Natividad Briones**
Presentación por Gabriel Ianni***
“Un niño herido en su infancia no deja de amar a
sus padres, deja de amarse a sí mismo”
R. Fairbairn
“El niño que no sea abrazado por su tribu, quemará la aldea para poder sentir su calor”
Proverbio africano.
Presentación
El psicoanálisis es una práctica del testimonio. Y el relato clínico que nos presenta Natividad Briones es un claro ejemplo de ello. El analista es siempre testigo del despliegue discursivo de cada paciente; pero lo es de manera tal que, con su presencia, y con la oferta de su escucha, desprejuiciada e inédita, propicia la producción del testimonio que escucha. Es decir, el psicoanalista no solo registra, sino que gracias a su dispositivo técnico – ese invento genial de Freud- provoca un decir. Un decir que será significado, comprendido y tal vez develado, en el marco de una relación. (M. Horenstein, 2017).
Ahora bien, la relación analítica, esa “relación singular” como solía llamarla H. Etchegoyen (1986) es una relación de naturaleza compleja y que tiene un propósito específico: la comprensión del mundo interno del paciente. La complejidad la constituyen las corrientes y contracorrientes emocionales que atraviesan toda relación íntima. Pero la relación analítica se distinguirá del resto de relaciones humanas porque aquí esas emociones buscan un pensador. En mi opinión, y si bien es una característica ineludible de todo vínculo terapéutico, en el caso de David, la necesidad de ser pensado es ciertamente acuciante.
David, de la mano de Natividad Briones, nos invita a que nos acerquemos a aquellas escuelas psicoanalíticas que han estudiado la diversidad y la riqueza de las emociones humanas. Bion (1962) situó́ la simbolización de la experiencia emocional en el núcleo de la expansión de la mente. Si para Freud la libido impulsa el desarrollo del psiquismo, Bion cambia de vértice afirmando que las experiencias emocionales – amorosas y agresivas – solo conducirán a la expansión de la mente si están subordinadas al conocimiento, es decir, si esas experiencias se pueden conocer, simbolizar y pensar. ¿Qué necesitamos para poder pensar pensamientos, para que nuestras emociones puedan ser simbolizadas, procesadas y no simplemente evacuadas? Winnicott introduce el concepto de holding para referirse a aquella función con la cual el otro, la madre, por ejemplo, acompaña y permite el proceso de maduración que llamamos integración. Alguien debe cuidar a ese ser en ese estado primitivo de indefensión. Podemos también evocar aquí a Bion cuando nos habla de la función de reverie, ese estado de ensoñación materna que permite la comprensión, la significación y la metabolización de afectos y sensaciones no comprendidas por el infans. Para Bion la condición indispensable para el desarrollo del aparato para pensar pensamientos, y también para aprender de la experiencia, es la presencia de una figura materna primaria capaz de contener. Una madre capaz de reverie es una madre que digiere lo intolerable y no-asimilable de la experiencia del infante. Para Bion la internalización gradual de esta función es la base de la capacidad para pensar pensamientos. A este proceso lo llama mentalización.
Una madre como la de David, incapaz de reverie, obliga al bebé a desarrollar una identificación proyectiva patológica, ya que no se dirige a obtener clarificación por parte de su madre, sino que solo busca deshacerse de sensaciones displacenteras, solo busca evacuarlas. La incapacidad de la madre de utilizar su función alfa con su bebé deja al infans con la sensación de que su experiencia no tiene sentido. Para Bion, un ser humano privado de la capacidad de entender al otro está condenado a no poder entender su entorno social.
Winnicott nos hablará entonces de tendencias antisociales, de tendencias que no son más que reacciones a fallos en la función continente de la madre-ambiente. Recordemos que David nos es presentado diagnosticado de trastorno disocial desafiante y oposicionista, tal vez psicótico, con un comportamiento impulsivo y agresivo, tanto en el ámbito escolar de donde había sido expulsado, como en el ámbito familiar donde le costaba obedecer y aceptar normas y límites.
El impacto y el estupor de Natividad en las entrevistas con el padre y su pareja cuando hacen recaer toda la responsabilidad de lo que ocurre en David, “se merece lo que le pasa”; y siendo incapaces de ver lo difíciles que fueron las circunstancias que le tocaron vivir al niño, me hace pensar en las enseñanzas de Pichon-Rivière. Él hablaría en estos casos del chivo emisario, es decir, David convertido en el miembro designado, sobre el que se depositan los aspectos negativos o enfermos del grupo; David, convertido en el único culpable de todas las problemáticas familiares, a quien se segrega y rechaza. Pichon-Rivière decía que en estos casos no es extraño que esa persona termine creyendo que es mala, que no vale nada y que, por ende, actúe en consecuencia.
M. F. Hirigoyen (2013), en Las nuevas soledades, nos habla de una emoción vinculada a una vivencia de exclusión, abandono y desamparo, nos habla de la soledad. De una soledad fruto de una falta de confianza en uno mismo y en los demás; una soledad en las que los individuos sienten que es consecuencia de no haber sido amados, y temiendo que nunca lo serán. A veces, como nos muestra David, ese miedo se oculta tras la agitación y el ruido, ya que el silencio, tan lleno de ausencias, parece llevarlos al borde mismo de la soledad.
Ahora bien, desarrollar la capacidad de estar solo, aceptando la soledad sin perturbar los vínculos, es fundamental. Este estar solo no es un vacío, sino un espacio fértil, una condición para que el ser se descubra a sí mismo en la presencia del otro. La relación primaria con la madre, que nos ofrece el refugio de su mirada, nos permite aprender a ser nosotros mismos, a sostener la soledad sin desmoronarnos. Winnicott nos invita a ver la soledad como un preludio, un susurro previo al acto de crear, un acto que solo es posible si el niño sabe que, en su soledad, la madre permanecerá cerca, inmutable, como un faro constante. Es en ese crisol de estar y no estar, de ser visto y desaparecer, donde la psique se forma, y nos convertimos en los seres humanos que somos.
Sin embargo, como sabemos, ese no es siempre el destino que nos aguarda. Durante el desarrollo pueden ocurrir quiebres en la continuidad de la existencia, fallos en la provisión del ambiente, fallos reiterados en las funciones parentales. Los quiebres significan discontinuidades o interrupciones en el ser-siendo, y por ello, el proceso de experienciar lo vivido-sentido obstaculiza la subjetivación.
