, es una etapa de resignificaciones, de due­los, ya Aberastury nos señaló la importan­cia d los duelos que tiene que atravesar el adolescente:   duelo por los padres perdi­dos de la infancia, por la identidad y el rol infantiles, por el cuerpo infantil. Sabemos que el otro trabajo prínceps de la adoles­cencia constituye un arduo proceso de desidentificación para poder construir su propia identidad. La pregunta clave en la adolescencia es ¿quién soy yo?: es un tra­bajo de deconstrucción y de reconstruc­ción, algo tiene que morir, pero también algo nace.

Por otro lado, y como plantea Freud la se­paración de los padres de la infancia es uno de los trabajos más dolorosos a los que se tiene que enfrentar el ser humano.

En esta adolescente se observa un funcio­namiento melancólico sin que esto impli­que un diagnóstico, ya que como  Laufer nos advirtió de en la adolescencia se trata más bien de ver cómo cada adolescente encara su propia adolescencia y ayudarles a transitar el arduo trabajo que la adoles­cencia implica.

En la exposición de Fabio nos encontra­mos con una adolescente que de 14 años en donde predomina un funcionamiento melancólico:  llora sin saber por qué, en la primera etapa de la terapia predominan las conductas evitativas, evitar conflictos.

Se va creando un vínculo con el terapeuta donde aparece el deseo de sentirse mirada y reconocida. En esta primera etapa es muy importante la creación de ese espacio que ella puede ir viviendo como algo pro­pio. Esto es muy importante teniendo en cuenta que lo que se aprecia es una gran dificultad para permitirse tener su pro­pio espacio, donde no sentirse invadida (traumático de cuando le ven el diario), así como poder permitirse tener un de­seo propio.

Tras una interrupción por el confinamiento, la paciente presenta claros síntomas de trastornos con la comida, considero muy adecuado el manejo de el síntoma por parte del terapeuta. Uno de los riesgos de focalizar la atención en los síntomas ali­mentarios es asentar una identidad que responda a la pregunta quién soy apunta­lándose en el síntoma.

El analista establece unos límites (un peso mínimo) que desde mi punto de vista ayu­dan a contener a la paciente y a los padres. Recordemos la Importancia del trabajo con los padres ya que la adolescencia del hijo reactivará el propio conflicto edípico de los padres, así como para asegurarnos la con­tinuidad del tratamiento.  Sabemos de la función defensiva del síntoma ¿De qué an­gustias la protege? ¿Qué se esconde tras su miedo a engordar? La paciente, a lo largo de las sesiones, va desplegando su mundo interno a través de la relación con sus pares, su hermana, su madre. De cru­cial importancia es ayudar al adolescente a nominar afectos, poner palabras, tomar contacto con sus emociones, la interven­ción de  Fabio ¿Qué dirían tus lagrimas si hablaran? apunta en esa dirección. El trabajo terapéutico trata de ayudarla poder entrar en contacto con sus necesidades emocionales sin desorganizarse, ayu­dando a poner palabras donde sólo había sensaciones. Favio nombra el odio, ella se alivia.

Winnicott señala que en fantasía incons­ciente el crecimiento es un acto intrínseca­mente agresivo, hay una fantasía de asesi­nato, supervivencia del objeto, ese odio es necesario para poder diferenciarse y discri­minarse del Otro.

Estas son cuestiones de vida o muerte. Para adueñarse de deseos, ideales y pun­tos de vistas propios es necesario ocupar el lugar de los padres: matarlos simbólica­mente. Si los adultos significativos logran sobrevivir a esos embates sin represalia el impulso destructivo tiene efectos estructu­rantes, permite la discriminación y diferen­ciación de espacios.

En ese sentido, para Winnicott, la agresión es un elemento necesario para construir la realidad externa y fundarla. El recrudeci­miento de la agresión, en la adolescencia constituye un momento de reafirmación, de discriminación.

En la paciente aparece una dificultad en poner límites, podemos pensar los cortes como una manera de escenificar en el cuerpo algo de esa separación fallida, así como una retroflexión de la agresividad en el propio cuerpo.

