Por Gustavo Dessal*
Aunque este título puede parecer excesivamente simple, incluso extraído del índice de una revista Cosmopolitan o Elle, encierra problemas muy difíciles, tantos que su desarrollo requeriría una extensión más propia de un trabajo de seminario que el de un breve artículo.
Tanto el verbo “elegir” como el sustantivo “pareja” no pertenecen originariamente al vocabulario psicoanalítico, y al ingresar en el discurso del psicoanálisis cobran un valor distinto al que estamos habituados. “Elegir” supone una acción deliberada, una decisión que obedece a una intencionalidad libre y determinada por aquello que mejor se acomoda a nuestro beneficio. Por supuesto, todo el mundo está de acuerdo en que se pueden cometer errores en la mayoría de los ámbitos de la vida. Podemos equivocarnos al elegir una carrera, al arriesgar un negocio, al decidir dónde pasar nuestras vacaciones, incluso a la hora de elegir una pareja. Este último error, si podemos calificarlo así, tiene desde hace unos años mejores posibilidades de solución, si tenemos en cuenta que los hábitos sociales de la cultura han ido ganando terreno sobre la idea tradicional de la unión como sacramento. Uno se “equivoca” por motivos de juventud, por inmadurez, por sobrevalorar las propias posibilidades, por subordinar la realidad a los sueños, y por mil razones más que hoy en día suelen aceptarse y comprenderse. Todas estas explicaciones parten de la base de que hacemos lo que consideramos mejor en determinado momento de la vida, aunque el tiempo muchas veces no pone en nuestro sitio y restablece el sentido común, perfeccionando la capacidad de obrar en la búsqueda de nuestro bien.
Por otra parte, tenemos el término “pareja”, un término que ha ido ganando prestigio a medida que el lenguaje debe cuidar sus connotaciones. Años atrás, cuando recibía en mi consulta a un paciente nuevo y tras un cierto tiempo de la entrevista no obtenía información espontánea sobre su vida amorosa, solía preguntarle (de acuerdo con la edad y el sexo) si tenía novio, novia, esposa o marido. Con los años, la prudencia y las transformaciones de la época me han obligado a adoptar un lenguaje más cauteloso, más adecuado a las variaciones de la modernidad. “¿Tiene usted alguna clase de relación de pareja?” es ahora una pregunta más neutra, más prudente, que no presupone nada demasiado establecido. De todas maneras, no es exactamente esto el meollo de la cuestión en psicoanálisis, puesto que nuestra clínica nos descubre que los seres humanos no se limitan a hacer pareja con otros seres humanos, ya sean del mismo o de distinto sexo. La relación de pareja es algo que podemos extender a otras cosas, siguiendo la idea de Freud, quien consideraba por ejemplo que el alcohólico es alguien que logra establecer un matrimonio estable con la botella, a menudo mucho más fiel y duradero que con una persona. Y como ejemplo más extremo, tenemos en los últimos tiempos los ejemplos de “objectum sexuality”, el establecimiento de relaciones amorosas de gran intensidad entre sujetos (casi siempre mujeres) y monumentos que tiene un enorme valor histórico y social, como la mujer que se “casó” con la torre Eiffel. Me adelanto, entonces, advirtiendo que desde el punto de vista del psicoanálisis nos interesamos en el sentido amplio de la idea de pareja, y por lo tanto consideramos que más allá del sentido común de la expresión, habremos de investigar siempre y en cada caso cuál es la pareja fundamental y con frecuencia secreta de un sujeto, más allá de su partenaire “oficial”, o incluso de aquellos que se declaran completamente solteros o solitarios. Casi siempre lograremos encontrar algo con lo que la persona en cuestión forma pareja, aunque ni él mismo lo sepa.
Para aclarar un poco este pequeño embrollo que con toda intención acabo de introducir, debemos tomar en cuenta dos cuestiones que son absolutamente decisivas para el psicoanálisis.