David evoca en mí las descripciones que Winnicott hace de los niños con tendencia antisocial, los también llamados niños deprivados. La tendencia antisocial es un término indisolublemente ligado al de privación. El acto antisocial es un acto que significa un fallo del entorno en un momento de relativa dependencia. La deprivación insiste bajo la modalidad de comportamientos impulsivos o conductas desafiantes. También es un reclamo que busca que se haga lugar a lo impulsivo, como un intento a que el ambiente remedie lo que fue dañado.
Winnicott llamó niños deprivados a aquellosniños que habían sufrido una pérdida de algo bueno – un objeto, una relación, un ambiente. A ello se refiere Natividad, cuando reflexiona sobre David y su madre y piensa en la función materna, que lejos de haber sido contenedora se volvió impredecible, cuando la cercanía emocional con su madre fue escasa, y donde la función de reverie estuvo apenas presente y con un ritmo aleatorio.
El niño desafiante es un niño deprivado. Su conducta es la reacción sobre el ambiente ante la dificultad de tramitar el dolor psíquico por algo bueno que se perdió; Winnicott es taxativo, pone el acento en algo bueno perdido. Sin embargo, David hace que nos preguntemos si alguna vez lo tuvo. Desafíos, agresiones, malos comportamientos suelen ser la cara visible de algo que queda invisibilizado: el dolor o la furia ante la pérdida de aquello perdido; y paradójicamente, en la misma tendencia, se esconde una profunda necesidad: que el entorno le permita desplegar su agresividad y su hostilidad sin responder, en espejo; y donde el entorno y los objetos significativos de su vida sobrevivan a sus estallidos o crisis de angustia. Sólo si permitimos y toleramos que ponga en juego cierto monto de agresividad, y sobrevivimos a su agresión, le permitiremos al niño conectarse con su capacidad de reparar. Ahora ¿qué pasa si el hogar le falla al niño antes de que el mismo tenga un marco de referencia? Al encontrar roto el marco de su vida, el niño se vuelve ansioso, y, si tiene esperanza, buscará un marco de referencia fuera de la casa. Buscará una estabilidad externa sin la cual podría enloquecer. (“Algunos aspectos psicológicos de la delincuencia juvenil”, 1946). En este texto vincula los problemas del medio relacionados con la autoridad del padre y que serán parte de lo que, en 1968 en particular, en el “Uso de un objeto y relacionarse mediante identificaciones” se convierte en lo que denominó la supervivencia del objeto, es decir, en la necesidad que tiene el sujeto de que su objeto de amor sobreviva. Y es descorazonador asistir, en el relato clínico de David, como sus objetos: su madre, su padre, su madrastra…sus profesores, lejos de sobrevivir abdican de sus funciones adoptando una actitud retaliativa y dejando a David a merced de sus propios impulsos. Para que el niño pueda reparar sus pulsiones agresivas, el sujeto parental debe demostrar que ha sobrevivido, sólo así queda abierta la posibilidad de reparación. De lo contrario, si el otro no sobrevive, no hay arreglo ni resurrección posible. (Juan del Olmo, 2024). Esta configuración deja al niño en un círculo vicioso sadomasoquista. Un yo con un fuerte sentimiento de culpa que o bien se ofrece masoquísticamente a su superyó buscando un castigo que lo alivie, o bien espera el castigo de su entorno para que cese la presión interna.
Un entorno que castigue, pero también un entorno que limite, que contenga.
Es interesante aquí rescatar lo que Winnicott dice del padre y de la función paterna en relación con la madre-ambiente; lo ilustra con un ejemplo: Cuando un niño roba azúcar, está buscando a su madre buena; él tiene derecho de coger toda la dulzura que existe en ella. Y también está buscando a su padre, quién protegerá a su madre de sus ataques, ataques hechos en el ejercicio del amor primitivo. Cuando un niño roba fuera de su casa, aún se encuentra buscando a su madre, pero busca frustrado, contrariado, y necesita cada vez más de una autoridad paterna que puede y debe poner límites a su comportamiento impulsivo y a su ansiedad cuando se encuentra en un estado de excitación. En las tendencias antisociales desatadas lo que encontramos es la necesidad del niño por un padre estricto, quien protegerá a la madre cuando la encuentre. Este padre estricto que evoca el niño puede también ser amoroso, pero primero debe ser estricto y fuerte. Solo cuando la figura de un padre estricto y fuerte se hace evidente es que el niño puede hacerse cargo de sus impulsos primitivos de amor, su sentido de la culpa, y su deseo de reparar y enmendar. (1946) No pareciera ser ésta la actitud que David encuentra entre aquellos que lo rodean y de los que esperaría recibir comprensión y contención.
Porque el niño con una tendencia antisocial es, también, un niño con esperanza de ser escuchado y ayudado. Es un niño que necesita que el entorno asuma el manejo de su hostilidad, y aunque parezca que busca la vigilancia y el control, lo que necesita son experiencias de cuidado, de confianza, y de firmeza. Como en el juego de las escondidas que cita Natividad, el niño con conductas desafiantes necesita que lo encuentren y, aunque quizás no lo sabe, espera a que no renuncien a buscarlo, que no lo encierren rápidamente en diagnósticos, que no lo expulsen, que no lo abandonen. La destructividad característica de la conducta de estos niños debemos entenderla como un llamado; como un poner a prueba al medio para verificar si es confiable, para verificar si es un entorno que puede sostener y tolerar lo impulsivo y desafiante. Los actos y conductas asociales ponen a prueba el poder para desintegrar, destruir, atemorizar, agotar, trampear y apoderarse de lo que le interesa. Así entiendo el primer juego de David, su manera de presentarse, como el pringado que hace trampas, poniendo a prueba la paciencia, la tolerancia y la capacidad de contención de su analista. Con gran sensibilidad clínica Natividad recoge el guante, acepta el desafío y sin contractuar responde con una actitud de comprensión, buscando dar sentido a lo que David dice y hace, logrando de esta manera que se instale la alianza terapéutica.
