En Halloween – víspera del Día de los Muertos- las calles se llenan de excitación y risas. Niños y niñas se disfrazan de fantasmas, vampiros, brujas y esqueletos. En nuestro imaginario, como en las películas, las casas se decoran con calabazas, telas de araña, y luces parpadeantes; y buscamos caramelos como recompensas. La muerte se hace visible, teatral, se convierte en juego: sustos, desapariciones y apariciones; gritos y carcajadas. La muerte se dramatiza sin tragedia, se representa como máscara y ficción, se vuelve experimentable. Durante unas horas, la muerte se vuelve tangible… pero no aterradora, porque se juega. La muerte, enmascarada, se hace ligera; lo temido se vuelve manejable y lo oscuro y lo siniestro se hacen escena, y de esta manera, se puede tocar, dramatizar y transformar.
En este contexto, los niños ponen cultural y socialmente en acto, lo que practican en sus juegos más íntimos: truco o trato, susto o muerte: asustarse, enfrentar el miedo, para luego dominarlo en una escena simbólica.
¿Por qué los niños juegan a la muerte? ¿Porqué los niños juegan a morir y matar?
Tal vez porque jugar con la muerte permita representar la ausencia y permita poner en escena aquello que asusta para poder simbolizarlo, sostenerlo y elaborarlo.
Mateo, de cinco años, parece encarnar ese espíritu: “¿Jugamos a que nos morimos? Yo te mato y tú me matas, y después seguimos jugando”. Álvaro, de siete, organiza su ejército de muñecos: soldados caen, otros mueren, bombas que explotan, y cada ejército que muere vuelve a empezar bajo su mando. Candela, de cinco, asegura con determinación: “El juego es así, yo tengo cinco vidas, si me matas, vuelvo otra vez, y si no me morí, después te mato yo…” Mario quiere jugar a cazar Pokemon, “y si no podemos, somos nosotros los Pokemon, y luchamos hasta que los dos estemos muertos, pero podíamos revivir porque eramos Pokemon”
En todos estos juegos, la muerte se somete a reglas. Se puede desaparecer y volver a empezar. Lo terrible se vuelve manejable. La ausencia se puede tocar y explorar sin riesgo. Jugar a la muerte es una manera de ensayar lo imposible. Los niños mueren “de mentira” para encontrar en ese juego alguna versión verdadera de lo imposible. Jugar la muerte es simbolizarla y es una manera en que lo imposible se hace posible en tanto ficción y representación. Hacer de cuenta que se está muerto implica jugar la propia ausencia: el niño puede jugar a no estar, busca saber qué pasa cuando él no está presente; juega a saber qué pasa cuando el otro o los otros desaparecen, juega a saber qué pasa cuando el otro está ausente. De esta manera, en el “como si” en el “hacer de cuenta”, la muerte se vuelve alegóricamente posible. Cada juego es, en definitiva, un acto de creación simbólica: lo terrible se transforma en experiencia, lo oscuro en historia y lo ausente en figura.
Donde la mente adulta encuentra un muro infranqueable el niño introduce la ficción transformando lo que asusta en una experiencia lúdica. La imaginación convierte lo insoportable en algo con lo que se puede jugar.
Halloween es el escenario perfecto para este ensayo. Durante unas horas, la muerte se disfraza y se vuelve escenario lúdico. Las máscaras, las luces, los disfraces, sometidos a las reglas del juego, permiten experimentar la ausencia, ensayar la desaparición y transformar lo temido en experiencia compartida. La ficción colectiva potencia la ficción individual. La muerte deja de ser un fantasma que aterroriza y se convierte en un recurso simbólico.
Entre calabazas y esqueletos los niños nos muestran, con su juego, que la muerte es un límite que abre espacio a la creación, que permite ensayar la pérdida y sostener lo que de otro modo sería insoportable.
Psicoanalista. Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Internacional
Presidente y docente de AECPNA