Me pregunto si el odio hacia la hermana no representa, en parte, un desplazamiento del odio hacia la madre. Esta aparece en el relato de la paciente como desbordada frente a la hermana. Es como si Juana. hu­biera sentido que ante lo invasivo de la her­mana le hubiera quedado muy poco espa­cio a ella. Su lugar parece en una primera etapa es de ser buena y brillante en los es­tudios. En un funcionamiento más cercano al Yo Ideal que al Ideal del Yo.

La escena en la que su hermana coge su diario expresa sus miedos más profundos, la invasión de su espacio personal. Quizás ante la patología manifiesta de la hermana tema ser como ella, apareciendo sus pro­pios temores al descontrol, (atracones, se­xualidad) a la intensidad, a no poder medir, como le ocurre a su hermana.

Se observa una fragilidad narcisista impor­tante, como le señala el analista: él te ve linda, vos os veis fea. Nos preguntamos con qué ojos se ve ella. Asbend Ayran re­cuerda la importancia de prestar mucha im­portancia a la autoestima y sus vicisitudes. El adolescente es muy sensible a la ima­gen que le envían los otros. El cuerpo ad­quiere una gran importancia, un cuerpo que, a menudo no se reconoce, se ve como extraño, como peligroso. Este cuerpo resexualizado se va a convertir en el espacio privilegiado para la expresión de conflictos, como vemos en el caso de Juana. Sabemos, como decía Jeammet que el adolescente utiliza el cuerpo como medio de expresión y de comunicación con el otro y que tiende a expresar su sufri­miento y sus conflictos por trastornos ac­tuado de su conducta.

Al principio proyecta en el novio, su propio temor a la dependencia es él que quiera verla con frecuencia y ella se aísla, se pro­tege de esta manera de su propio deseo fusional. El deseo vivido como amena­zante expresa, temor a quedar atrapada en una relación fusional de la que no poder salir que conllevaría la muerte psíquica.

Brusset nos habla respecto a los trastornos alimentarios de un duelo primario no re­suelto. Otros autores (Recalcati, Jeammet) coinciden en situar la patología temprana de este tipo de trastornos y la importancia de los vínculos primarios donde predomina una dificultad en la separación Yo No-Yo y donde las angustias que predominan son de invasión o abandono. Así como la expe­riencia de un vacío crónico que atenta con­tra la continuidad misma de la existencia. El funcionamiento mental estaría caracteri­zado por la polaridad vida-aniquilamiento: se realiza el deseo del otro o se corre el riesgo de no ser, lo que necesita y en la medida que lo necesita es lo que le ame­naza.

Empiezan a aparecer sus propios deseos como aparece reflejado en el sueño que re­lata, mostrando la capacidad elaborativa que va desarrollando a largo de su psico­terapia.

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Exposición de la sesión clínica

Fabio Álvarez**

Hemos pesquisado en la clínica en gene­ral, y especialmente con adolescentes, que muchas veces la trama emocional de un paciente pasa por la necesidad de estable­cer y sostener un principio de control.

Obviamente, tal principio está asociado a una fantasía de base, cuyo guion central es: el temor al descontrol.

¿Descontrol de qué?

En los casos más benignos, el peligro fan­taseado es que el descontrol sea interno, es decir, principalmente, de los instintos. Tanto los agresivos como los sexuales. Pero veremos que también se puede te­mer, por ejemplo, al descontrol del amor, o en su versión más negativa, el descontrol de la necesidad de dependencia afectiva. Por ejemplo, temer volverse extremada­mente dependiente de un vínculo.

También puede temerse al descontrol de los instintos biológicos: por ejemplo, y por excelencia, el hambre, tal como vemos que sucede frecuentemente en personas con trastornos de la alimentación, especial­mente cuando hay una tendencia hacia el polo conductual anoréxico.

El otro posible descontrol puede estar rela­cionado a lo externo. Es decir que se sal­gan de control personas, vínculos, conduc­tas, situaciones externas al sujeto en cues­tión.

En casos más graves, el descontrol temido incumbe al propio self en sí mismo. Es de­cir, se teme una fragmentación, o bien una desestructuración del propio self, lo que puede estar asociado a crisis de pérdida de la realidad masivas, como puede darse en las crisis psicóticas. Esto a veces aparece en la clínica como temor a “volverse loco”.