La originalidad del pensamiento de Winnicottreside en que, para él,la impulsividad comporta un signo de esperanza. El ambiente y sus objetos deben poder aportar un marco propicio para que el niño pueda alojar el impulso destructivo y pueda, entonces, darle el valor de un llamado. Se trataría de recuperar el espacio transicional donde el gesto espontaneo tenga la oportunidad de ser leído y alojado con su inherente destructividad. Winnicott sostiene la necesidad de que exista un medio capaz de ofrecer una respuesta real al niño, de dar una respuesta a la esperanza que se manifiesta a través de sus comportamientos. El comportamiento antisocial no es más que un pedido de ayuda de ser contenido por alguien fuerte que le aporte la seguridad de ser amado. Y ciertamente Natividad, en su disponibilidad para poder alojar el sufrimiento de David, en su oferta permanente en dar significación a sus conductas y provocaciones, es decir, en su capacidad para ofrecerse como un continente seguro y estable es capaz de alojar y contener las emociones evacuadas y no simbolizadas de su joven paciente. Le habla, le explica, lo invita permanentemente a reflexionar. Resulta especialmente conmovedor asistir a la escena del juego del ping-pong, donde David, llevado por la ira y la frustración arroja su paleta golpeando a su terapeuta, conmueve escucharla diciéndole, comprensivamente “sé que la has tirado porque estabas fuera de ti, preocupado, pero no era tu intención darme, me ha dolido un poco, pero siento que tú has sufrido mucho, como si te fuera la vida en ganar para ser tenido en cuenta y querido y así es muy difícil poder disfrutar del juego y sentirte bien”, es decir, alojando la agresividad y la destructividad del niño, sin actuar retaliativamente permite a su paciente iniciar un proceso de reparación. Conmueve, insisto, ver a David llegar a la sesión siguiente pidiendo disculpas, es decir, pedir ser perdonado, pudiendo luego confesar sus fantasías fratricidas sabiendo que será comprendido.
A lo largo de toda la obra de Winnicott, la naturaleza del entorno nunca deja de ser importante, tanto física como emocionalmente. Para el niño en desarrollo es el entorno quien contribuye a la configuración de un patrón de expectativas internas. El niño o adolescente que muestra una tendencia antisocial perdió el límite contenedor del entorno y está permanentemente impulsado a encontrarlo, aunque no sepa que lo hace, y ciertamente David lo encuentra en el espacio que Natividad le ofrece.
El acto antisocial provoca odio y rechazo en la mayoría de las personas. Por ello es crucial comprender que se trata de una expresión de profunda necesidad, y por lo tanto los adultos deben poder apreciar su significancia. El niño, sin saberlo, espera que alguien lo escuche, lo comprenda y le ofrezca un continente propicio para la reparación. En este sentido ¿cuántos niños actúan, como modo de defenderse de la angustia? ¿cuántos esconden bajo un disfraz de agresividad un self vulnerable? denunciando su padecer a través de sus síntomas o conductas desafiantes.
Decía anteriormente que, para Bion, la mente pensante se forma a través de la introyección que hace un bebé de la actividad pensante de su madre, es decir, los procesos de mentalización solo pueden producirse en un contexto interpersonal. Y es lo que David encuentra en Natividad y en el espacio terapéutico que le ofrece.
Y me hago eco de la visión esperanzadora que la analista tiene en su joven paciente, ya adolescente, cuando al despedirlo, dice para sí: “Ojalá la presencia de Eros ocupe un mayor espacio en la dinámica de David y apunte a la ilusión de un porvenir mejor, que le ayude a recuperar el placer de existir”.
Contra las cuerdas. Rupturas tempranas en la relación de objeto y su efecto en la regulación pulsional
Este texto presenta el caso de un niño de 10 años recién cumplidos, David, que acudió a consulta, dos veces por semana, a lo largo de casi 4 años. En el tratamiento trabajé los siguientes aspectos:
– La calidad de los vínculos, que nos mostrarán una continuidad-discontinua a lo largo de su desarrollo, si bien dentro de un marco de cierto sostén. Dificultades en los procesos de identificación donde el Yo Ideal y un Súper Yo rígido, y en algunos momentos cruel, se han impuesto como solución identificatoria. Proceso en el que la violencia estructural del desarrollo se convertía en crueldad en algunos momentos.
– En segundo lugar, el peso generacional, el hijo como destino de varias generaciones, que hace más difícil que se instale la subjetividad, al igual que la construcción de un espacio de intimidad.
– Y, en tercer lugar, los procesos implicados en la regulación pulsional.
Consideraciones teóricas
Según John Bowlby (1986) los niños necesitan “amor, seguridad y tolerancia”. Establecer vínculos estables es una necesidad primaria. Las raíces de nuestra vida emocional y posterior personalidad, dirá Freud, se hallan en los acontecimientos y cuidados recibidos en los primeros años de vida; en esta etapa es la regla y no la excepción que seamos impulsados, tanto hacia los hermanos como hacia nuestros padres, por sentimientos de ira y odio, así como por otros de apego y amor, dando paso a la rivalidad fraterna, los celos edípicos y los sentimientos de ambivalencia. La imposibilidad para enfrentarse a estos sentimientos, como en el caso que nos ocupa, le harán sentirse acosado por impulsos que será incapaz de controlar de manera adecuada.
La capacidad para regular el amor y el odio dependerá, entre otras cosas, de la magnitud de estos componentes. A mayor intensidad, peor regulación. Si el amor, seguridad y tolerancia en el entorno familiar son precarios, será muy probable que sus ganas de ser visto y aceptado sean elevadas, lo que significará que estará buscando amor y afecto y mostrará una tendencia a odiar a quienes no se lo proporcionan. Debido a esta intensidad de demanda libidinal, la separación de un niño pequeño de su madre tras haber establecido una relación con ella, puede resultar nociva para su posterior desarrollo y puede desembocar en una sensación de no ser amado, de estar abandonado y rechazado. Si la madre no ha podido conectarse con el niño las cosas irán mal, pudiendo aparecer la angustia catastrófica, el terror sin nombre (Bion) o una angustia de aniquilamiento (Winnicott).
Nada ayuda más a un niño que poder expresar sus sentimientos de odio y celos de un modo ingenuamente directo y espontáneo a los padres y ayudarle a regular estos sentimientos, demostrándole que no les destruye y proporcionarle unos límites y una tolerancia en la que pueda ir creciendo suficientemente seguro. Pero como veremos esto no siempre ocurre así.