La primera, es que Freud llamó al psicoanálisis “ciencia del inconsciente”. Aunque nosotros no defendemos exactamente la idea del psicoanálisis como una ciencia, la referencia es simplemente para entender que Freud quería expresar de ese modo que el inconsciente es lo absolutamente específico del psicoanálisis, y que esa hipótesis lo diferencia de cualquier psicología. La mayoría de la gente tiene hoy en día una cierta idea de lo que significa el inconsciente. Incluso muchos científicos que estudian la mente y el cerebro desde un punto de vista absolutamente neurofisiológico se muestran de acuerdo con que una gran parte de la actividad psíquica no está gobernada por la conciencia. Por supuesto, la explicación que ellos ofrecen para dar cuenta de cómo sucede eso es totalmente insatisfactoria para los psicoanalistas. Nuestras diferencias son numerosas, aún con aquellos neurofisiólogos que han hecho un notable esfuerzo por aproximar sus tesis a las del psicoanálisis. Lo fundamental no es solo que para nosotros el inconsciente es algo que no necesita apoyarse en una localización cerebral o neuronal. Lo más importante es, por así decirlo, la concepción general que tenemos sobre la subjetividad, aquello que consideramos como específicamente humano: su asombrosa inadaptación a lo real. Esto puede parecer una incongruencia, si tenemos en cuenta que la especie humana es, posiblemente junto con las cucarachas (semejanza que no deja de ser curiosa y sugerente), la que mayor capacidad de adaptación al medio tiene. Podemos sobrevivir en los climas más espantosos y bajo las condiciones más adversas. Pero no exactamente debido a una capacidad de adaptación, sino por la asombrosa facultad de transformar lo real, de adaptarlo a nuestra conveniencia, de modificarlo conforme a las necesidades de la vida, aunque ello suponga, las más de las veces, condenar lo real a su extinción. Siguiendo a Hegel, Lacan afirmó que a partir del momento en que el ser humano inventó la palabra “elefante”, el pobre animal tenía los días contados. El hombre es esencialmente nominalista, y su posibilidad de nombrar lo real lo convierte en el más depredador de todos los seres vivientes. Un documental como “Inside job”, estrenado en 2010 y dirigido por Charles Ferguson, narra la crisis financiera del 2008. Lo más interesante es ver cómo se puede provocar una auténtica carnicería sin disparar ni un solo tiro, empleando sofisticadas operaciones mercantiles que en definitiva no son otra cosa que juegos de lenguaje.
Pero nuestra inadaptación no acaba allí. No se trata solo de eso, sino de algo mucho más importante y que el psicoanálisis ha puesto de relieve. Hoy en día nadie se asombra demasiado ante la hipótesis del inconsciente, y desde luego la importancia de la sexualidad no solo ha sido aceptada, sino extendida hasta la exageración por el discurso social. Por lo tanto, es otra cosa lo que constituye el núcleo más subversivo de la doctrina y la práctica analítica, y es la idea de que el hombre no busca su bien.
En consecuencia, y para introducirnos un poco más en el tema que nos concierne, vamos a partir de lo siguiente: a fin de entender algunos de los mecanismos que rigen la elección de una pareja, en el sentido estricto de la palabra, pero también en el sentido más amplio que aclaré al principio, tenemos que tener en cuenta tanto la hipótesis del inconsciente como aquella otra que cuestiona la idea de que el ser humano se interesa solo en lo que le supone un bienestar.
¿Acaso estamos poniendo en duda la idea de que los seres humanos realizan elecciones? Desde luego que no. El transcurrir de nuestra existencia es una sucesión interminable de elecciones, y a todas ellas subyace, podríamos decir, una elección fundamental, una elección que constituye el modelo, la matriz causal de todas las otras, al punto de que cuando seguimos el recorrido de una vida humana, cuando analizamos las secuencias de sus movimientos existenciales, acabamos por descubrir una recurrencia, algo que siempre se repite en sus elecciones. El problema reside en que esas elecciones no obedecen a una voluntad libre y consciente, sino a una determinación que se nos escapa, de la que no tenemos noticia alguna en nuestra conciencia, la cual trata de argumentar la razón de nuestros actos mediante significados frecuentemente alejados de la verdad. Entonces, podrían objetar algunos, ¿por qué llamar “elección” a una conducta a la que hemos calificado como independiente de la intención y la voluntad? La respuesta es sencilla. Si no lo hiciéramos, si renunciásemos a la idea de que a pesar de todo somos sujetos de una elección, podríamos abrir la puerta a la peligrosa idea de que el inconsciente es un modo de exonerar a las personas y de responsabilizar a fuerzas ingobernables por las acciones que se llevan a cabo. El psicoanálisis no es solo la idea de que existe el inconsciente. Es también una doctrina y una práctica clínica que promueve el deber de asumir como propio incluso aquello que no obedece al control de nuestra voluntad.