En otros casos, el descontrol fantaseado está en relación al estado afectivo: caer en una depresión o en una angustia profunda, sin fin. Estado imaginado del cual no se po­drá salir nunca, lo que es vivenciado en la fantasía como equivalente a la muerte, psí­quica y física.

Cierta lógica que creemos haber inferido a partir de la clínica, nos indicaría que cuando existe una fantasía de descontrol debemos suponer, tentativamente, que de alguna u otra manera el descontrol temido ya ha sucedido. Es decir: ya tuvo lugar, en el pasado del sujeto, en algún momento y de alguna forma. Aunque es verdad que tal suceso de descontrol no necesariamente es igual al descontrol imaginado y temido.

Cuando decimos que el descontrol ya ocu­rrió, esto no necesariamente quiere decir que le ocurrió al sujeto. Tal vez, y como lo hemos hallado en la clínica, pudo haber su­cedido que el sujeto fue testigo, directa o indirectamente, de la situación.

Hemos encontrado distintos casos en el consultorio en este sentido.

Recuerdo una adolescente de 16 años, in­tensamente inhibida en todos los aspectos: en lo social, en lo afectivo, en lo sexual, en la alimentación, etc. Ella había sido testigo privilegiada y padeciente de una hermana mayor con una severa adicción a las dro­gas, con conductas promiscuas y violen­tas. La severidad de la sintomatología de la hermana había, prácticamente, des­truido a la familia. Ella, la hermana menor, sólo pudo ubicarse en la posición extrema opuesta de la hermana, es decir en el polo del hípercontrol. Sus fantasías y temores de descontrolarse eran permanentes.

Otro caso impactante es el de un joven de 22 años, con fantasías de descontrol tan severas que estaba sumido casi en una pa­rálisis y un aislamiento social tan intenso que un psiquiatra lo llegó a diagnosticar como una patología del espectro autista. Después de mucho tiempo de análisis pu­dimos determinar que su fantasía de des­control estaba asociada a los recuerdos de haber presenciado un brote psicótico muy violento que padeció su madre (que había incluido un intento de suicidio y de asesi­nato del padre), cuando él tenía cinco años. Es peculiar destacar que tal hecho, al inicio del análisis, el paciente no podía recordarlo en forma directa. Es decir, él te­nía la certeza de que algo muy grave y pe­noso había sucedido cuando era chico. Pero no sabía qué.

Un tercer caso a mencionar es el de un adolescente de 14 años cuyo padre era no­toriamente una persona violenta y desbor­dada, quien en dos o tres ocasiones había sido detenido por la policía por alcoholi­zarse y pelearse a los puños en lugares pú­blicos. El muchacho recuerda permanente­mente los gritos e insultos del padre hacia su madre y hacia él mismo. Contraria­mente, él no podía defenderse en situacio­nes con sus pares, hasta el punto rayano a sufrir bullying. Él nunca quería ser violento, y confundía defenderse con serlo. Hasta que en una ocasión reaccionó físicamente con un compañero que venía molestándolo desde hacía tiempo, y entre tres personas casi no pudieron contenerlo.

Ésta última viñeta clínica nos da lugar a po­der describir el circuito de retroalimenta­ción que se genera cuando impera una fan­tasía de descontrol. Efectivamente se ates­tigua en la clínica que dichas fantasías ge­neran un efecto inhibitorio muy potente porque actúan con el principio de la profe­cía autocumplida. Es decir, aquello que es tan intensamente temido termina tornán­dose, en algún sentido, real. Cuando se teme profundamente la descarga de un instinto interno, y por lo tanto se lo reprime, se lo inhibe, la potencia, la intensidad de dicha moción inconsciente aumenta expo­nencialmente. Y cuando se le da curso, o simplemente el sujeto no puede inhibirlo más y “se le escapa”, o “se le impone”, el instinto aparece en la realidad en forma abrupta, explosiva. Confirmando los peo­res temores del sujeto: tal instinto es tan peligroso que debe permanecer reprimido. Eternamente. Y con más esfuerzo. Lo cual refuerza y retroalimenta el circuito circular.