En relación a la calidad de los lazos familiares vividos por David, me pregunto si el espacio de intimidad pudo abrirse paso. Según dice Pilar Puertas (2017, pág. 183) “ la intimidad es el hogar donde se reside velado por los objetos significativos, hogar que recrea una experiencia de dicha/desdicha que en su versión saludable se va a ver atemperada por Eros que apunta hacía la ilusión de un porvenir mejor. La intimidad se configura con ayuda del entorno, inicialmente con el objeto primario en su función de doble transicional, simbolizante y narcisística, y seguidamente interviniendo otros objetos significativos. Para que se pueda dar esta intimidad tuvo que circular el placer de existir en el encuentro primario en un tiempo pre-subjetivo”.
El trabajo psíquico en la construcción de la intimidad (Rousillon 2001) está ligado, por una parte, “al trabajo de la subjetividad del yo”, por tanto, al “trabajo de simbolización primaria” donde el sujeto se adueña de lo vivido erigiéndose en sujeto de su experiencia e inscribiéndolo en un formato representativo; y, por otra, “al trabajo de alteridad” que lleva a una vivencia de vinculación con el entorno y a la vez de diferenciación, admitiendo la propia singularidad. También será importante el trabajo psíquico de elaboración de la ausencia y poder investir las presencias objetales dentro.
Ruggero Levy (2017) nos previene de que este placer de existir rápidamente puede convertirse en terror ante el riesgo de perder los límites de la alteridad y de la propia identidad. Y según señala Edgar Levenson (1974), esta intimidad no se puede constituir sin la triangulación dada por la complejidad Edípica que genera un límite que impide la indiscriminación.
Para Winnicott (1965) si la relación con el objeto no es suficientemente buena, se produce una experiencia de aniquilación y rabia, de que todo es destruido. “Se disfruta estando oculto, pero no ser descubierto es un desastre”.
Piera Aulagnier parte de la idea de desamparo del infans. La madre, en función de deseos propios, va a tener que imponer al hijo una cierta elección, sentimientos y esbozos de ideas. Cuando se produce este deseo intrusivo, hay violencia, pero si ésta coincide con algo que es fundamental para el otro, en el sentido de que hay una necesidad, es una violencia efectiva porque sirve para mantener el sistema. Esta violencia se torna secundaria cuando se imprime el deseo propio intrusivo en el otro, no coincidiendo con una necesidad.
Faimberg, en El telescopaje de generaciones (1981), nos muestra un tipo de identificación inconsciente que atañe a tres generaciones y nos explica cómo el narcisismo de los padres puede anclarse en el psiquismo del niño. Esta inscripción es la organización alienada o escindida del Yo en la medida que se somete a la historia del otro.
El proceso de intrusión es el origen del objeto excesivamente presente. El proceso de apropiación explica el vacío. Si el paciente ocupa el lugar de no-Yo y se define desde ahí, adquiere una identidad negativa.
A veces se produce una identificación congelada en un “para siempre” como destino atemporal, y serán los procesos de desidentificación la condición de posibilidad para liberar el deseo y constituir el pasado y por tanto el futuro.
En relación a la regulación de los desbordes pulsionales, motivo de consulta del paciente, tendríamos que tener en cuenta de cara a su tratamiento, aparte del análisis y el trabajo de la transferencia y contratransferencia, los siguientes aspectos entre otros (Rousillon 2021, Puertas 2017) :
- La dinámica de los dos grandes grupos pulsionales: pulsiones de vida, que producen ligaduras con una función integrativa; y de muerte, que producen desligaduras, con una función desintegradora o de destrucción. Y el modo de organización de las pulsiones presentes: 0ral, Anal, Fálica y Genital.
- El modelo presente en la satisfacción de la pulsión: el de Identidad de Percepción, donde la pulsión trata de reencontrar algo en relación al objeto perdido, con lo Semejante y con el Todo, que corresponde al modelo de la Alucinación; y el de Identidad de Pensamiento, que es la simbolización, donde no se intenta reencontrar el objeto tal y como ha aparecido en la experiencia, sino su simbolización.
- El Ideal del Yo ligado a la identificación. Habrá distintas identificaciones: según el proceso que realizan (introyectivas, proyectivas, histéricas…) y otras que tienen que ver con la naturaleza del objeto (identificación con el agresor, narcisista, o con un objeto decepcionante…). A través de la identificación podemos adentrarnos en el Objeto y el Ideal del Yo ligado a la identificación.
- El objeto externo también tiene una función reguladora: por ejemplo, Bion con la función alfa, reguladora, y la función beta, desreguladora; o Winnicott con el objeto especular o suficientemente bueno, y el objeto desregulador intrusivo. En resumen, la importancia del Otro en la construcción del psiquismo.
- La transformación en las instancias narcisistas del viejo Yo Ideal al Ideal del Yo, fruto de un largo recorrido de elaboración de ese Yo que pudo aceptar la castración sin vivirla como una injuria narcisista.
- La calidad del Superyó: el Superyó arcaico moviéndose en las dicotomías que marca la omnipotencia tendrá que irse transformando en un Superyó que, al hilo de la experiencia y aceptando la renuncia a la realización de todos los deseos, haga un recorrido que vaya ajustando los niveles y calidad de la culpa para proteger y habilitar al sujeto ante las exigencias del entorno. La culpa bien atemperada será otro de los diques que custodia nuestro territorio.
Exposición del caso
David llegó a la consulta diagnosticado de “Trastorno disocial desafiante y oposicionista” y “Trastorno de rivalidad entre hermanos”, con un posible funcionamiento psicótico que no se confirmó. David mostraba un comportamiento impulsivo, a menudo agresivo, tanto en el ámbito escolar de donde había sido expulsado en un par de ocasiones, como en el ámbito familiar donde le costaba obedecer y aceptar las normas y límites, sobre todo a raíz del nacimiento de un hermano, ante el que sentía una rivalidad importante e intensos celos.
Fui consciente de que iba a ser un caso complicado con el añadido de que la demanda hecha por la familia sonaba a un ultimátum de última oportunidad para David: “nada ha resultado hasta ahora, a ver si con Vd. Funciona, ¡haga un milagro!”. Veremos más adelante cómo David siente la desconfianza de lo que de él se pudiera esperar, como si de él nada bueno pudiera salir, lo que le producirá mucha inseguridad, una autoestima muy baja, junto a sentimientos de culpabilidad y sufrimiento importantes.
Estructura familiar
La familia paterna es de origen portugués, pero desde dos generaciones residen en España.