Pero más aún, es decisivo considerar que el sujeto siempre realiza las elecciones “adecuadas”, aún aquellas que desde el punto de vista común parecen desatinadas, descabelladas, o incluso suicidas. Para comprenderlo, es preciso desprenderse del prejuicio de que actuamos movidos exclusivamente por la búsqueda del placer. Esta es la ilusión que alimenta la gran maquinaria de la literatura de autoayuda. Allí, toda acción que no conduzca a un resultado beneficioso obedece a un error de aprendizaje, o de enfoque, o sencillamente está viciada en su raíz debido a un déficit en la estima que el sujeto tiene de sí mismo. Robin Norwood es una psicóloga norteamericana que ha conocido un éxito impresionante con su libro Las mujeres que aman demasiado. Como lo sugiere su título, la autora ha captado algo fundamental en la psicología femenina: la tendencia de las mujeres al exceso, a lo ilimitado en el orden de la pasión amorosa. Eso las conduce en muchos casos a la búsqueda de relaciones que desembocan en el maltrato y el sufrimiento. Robin Norwood no ignora que en la mayoría de estos ejemplos es preciso indagar en los antecedentes históricos del sujeto, en sus vivencias infantiles, en la forma sintomática de los vínculos edípicos. El objetivo es ayudar a las mujeres a encontrar la medida justa de su pasión, ni demasiada ni escasa, a fin de equilibrar la balanza de sus elecciones. La terapeuta no está demasiado desencaminada, y la abundante casuística permite a los lectores encontrar los elementos identificatorios que los aproximan al tema.
El problema, y Norwood no deja de reconocerlo, es lo que en psicoanálisis denominamos la repetición, es decir, que reconocer el carácter patológico de una conducta no es suficiente para poder abandonarla, puesto que hay algo que se impone por encima de nuestro propio bien y nos empuja a reincidir en aquello que la razón ingenua juzga como desequilibrado. Es eso mismo que desconcierta a los jueces, policías, psicólogos y asistentes sociales que intervienen en los casos de violencia de género. “¿Cómo eligen a sus parejas?”, se preguntan, intrigados en muchas ocasiones al ver que existen sujetos que obran como si estuviesen poseídos por un demonio interior que los arroja una y otra vez en los brazos de su verdugo.
Una conclusión se impone de inmediato. En primer lugar, que para comprender algo de la vida amorosa de las personas reales, y no de las personas tal como deberían ser conforme a los modelos psicológicos, es preciso abandonar definitivamente la idea de que existe algo que se denomina la normalidad. La normalidad no existe en ninguno de los terrenos de la subjetividad: ni en la vida sexual y amorosa, ni en las relaciones familiares y sociales, ni en la manera en que los seres humanos encuentran su variadas formas de satisfacción. El psicoanálisis ha llegado a formular la tesis de que toda vida humana tiene el estatuto de un síntoma. No existen individuos normales versus aquellos otros que no lo son. Cada sujeto es en sí mismo una construcción sintomática, es decir, que realiza en su propia subjetividad y de forma singular la falla universal que nos caracteriza como especie. En otras palabras, hemos de abandonar definitivamente la comparación entre los sujetos, esa comparación que tanto obsesiona a los pacientes que acuden a vernos (“No sé si esto que me sucede es algo habitual, si le pasa a los demás o solo me sucede a mí”), ya que toda medida es falsa, y solo tenemos el síntoma como única referencia para pensar de una manera auténtica la vida humana. Nadie está exento del síntoma, en tanto todos los seres humanos estamos afectados por una carencia que nos deja a merced de un desamparo existencial que nos marca de forma definitiva. Debemos enfrentarnos a los acontecimientos más absolutos de nuestra vida, tales como la sexualidad, el amor, la paternidad, sin el auxilio de aquellos poderosos estímulos que solemos denominar instintos, y que poseen la virtud de lograr un enlace adecuado entre el individuo y el objeto de su satisfacción. En nuestro caso, toda relación de objeto está afectada por un vacío que la corroe por dentro, y que impide una integración armónica entre el sujeto y su realización. Si aplicamos este esquema al tema específico que nos ocupa en este breve artículo, ya podemos extraer una segunda conclusión. La pregunta “¿Cómo se elige una pareja?” tiene indefectiblemente una respuesta que es válida para todo el mundo: siempre de un modo fallido, incluso en los casos en los que la felicidad parezca reinar, puesto que toda relación humana está sometida a los avatares de una concordancia imposible.