Recuerdo al respecto la viñeta de un mu­chacho muy inhibido, proveniente de una familia humilde, que inició su primera expe­riencia laboral de manera desafortunada con una jefa agresiva y maltratadora. El muchacho, obviamente jamás pudo limitar las conductas de su jefa, ni defenderse de ninguna manera. Pero internamente co­menzó a desarrollar fantasías de violencia hacia ella: “pegarle con un bate de béisbol en la cabeza, estrangularla, empujarla por las escaleras, etc.”. Tales fantasías iban en aumento hasta una ocasión en que la mu­jer, ante una equivocación suya, le dio una cachetada. El muchacho explotó, comenzó a arrojarle objetos y terminó a los empujo­nes arrastrándola hasta un baño, de donde la mujer ya no osó salir. La cuestión  ter­minó con la  intervención de la policía, su despido y una demanda por lesiones. En este caso el fantasma tan temido terminó tornándose real.

Respecto del temor al descontrol de los instintos sexuales, todos debemos conocer ejemplos, tanto en el consultorio como en la vida cotidiana.

Aníbal de 24 años era virgen y llevaba una vida casta y ascética que parecía inimagi­nable para un joven estudiante universita­rio de una ciudad populosa moderna como Buenos Aires. Aníbal es estudiante de Quí­mica, obsesivo por el estudio no permite que nada perturbe o altere sus altos pro­medios. Tiene rutinas rígidas e inamovi­bles de vida, y un orden exacto de cada uno de sus movimientos y conductas, to­das supeditadas a la excelencia en el estu­dio de su carrera. Su propia teoría es que no se animaba a llevar a la práctica sus fantasías sexuales por el temor a la opinión de su familia, que según él era muy homo­fóbica (especialmente el padre). Luego de dos años de análisis irrumpió un período de promiscuidad de tal intensidad que fue preocupante por las situaciones de riesgo que incluía: desde tener sexo con varios hombres en lugares públicos, a introducir extraños en su casa, hasta contagiarse en­fermedades de transmisión sexual. Final­mente comenzó a intercalar periodos de descontrol sexual (muy esporádicos) con largos periodos de rigidez y ascetismo. Nunca encontró, hasta donde lo conocí, un equilibrio en su vida instintiva.

Mara nunca estuvo de novia. Ella es una secretaria muy bonita y preocupantemente virgen de 28 años, que en una de sus pri­meras sesiones afirmó: “De chiquita sabía que yo iba a ser virgen o puta.” Vemos cla­ramente como en este caso se impuso el principio activo del hipercontrol.

Es preciso en este punto aclarar que la adolescencia es una etapa altamente privi­legiada para que este tipo de fantasías se catalice e intensifique, y adopte forma. ¿Por qué sucede eso? Es lógico pensar que es durante la adolescencia que la ca­pacidad afectiva, de recursos mentales y hasta físicos, genera la posibilidad de lle­var a cabo esas fantasías. Por ejemplo: un niño puede tener una fantasía edípica in­cestuosa muy intensa, lo que en la práctica es imposible de ser realizada. Pero anató­micamente un adolescente sí podría lle­varla a cabo en la realidad. Es este hecho el que genera una fuente de angustia anti­cipatoria fantaseada que hace que los re­fuerzos de la represión y el control se vuel­van tiránicos y rígidos.

Obviamente, aunque sabemos que la ado­lescencia es una etapa especialmente pre­disponente para el surgimiento y la conso­lidación de este tipo de fantasías, por los múltiples motivos expuestos anterior­mente, la tarea del analista será dilucidar e inferir la trama subjetiva individual, anclada en la trama personal y única de cada sujeto humano. No hay dos historias iguales.