La madre de David dejará el hogar un año después de su nacimiento.
Pasado año y medio, el padre de David sale con una nueva pareja y se van a vivir juntos los tres. Al cabo de un tiempo, año y medio, nacerá el hermanito de David.
Entrevista inicial con el padre y su actual pareja
Acuden puntuales, los veo tensos y enseguida el padre me comenta el mal comportamiento escolar de David, por lo que ha decidido cambiarle de colegio y así evitar la estigmatización que empezaba a estar presente. El curso estaba a punto de finalizar. David no estaba al tanto de este cambio y se fue sin poder despedirse.
Enseguida pasa a comentar los problemas de convivencia con su nueva pareja debido a la mala relación de ésta con David.
Cuando el padre conoció a su primera pareja, la convivencia iba más o menos bien, pero cuando se quedó embarazada de David, empezó a deteriorarse. Después del nacimiento, a la madre le costaba hacerse cargo del hijo, por lo que a los dos-tres días dejó de darle el pecho y al año abandonó el hogar, quedándose el padre al cuidado de David, con apoyo familiar y de amigos. En este momento me pregunto cómo ha podido afectar a David toda esta situación inicial de mal acogimiento materno y azarosa atención, donde la función de reverie de acoger sus desbordes y angustias y transformarlos en algo digerible para el bebé, fue insuficiente y con un ritmo aleatorio, lo que incidirá en su dificultad para introyectar una temporalidad adecuada.
Ante la pregunta de cómo era el hijo en los inicios, responde de manera mecánica y desafectivada, quizás cansado de relatarla. Su evolución se dio según patrones normales, cree que comió purés hasta los 4 años y que se volvió a hacer pis coincidiendo con el embarazo y nacimiento de su nuevo hermano.
Al año de haber abandonado a su hijo la madre pide volver a verle, ya con dos años y medio, y establecer un régimen de visitas. Momento precisamente en que el padre acababa de conocer a su nueva pareja, una etapa dulce también para David. Se habían ido a vivir juntos y los tres habían podido pasar un buen verano. Después el niño empezó el colegio. Decidieron, en este momento de la custodia, que David pasara de lunes a viernes con la madre biológica y los fines de semana con el padre y la nueva pareja. Un cambio quizás difícil para David, en plena luna de miel con su nueva mamá-madrastra. Al poco tiempo surgieron denuncias por fallos en la función materna y al final el juez decidió darle la custodia al padre, con fines de semana alternos para la madre más un día entre semana. Y de nuevo empezaron a torcerse las cosas. Pienso que quizás no se dan cuenta de lo que supuso para David volver con su madre y la separación de ellos entre semana como parte de ese malestar.
Con la nueva sentencia David vuelve a tener una vida más cotidiana con su padre y la madrasta, pero al cabo de un año tiene lugar el embarazo y nacimiento de un hijo. Las relaciones intrafamiliares fueron empeorando por los celos de David, cuyo enfado empezó a manifestarse en el nuevo colegio, motivando alguna consulta psicológica breve. Se fue volviendo desobediente y fue expulsado un par de veces por conductas agresivas de cierta importancia. Tenía entonces 8/9 años. Momento en que deciden el cambio de Colegio.
Con el cambio de colegio esperaban que la cosas pudieran mejorar, pero ya era un poco tarde, la madrasta había tirado la toalla y no aguantaba a David. La relación entre ambos se había vuelto imposible y ella apenas se hacía cargo de él. Ignorar convierte al otro en objeto. El padre, por su parte, comprendía a su mujer, pero era su hijo. Por otro lado, está la inseguridad que siente la madrastra ante el hecho de que David pueda hacer daño a su hijo. El padre, aunque le duele reconocerlo, responsabiliza a su hijo de la separación: “se merece lo que le pasa”. Frases como esta muestran la expresión de un Super Yo severo.
Por mi parte, me siento impactada por la crudeza de las emociones expresadas, depositando toda la culpa en David. En ningún momento se hace referencia a lo que pudo suponer la inconsistencia en los cuidados y el abandono precoz de la madre, así como la tensión presente, por lo que les comento algunas consideraciones sobre lo que los hechos narrados pueden suponer para David. Ha vivido las dificultades de su madre para hacerse cargo de él, difíciles de comprender y asimilar: la separación brusca al año, el cambio de hábitos que conllevó el ser cuidado por diferentes personas y espacios, en una especie de “continuidad discontinua” poco predecible y una gran frustración al perder lo que creía que podía ser una segunda oportunidad materna en exclusividad, seguida por un desencanto ante el nacimiento del hermano y los celos consiguientes. Proyectos cortados que tornan imprevisible el porvenir. Todo ello provoca una falta de confianza en los vínculos, daña la autoestima y desinfla la motivación. Por otro lado, señalo que tanto la red de contención familiar como el compromiso paterno/familiar de seguir adelante han supuesto espacios importantes de cierta contención para mantener la esperanza de que la situación podía mejorar. También reconozco al padre que la situación para él es difícil y complicada.
Considero oportuno el tratamiento de David para que pueda acceder a una identidad suficientemente estable, que le permita una contención suficiente y pueda ir apropiándose de su experiencia y subjetividad, y así favorecer encuentros predecibles y confiables que permitan una relación “entre dos”, donde el espacio de intimidad se haga posible.
También abordaré la importancia que tiene el respeto a la alteridad para los procesos de identificación y simbolización, con el fin de evitar que David quede subsumido en identificaciones especulares narcisistas o inscrito en una serie identificativa generacional rígida. Procesos éstos de intromisión que en ocasiones se producen más allá de la violencia estructural necesaria hasta llegar, por momentos, a la crueldad.
Tratamiento
David comienza la terapia, a razón de dos sesiones semanales, con unas condiciones económicas muy especiales que se prolongarán hasta el final del tratamiento.
Quiero destacar, dada la importancia de la red de apoyo familiar, que durante los dos primeros años fueron varias las personas que se encargaron de traer a David a terapia. En una ocasión que le trajo el abuelo paterno, éste comentó que lo que yo tenía que conseguir con su nieto es que fuera digno continuador del nombre familiar (4ª generación), todo un mandato generacional. A los abuelos les notaba frágiles y cansados y con un deseo de que su nieto se pusiera bien, y siempre me devolvieron un feedback de cómo veían que su nieto iba mejorando.