Desde luego, esa verdad general se declina de múltiples maneras, y las desavenencias no son todas iguales.
Si queremos aventurarnos un poco más en la materia, debemos hacer notar que la elección de una pareja, o elección de objeto, tal como lo denominamos de forma un poco más estricta en psicoanálisis, es un proceso extraordinariamente complejo. Reducirlo a mecanismos genéticos o respuestas neurofisiológicas, como se pretende hoy en día en los ámbitos pseudocientíficos, no es solo una papanatada más en la larga fila de los disparates que se contrabandean en las nobles fronteras de la ciencia verdadera, sino que configura una peligrosa ideología que persigue la domesticación de la acción humana, a fin de que su simplificación se preste gentilmente a los intereses del mercado farmacológico y al control de las grupos.
Para trazar un breve panorama del problema, comencemos por tomar el punto de perspectiva del varón. ¿Cómo elige un hombre a una mujer? Emprender esta pregunta supone introducirnos en un juego de muñecas rusas puesto que rápidamente debemos pasar a la pregunta que está encerrada en la que acabo de formular: ¿y por qué motivo un hombre habría de interesare en una mujer? No es una pregunta obvia, puesto que existen hombres que no se interesan por ninguna, otros que se interesan por otros hombres, incluso hombres que se interesan solo por cosas que no son ni hombres ni mujeres, ni seres vivos. A esta altura el lector estará a punto de de creer que me estoy escapando de dar una respuesta, y debo confesar que de ser así no está del todo equivocado. Me escabullo, es cierto, pero solo por un motivo, y es el de mostrar hasta qué punto el psicoanálisis está obligado a deconstruir y desmontar las diminutas piezas que forman parte de los procesos psíquicos. Frente a la sencillez de los mecanismos que gobiernan la vida animal, cuya investigación se beneficia de las ventajas de lo universal, esto es, que una vez que descubrimos cómo funciona la atracción sexual entre un puercoespín y una puercoespina hemos descubierto el funcionamiento sexual de todos los puercoespines, frente a esa sencillez, decía, nuestra disciplina tropieza con la dificultad de que aquello que es válido para un sujeto, no funciona para otro. Que aquél gusta de las mujeres flacas y con aspecto aniñado, que este otro solo repara en las que están entradas en carnes y tienen rasgos feroces, mientras que aquel no se fija más que en aquellas que se muestran frágiles y enfermizas. El sujeto masculino no elige conforme a un modelo universal o normativo, sino que tiende a privilegiar ciertos rasgos que resultan de la encrucijada de diversas causas.
Por una parte, tenemos sin duda los antecedentes históricos, es decir, las aventuras corridas por su libido en los acontecimientos de la vida familiar inmediata, que en la mayoría de los casos suele ser el espacio inaugural donde la sexualidad inicia su conflictiva andadura. Sin duda, las figuras parentales ejercen una influencia decisiva en la vida amorosa de los sujetos, y la madre es por lo general un modelo de mujer que el varón tenderá a reencontrar en sus elecciones ulteriores, aunque más no sea buscando algunas de sus características que han quedado fijadas para él. Por otra parte, tenemos las contingencias de la vida, los tropiezos inesperados. La seducción de un adulto, en ocasiones un familiar, el descubrimiento de los avatares del cuerpo, los juegos infantiles, las palabras que vienen a sancionar, reprobar, alentar, mortificar o desfigurar los placeres y los goces, y que dejan sus marcas, sus huellas, incluso sus heridas. La vida sexual y amorosa se estructura de una manera descompuesta, en la que el interés erótico por ciertas figuras se ensambla de forma poco ajustada con las satisfacciones sexuales obtenidas en las epopeyas del cuerpo, el que a su vez es vivido en su parcialidad, como un confuso laberinto de orificios y piezas heterogéneas, animado por sentidos oscuros e inconclusos. Con todo aquello, el hombre debe fabricarse un camino hacia el objeto. No es de extrañar que de semejante artificio solo pueda resultar un síntoma, el cual en bastantes ocasiones es lo suficientemente logrado como para permitirle mantener el simulacro de una vida de pareja. De allí que entre los psicoanalistas que seguimos la orientación lacaniana nos valemos de una fórmula que nos ayuda a entender algunas cosas: para un hombre, una mujer es siempre su síntoma. Esto no quiere decir, Dios nos libre, que las mujeres posean una naturaleza enfermiza. Significa que el hombre hace de una mujer la pieza que le falta