¿Qué debemos suponer, por otra parte, de las situaciones en las que un paciente pre­senta una dificultad extrema en aceptar los vínculos de dependencia afectiva, al punto, por ejemplo, de no poder siquiera ser ana­lizado? Es muy posible que allí esté ope­rando una fantasía de descontrol de su amor, es decir de su propia necesidad de dependencia. La sensación descrita por ta­les pacientes es la de un creciente males­tar, asociado a una angustia sin fin, y una vivencia de sentirse cada vez más débiles. Lo que no saben tales pacientes, (quienes muchas veces presentan características directamente esquizoides), es que un vínculo afectivo de dependencia sano, si es que perdura y se consolida, los vuelve más fuertes, no más vulnerables. Obvia­mente el origen de esta configuración debe buscarse en algún tipo de déficit afectivo en el vínculo con alguna de las figuras de apego primarias de esa persona. Y efecti­vamente tal déficit probablemente haya ocasionado, en algún momento, un des­control de la necesidad afectiva de depen­dencia. El envés del descontrol, y su con­traparte, es la esquizoidía, y tal vez hasta algunas conductas autísticas pueden pen­sarse en este mismo sentido.

Otro punto bastante conocido y muy des­crito en la literatura psicoanalítica, es la re­lación entre los distintos mecanismos ob­sesivos, y las fantasías de descontrol. Es lógico suponer que, claramente, la obsesi­vidad está al servicio del mantenimiento ilusorio, o real, del control. ¿Control de qué? En el caso de los mecanismos obse­sivos podemos suponer que el descontrol temido puede ser tanto de los instintos (sean agresivos y/o sexuales), como de la integridad misma del self. Esto último es evidente en los casos en que lo que está en juego es el temor a la pérdida de la cohesión del self, lo que puede eviden­ciarse en la clínica como miedo a padecer una crisis psicótica, o cualquier otra ame­naza que pueda interpretarse como riesgo a la pérdida de cohesión del self. A veces aparece fenomenológicamente como miedo “a volverse loco”, a “derrumbarse”, a “quebrarse”, a “perder el control”. Cosa que a veces sucede.

Matías de 16 años tiene rituales y conduc­tas obsesivas como ordenar su ropa y sus útiles durante horas. El dice que es su ma­nera de calmarse, y que esos rituales le sir­vieron muchísimo para ordenarse y “reen­contrarse consigo mismo” luego de una in­ternación psiquiátrica que se le indicó a partir de una crisis psicótica. Cada vez que en él amagan a aparecer sentimientos di­fusos de una crisis inminente, sus meca­nismos obsesivos se intensifican.

Otro tipo de utilización de mecanismos ob­sesivos, similares al caso de Matías, ob­servamos en Lara. Cuando ella tenía cinco o seis años recuerda que sus padres dis­cutían violentamente, y hasta llegaban a agredirse físicamente en peleas intermina­bles que duraban horas. Uno de los recuer­dos indelebles más dolorosos es su madre golpeándose la cabeza contra la pared, hasta sangrar. Lara recuerda que su forma de calmarse en medio de esas tormentas era contar una y otra vez, las rayitas de un mantel. Eran 726. Esa conducta le ayu­daba a aislarse de la tormenta que presen­ciaba. Y también la calmaba. Vemos que este tipo de mecanismos obsesivos tam­bién tiene cierta similitud con rasgos autis­tas de aislamiento.

Las conductas obsesivas como intentos de controlar los impulsos internos, por ejem­plo la agresividad, es algo muy desarro­llado en la literatura psicoanalítica. Ya Freud, en este sentido, relacionaba los sín­tomas obsesivos y rituales del Hombre de las Ratas como una expresión de su ambi­valencia afectiva. Recordemos la secuen­cia en que el paciente pone y saca nume­rosas veces una piedra del camino, como una forma de expresar, y al mismo tiempo intentar controlar, su agresividad.

Finalmente haremos mención a un peculiar intento de control conductual que se ob­serva especialmente en forma muy fre­cuente en la clínica con niños, (aunque también podemos encontrarlo, menos elo­cuentemente, en pacientes de cualquier edad).