Un par de veces vino la madre de David, en su turno asignado de vacaciones, en las que se mostró completamente escéptica con la terapia porque ya “le han visto otros antes y nada… Es malo, no obedece, no tengo esperanza, ¡a ver contigo!”. Se la veía muy enfadada. David le despertaba mucha agresividad y le hacía reproches con frecuencia.
A continuación, recojo la secuencia de algunas de las sesiones, que se focalizaron sobre todo en el juego. Desde un principio decidí marcar bien los espacios, el de los niños y el de adultos. En ese momento pensé que era importante que tuviera un espacio delimitado “infantil” y por un principio de realidad, dada su impulsividad, preferí no estar en vilo. A veces preguntaba cuándo podía ir al otro cuarto y yo le decía que todo requería su tiempo, que había que esperar.
La posición inicial de David en el espacio terapéutico
El espacio puesto en juego podría asemejarse al de un ring, donde se hacía necesaria una proximidad, con exigencia de implicación y de cierto compromiso. Estar fuera no era una opción. Si como terapeuta no aceptaba el reto de este tipo de encuentro, él se pierde, tiene que haber alguien presente dispuesto a recibir sus proyecciones y que las aguante, que no se las devuelva, que el otro le garantice que va a ocupar el lugar de “pringao” para él sentir la potencia, el que tiene, el que manda, con reglas que siempre redunden en su beneficio, el otro a pan y agua, subordinado, sin palabra, pero no anulado, necesita que esté muy vivo para este juego. Comprobar que se puede ser un pringao y seguir vivo y que su agresividad no destruye al otro, porque tampoco ese otro va a dejarle sólo -por su compromiso- y por eso hay juego. Establecer un espacio en el que poner palabras a su descarga y mantener abierto el interrogante sobre su identidad, sobre quién es él, y seguir circulando.
1ª sesión: juego de parchís (“si no hago trampas, soy un pringao”)
Llega con su abuelo paterno. David fija la mirada en mí, permanece callado y condescendiente con las cosas que cuenta el abuelo. Siempre cuenta alguna “batallita”, como dice David. Ante la mala fama que le precedía, me descubro pensando: “podría pasar por bueno”. Cuando despido al abuelo, tengo un lapsus y le llamo “padre” (autoridad que representa y comunica en su papel generacional).
Le digo a David que tuve una reunión aquí con su padre: “algo me comentó, pero espero que tú me puedas decir qué es lo que te pasa”.
“LO QUE PASA ES QUE EN EL COLEGIO PEGO A LOS CHICOS, LES ESCUPO, Y ES QUE SE METEN CONMIGO. JUGAMOS AL FUTBOL Y YO CONTRA UN MONTON DE 13 Y ME LLAMAN PRINGAO”
Le pregunto: ¿tú sólo?
BUENO, CONMIGO NO QUIEREN JUGAR MUCHOS, A LO MEJOR LLEGAMOS A SER 7 PERO SON MALÍSIMOS. LO TENGO QUE HACER YO SOLO Y SUELO PERDER. Y ME ENFADO MUCHO CUANDO ME DICEN COSAS PORQUE FALLO.
Bueno, no tan solo, sois 7. Refleja un sentimiento de soledad y desamparo a la hora de establecer las relaciones, parece que haga lo que haga nunca está a la altura. Vivencia muy presente en el entorno familiar.
¡¡AH!! … ¿QUÉ TENGO QUE HACER, DIBUJAR?
Si quieres dibujar puedes hacerlo, pero hay otras cosas, mira a ver.
¿TIENES UN AJEDREZ?, ¿DAMAS?, HAY AHÍ UN PARCHÍS, ¿JUGAMOS?
Vale. Le digo que vamos primero a ponernos de acuerdo en la forma de jugar, porque a lo mejor tú lo haces de forma algo diferente a la mía. Repasamos y todo coincide y queda claro. Sacamos dados para ver quién sale primero y coincidimos con el mismo número, y espontáneamente le muestro un gesto de chocar la mano y reacciona rápido, así 4 veces consecutivas, chocamos y nos reímos (siento alegría de buen presagio).
El juego empieza y yo tengo más suerte, David se va poniendo nervioso. Me sale un número con el que le puedo comer, dudo si hacerme la despistada, pero le digo en voz alta que ya sabe que las fichas se pueden comer en el camino. Se da cuenta de mi jugada y me dice que no le coma o que no cuente 20. Le digo que se me podía haber pasado, pero lo he visto. Da un golpecito al tablero y mueve todas las fichas. Según las vuelvo a colocar le digo que tengo que pensar qué hacemos, porque me gustaría seguir jugando con él, pero que no voy a hacer trampas. Da dos golpes más. Voy colocando y le digo que todavía queda mucho juego y que puede terminar ganando.
SEGURO QUE NO.
Le digo que si hoy yo ganara podemos seguir jugando otro día. Decide seguir. Sigo en racha y vuelve a plantear hacer trampas o que yo no haga el juego que puedo hacer. Es un niño que juega mucho y sabe jugar, también al ajedrez, las damas, etc. De nuevo se encabezona, hace una trampa y le digo: “los dos sabemos de la trampa y esto no se nos va a olvidar de nuestra cabeza ¿verdad?, lo que hacemos importa”. Seguimos y el juego cambia a su favor y a veces intenta volver a saltarse las normas, le digo que espere, que trate de llegar al final sin trampas, lo hace y al final gana. Le pregunto: ¿qué te ha parecido?
QUE HACIENDO TRAMPAS SE GANA.
Pero eso no te hace sentir mejor jugador. Cuando uno juega puede ganar o perder, a veces se tienen días mejores o peores, o suerte. Hay que esperar hasta el final porque las cosas pueden cambiar, lo diferido para más tarde, hace más tolerable la espera, pero él insiste:
HAY QUE HACER TRAMPAS PARA GANAR. SI NO, ERES UN PRINGAO.
Esta actitud podría tener que ver con sus experiencias de frustración. Por ejemplo, si en un encuentro con otro se confía, se relaja y espera que las cosas sucedan como le dicen o como él desea, pasará algo que dará al traste con sus expectativas, así que mejor controlar y poner o cambiar las reglas a su favor, es decir, hacer trampas para no perder, ¡no sentirse un pringao! Se convierte así en agente activo de lo que sufre pasivamente.