para encontrar cierto equilibrio en su propia locura, la muleta con la que ayudarse en su irremediable cojera. Eso incluye el aspecto sexual y amoroso, sin duda, pero mucho más que eso. Integra también el hecho de que a través de ella, él será capaz de hallar una cierta identidad en la vida, aunque esa identidad no sea mucho más que un simulacro, como sucede con todas las identidades. Mientras el síntoma funciona, la relación se mantiene, a pesar de la intensidad del malestar que pueda generar, o incluso también debido a esa misma razón. Por eso, desde el punto de vista del psicoanalista, la ruptura de una relación de pareja no se explica jamás mediante los lugares comunes de “se perdió la pasión”, “la vida sexual se volvió rutinaria”, o frases semejantes que las personas repiten. Se explica cuando indagamos en las razones por las que, en tanto síntoma, una pareja ha dejado de cumplir para alguien esa función. Es un modo de concebir el problema de la pareja que tiene su origen en el propio Freud, quien había descubierto que los pacientes se aferraban a sus síntomas con una tenacidad que al principio le resultaba incomprensible. Concluyó que el ser humano ama a su síntoma más que a sí mismo, y se maravilló de lo difícil que era producir una ruptura en la pareja del paciente y su síntoma. Hoy en día existen toda clase de mecanismos legales para facilitar los divorcios, y a veces tenemos la impresión de que la gente se divorcia por el motivo más absurdo. Sin embargo, cuando acuden a nuestras consultas, comprobamos hasta qué punto es difícil lograr que se separen de sus síntomas. Muchos forman con ellos parejas tan indestructibles, que a lo sumo solo podemos conseguir que, al cabo de algunos años de análisis, la convivencia mejore un poco.
No voy a finalizar sin hacer un vuelo rasante por este tema desde la perspectiva femenina. Para ella, es en principio válido todo lo que hemos comentado respecto del varón. El hecho de que las circunstancias corporales de la mujer no circunscriban su sexualidad a una zona genital tan exclusiva como es el caso del hombre, le permite obtener una satisfacción cuyos límites y circunscripciones son más indefinidos e imprecisos, de allí la ingrata facilidad con la que la historia universal la ha convertido en el objeto de todas las mitologías de la alteridad, algunas veces infames. En ellas, mucho más que en el hombre, el amor y el verbo tienen un papel decisivo en sus elecciones de objeto, de allí su disponibilidad para la fascinación y el encantamiento que la palabra pueden ejercer en su libido, al punto de cosquillearles el cuerpo y despertar sus aberturas. ¡Pero atención! Tanto en uno como en otro sexo, no solo impera lo que el partenaire puede ofrecernos en materia de placer. Hemos insistido desde el inicio en que las relaciones de pareja constituyen universos misteriosos, donde el goce transita por recónditos canales, se interna por oscuras galerías, y se desfoga mediante prácticas que no solo desconocemos, sino que no admiten ninguna clase de medida ni calificación. Por eso, me daría por contento con saber que, a partir de mañana, queridos lectores, cuando reflexionéis sobre vuestras parejas, o la de vuestros padres, o la de vuestros vecinos o amigos, tengáis en cuenta que en verdad apenas logramos ver de ellas una ligera capa de la superficie. Más allá, debajo de la apariencia epidérmica de toda relación, subyace un mundo intrincado, donde se movilizan fuerzas desconocidas y complejas, guiadas por argumentos singulares que jamás se repiten, y con los que los seres humanos intentan torpemente, con mayor o menor acierto, mayor o menor sufrimiento, asumir como pueden sus papeles en el escenario de la vida.
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* Sobre el autor:
Gustavo Dessal (Buenos Aires, 1952) es psicoanalista y escritor, miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y docente del Instituto del Campo Freudiano en España. Dicta seminarios y conferencias en varios países, y su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, portugués, rumano y polaco. Autor de numerosos artículos y libros de psicoanálisis, así como obras de ficción. Su novela “El caso Anne” ha representado a la literatura argentina en la Feria de Frankfurt 2018. El último libro “Inconsciente 3.0. Lo que hacemos con las tecnologías y lo que las tecnologías hacen con nosotros” es el resultado de una larga investigación psicoanalítica sobre los efectos de la técnica en la vida humana. Vive en Madrid desde el año 1982.
Revista nº 16
Artículo 8
Fecha de publicación DICIEMBRE 2020