El control al que nos referimos aquí no es un control interno, sino que lo que está en juego es el intento del control del objeto, en forma extrema, por parte de un niño. Esta configuración es muy común y se da cuando un niño en análisis intenta contro­lar al analista de cualquier forma. O bien intenta controlar aquello que para el niño representa al analista, como por ejemplo el encuadre analítico. El niño desarrollará conductas destinadas a controlar a la per­sona del analista, por ejemplo, intentar que no se mueva, que no hable, o que haga lo que el niño pide que haga. El intento de control puede desplegarse sobre el encua­dre en forma de ataque al mismo. Por ejemplo, intentar no respetar los horarios de la sesión (queriendo quedarse más tiempo, o yéndose antes), o intentando que la sesión se desarrolle en algún otro lugar que no sea concretamente el consultorio, etc. (Este tipo de ataques al encuadre puede observarse, a veces más o menos sutilmente, también en adolescentes y adultos). Es decir, el niño puede intentar cualquier tipo de transgresión que ataque o cuestione el encuadre. O bien puede in­tentar controlar, como ya dijimos, a la per­sona del analista. El ataque al encuadre, si es resistido por el analista, puede derivar en el intento de una agresión directa hacia la persona del mismo, lo cual es algo alta­mente frecuente en pacientes niños de cierta gravedad.

¿Qué es lo que el niño intenta controlar aquí con este control del objeto? Lo que el niño en estos casos no tolera es la alteri­dad del analista. Es decir su diferencia como sujeto. El descontrol temido es la di­ferencia, la alteridad del otro, y especial­mente su autonomía. Si el objeto es un su­jeto con una subjetividad autónoma puede, por ejemplo, abandonar al niño, ignorarlo, criticarlo, etc. O cualquier variedad de con­ducta que no contemple la necesidad afec­tiva presente en el niño.

El principio que está en la base de esta configuración es una variedad de ansiedad de separación. Con su conducta el niño in­tenta borrar las diferencias, negar la auto­nomía de la subjetividad del otro, que no es tolerada.

Esta configuración, la del intento de control del objeto, es lo que José Valeros deno­mina vínculo de coerción. En verdad este tipo de vínculo está muy estudiado en la li­teratura psicoanalítica y ha sido desarro­llado por muchos autores, aunque con dis­tintos nombres y con diferentes matices. Margaret Mahler la denominó “simbiosis patológica”, para Melanie Klein es la “de­pendencia hostil”, para Harold Searles es la “simbiosis ambivalente”, J. Bowlby lo llamó “apego o aferramiento ansioso”.

Ante este tipo de configuración o intento de control lo que se recomienda (es lo que teorizó José Valeros) es que el analista de­fienda a ultranza el encuadre y que impida que los ataques del niño al analista sean “reales”. Es decir, en un análisis de niños podemos “jugar” a matarnos, pero no po­demos agredirnos realmente. El analista sí deberá aceptar el rol propuesto por el niño, de forma virtual o simbólica: es decir, po­demos jugar a que soy su alumno, o su hijo, o su novio. Pero es un juego. Cuando termina la sesión, y el analista deja de ju­gar,  esa defensa del encuadre actualizará la sensación del como si. Se pondrá en evi­dencia el carácter simbólico del juego. Esta defensa del encuadre generará la supervi­vencia de un estado de virtualidad, del como sí, que es la condición para que el niño vaya desarrollando, poco a poco, ex­presiones cada vez más simbólicas, en vez de intentos de actuaciones conductuales. Es verdad que ese proceso no puede ace­lerarse a voluntad. Sólo hay que tener pa­ciencia y saber esperar.

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*Para preservar la confidencialidad, el autor nos presenta una serie de reflexiones y viñetas sobre la adolescencia y la clínica del control, tema central del caso presentado en Aecpna el 11 de diciembre de 2021, dentro del ciclo “Infancias y adolescencias. Escenarios contemporáneos.”

**Sobre el autor:  El Lic. Fabio Álvarez es Psicólogo y psicoanalista. Miembro de la Asocia­ción Psicoanalítica de Buenos Aires. Ex director del Departamento de Niñez y Adolescencia de APdeBA. Director de Extensión del Instituto Universitario de Salud Mental de Buenos Aires

*** Sobre la Autora de la presentación:    Ana Rivera es psicóloga sanitaria, psicoanalista, docente de Aecpna, candidata de la Asociación Psicoanalítica de Madrid (APM), especialista en Psicodiagnóstico y Tratamiento: Psicoterapia Psicoanalítica por la Universidad Pontificia de Comillas, formada en el postgrado de Aecpna.

Revista nº 19
Artículo 2
Fecha de publicación JULIO 2022


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