Otra sesión, 7 meses después: indios y americanos (a mayor vulnerabilidad del yo, mayor revestimiento grandioso)
Comienza el juego de las batallas entre indios y americanos. David elige a los americanos y sus armas: coches, aviones, motos, tanques… quedando para mí los indios: armados con flechas y escopeta, un tótem, piraguas, carro con caballos, tienda con fuego y comida. Hay dos territorios separados por un río. La Guerra iniciada por David consiste en un gran ataque donde un bando ha de ser aniquilado (los indios, claro, ¡los pringaos!). Como casi siempre, él marca las reglas que intentará ir alterando para tener más ventajas: sus soldados tienen poderes especiales y más vidas. Los indios utilizan estrategias menos omnipotentes, organizo un contexto donde cada uno tiene una función y no tienen cualidades extrahumanas sino habilidades, por ejemplo: en una cuba amarilla meto a un indio amarillo y se camufla, David hará a su soldado invisible. Si hago un campamento de recuperación de soldados y un curandero les atiende, David se acuerda que tiene una ambulancia y hace que con sólo meter al herido ya sale mejor que antes. Si mis indios escuchan en la tierra los pasos, sus guerreros llevan sensores que detectan todo antes. David, en un principio, no hace estrategia, cada soldado es un arma letal y tampoco crea contexto.
Este juego se sucederá por mucho tiempo y un día se inventa la existencia de espías que visitan el territorio enemigo. Pero no pueden comunicar secretos, sólo cuántos son. Cuando mi espía entra en su territorio me pide que le mate y le digo que no puedo, que es de los míos y prefiero ponerle a salvo. Parece que entrar en el juego de compartir secretos es peligroso, la parte de pringao siempre sale perdiendo por fiarse.
Nada de lo que intento en la guerra tiene éxito y cuando ya sólo queda el Tótem me dice a modo de oráculo: “¿qué prefieres morir o ser mi esclavo?”; yo le contesto: “esclavo, porque mientras hay vida, hay esperanza y quizás pueda haber cambios”. Se le ve relajado con esta respuesta, y yo pienso que a pesar del sufrimiento persiste el deseo de vivir y este juego termina.
Durante los dos primeros años de tratamiento resultaba llamativa la falta de contención y pudor en relación a su propio cuerpo. Todo su esquema corporal está preparado para la acción, tomando la forma de un “arma proyectiva”: mira a veces como queriendo ver más allá de lo percibido, como los rayos láser de Superman, ver adentro. Los oídos en alerta captando cualquier tipo de ruidos o sonidos, al acecho. A veces hace ruidos o canta para no escuchar lo que le dices (desde bebé el oído es el órgano que no se puede cerrar y en su contexto escuchó muchos desencuentros, insultos, gritos de los que no fue protegido). Su comunicación es tosca, dice palabrotas e insultos fuertes, también dirigidos a mí . Ante este lenguaje de descarga, yo sentía en mi contratransferencia su desborde de sufrimiento y le invitaba a pensar por qué surgía en ese momento.
A veces se le escapaban y exhibía todo tipo de fluidos –mocos, saliva-, otras veces te avisaba con regocijo de algún eructo…, como una manera infantil de provocar. Yo le decía “habría que verte de bebé y después de pequeñín cuando todo eso no lo podías evitar e incluso podías hacer gracia, pero eso pasó y se puede cambiar… Esas reacciones son necesidades del cuerpo y alivian, quizá tengas necesidad de poder quejarte ahora de lo que te molesta con tranquilidad y sin miedo”. Muy al principio, en una ocasión que íbamos a chocar las manos para celebrar algo, se pasó la lengua por la palma y dijo: “pero así”. A lo que contesté: “Si por ahora es así como puedes celebrarlo, lo acepto”. No volvió a hacerlo. Podemos ver la presencia de la regresión a la organización de la libido oral y anal sádica en su funcionamiento.
Fue importante también ver sus problemas en el manejo del tiempo, por ejemplo, le costaba, y la mayoría de las veces no lo conseguía, decir las 4 estaciones en orden. Para él no había experiencias asociadas a las distintas temporadas, era como un presente continuo indiscriminado. A esto hice alusión antes con lo impredecible de la contención en la función materna.
Sesión en el tercer año: juego de ping pong (angustias de aniquilación)
Un día descubre un juego de ping pong, lo montamos sobre la mesa con la red, fuimos graduando los saques, bastante igualados, hacíamos set y juegos. Un día que iba perdiendo empezó a ponerse nervioso (a veces le influía mucho según se le hubiera dado el día). Empieza a llamarme pringada y cuando pierdo me dice que si sigo así voy a perder mi nombre y tendré que elegir otro. Yo le digo que como es un juego, me deje un momento para pensarlo y me pongo un nombre: Margarita. Cuando va perdiendo se pone a hablar consigo mismo y dice: ”Vamos David, ¡puedes hacerlo!… si no, ¡no serás merecedor del nombre que llevas!”, cada vez más excitado y fuera de sí (ya no era un juego, era una lucha contra ser aniquilado, desterrado). Yo le decía: “es un juego, tú eres y serás siempre David, aunque tengas que cambiar en algunas cosas para estar mejor, como todos”. Como no le salía el juego, por su estado, tiró sobre la mesa la raqueta que fue dando vueltas hasta terminar en mi esternón. Me quejé y para mi sorpresa me entraron ganas de llorar, más por sentimiento que por el daño, y decidí que las lágrimas salieran mientras él me miraba asombrado. Le dije: “sé que la has tirado porque estabas fuera de ti muy preocupado, (falta de continuidad en el sentimiento de ser) pero no era tu intención darme, me ha dolido un poco, pero siento que tú has sufrido mucho, como si te fuera la vida en ganar para ser tenido en cuenta y querido y así es muy difícil poder disfrutar del juego y sentirte bien”. Me senté y vino a disculparse. Hablamos de lo que había pasado.
A los dos días volvió a sesión y nada más de abrir la puerta me dio por primera vez un gran abrazo sostenido que me pilló desprevenida diciendo que lo sentía. Había ido un profesional a su colegio el día anterior para hablar de los malos tratos. Le señalé que a veces nos hacemos daño a nosotros mismos (como en el juego de ping pong cuando se puso nervioso), y otras podemos hacerlo a los demás o los demás hacértelo a ti.
En esa misma sesión me preguntó si yo pensaba que algún día podía hacer daño a su hermano, porque a veces se imaginaba haciéndoselo delante de su padre, como provocando. Entonces le pregunté qué pensaba él, a lo que respondió que no sabía pero que cuando se enfada lo piensa. Yo le dije: “me gustaría pensar que eso no es posible que pase, pero cuando uno está fuera de sí, agobiado, puede hacer cosas que estando bien no haría, acuérdate de tus expulsiones… Cuando estás bien, juegas con él y le miras de otra manera. Es importante hablar de lo que te preocupa para que descubras y entiendas que hay emociones muy variadas, que se puede pensar y tú puedes llegar a entenderlo, eres inteligente y sientes tus emociones”. En esto que imagina también está el castigar a su padre por la exclusión que él ha sufrido al preferir a su hermano. El hecho de que sea el padre testigo desvela, en David, el sentimiento inconsciente de culpa y la necesidad de castigo.
Comentario a las sesiones del último año
Los juegos fueron evolucionando de más caóticos a más creativos y compartidos donde íbamos respetando las reglas o poniendo otras nuevas entre los dos, y puntuando los éxitos y fracasos. Ganar ya no era la única opción para él, se admitían otros matices quedando registrado/depositado el resultado en papel, testigo de la experiencia y no llevárselo en la cabeza y así hasta la próxima… A veces hacíamos balance y la temporalidad se hacía presente creando una historia del juego. Empezamos juegos de destreza (tiro a baloncesto en la papelera, metiendo muchas variantes de tiro, algunas simpáticas, como una manera de demorar y relativizar el resultado), de cartas, juego del ahorcado y otros juegos de conocimientos tipo del primero de la clase, o con preguntas que daban ocasión para hablar de otros aspectos, juegos de estrategia… A veces reproducíamos sus clases en las que él solía ser el profesor y yo la alumna, lo que daba mucho juego. Él era benevolente y yo aplicada y motivada.
Finalmente pasamos a la habitación de los mayores y todo empezó, cómo no, por jugar con una pelota ligera, globos, a establecer metas conjuntas, como por ejemplo conseguir puntos entre los dos, hasta terminar representando lo que le pasaba en el colegio y sus expulsiones en las que él hacía de profesor y me pasaba los partes firmados con mi expulsión. Posteriormente jugamos al psicólogo y la paciente, empezamos con ejemplos que tenían que ver con sus problemas y me daba indicaciones de cómo resolverlos… y lo escribía en un papel.
A todo esto, el fracaso escolar en el nuevo Colegio fue a peor. Aunque logró pasar de curso el primer año, el segundo lo repitió volviendo a hacer 6º en otro Colegio. El principal enojo del padre era este comportamiento escolar, que llevaba fatal; trataba de animarle con frases como: “si quieres puedes”, pero esto le generaba más tensión. Pocas veces le ayudaban en las tareas, aunque David tampoco estaba muy motivado, pasaba mucho tiempo sólo por la tarde, aunque estuviera su hermano. A veces el padre le decía de sacarle de la terapia, a lo que David se oponía. No obstante, el padre se mostró agradecido porque hablé con tutores y con la directora, a petición suya, incluso en el último Colegio mantuve una reunión con la Psicóloga Escolar.
Me daba cuenta de la necesidad de que se quedara en el Colegio a alguna clase de recuperación y que contara con apoyo extraescolar porque si no conseguía mejorar, siendo un chico inteligente, se iba a retrasar, y además ir mejor en los estudios podía devolverle una imagen mejor de sí mismo y motivarle. Por supuesto a David le había comentado la importancia de mejorar en sus estudios. Le propuse bajar a una sesión semanal, para facilitar la ayuda escolar.
Lo que el padre decidió, pensando que le vendría bien, fue llevarle a un Colegio semi-interno de su Comunidad. Habló con la Psiquiatra del Centro y me pidieron un Informe, que yo hice remarcando la evolución y las dificultades que había tenido que afrontar. Nos despedimos, David sentido y con agradecimiento, el Padre más formal. Comentó el padre que si podía llamarme David alguna vez y le dije que por mí no había problema, lo que él decidiera.
Despedida
En la despedida sentí que hicimos una parte del camino, David había conseguido tener algún amigo, pensé que en el nuevo colegio le iría bien estar entre semana centrado en lo escolar, en un ambiente quizás menos disruptivo, y poder conectar los fines de semana con su familia.
Podría añadir que en mi experiencia de la terapia pude sentir en mi contratransferencia lo que significaba para David sentirse un pringao. Yo tampoco tuve, hiciera lo que hiciera, un reconocimiento sincero en relación al trabajo que hacía con su hijo.
Pasado un año del término de la terapia, el padre me dirá que estaba muy contento con su hijo. El hijo consigue aprobar y portarse bien, meta narcisista del padre y digno heredero de generaciones anteriores. Pero ¿logrará ser sujeto de su propia historia? Ojalá la presencia de Eros ocupe un mayor espacio en la dinámica de David y apunte a la ilusión de un porvenir mejor, que le ayude a recuperar el placer de existir.
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*Trabajo presentado en el I Ateneo Clínico del curso 2024-25 el 25 de enero de 2025 en la sede de Aecpna en Madrid.
**Sobre la autora: Natividad Briones.
Psicóloga-Psicoterapeuta y Máster en Psicoanálisis por la UCM.
Psicóloga Asistente (actual PIR) en la Fundación Jiménez Díaz, Servicios de Psiquiatría (Dr. José Rallo) y Psicología Clínica (Dr. Pedro Pérez) entre 1989/1993.
Miembro del Instituto de la Asociación Psicoanalítica de Madrid APM, participa en el Taller de niños y adolescentes.
Profesora Titular de la Sociedad Española de Rorschach y Métodos Proyectivos (SERYMP), de la que fue Presidenta entre 2012 y 2016, y de la Sociedad Española de Psicoterapia y Sistemas Humanos de la que fue también Presidenta entre 2011 y 2014. En ambas Asociaciones y otros foros ha publicado numerosas Ponencias, Investigaciones y Artículos.
**Sobre el presentador” Gabriel Ianni es Presidente de AECPNA; Miembro titular de APdeBA; Miembro de FEPP; Especialista en niños y adolescentes – IPA.
Revista nº 25
Artículo 4
Fecha de publicación JULIO 2025