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Género, Trans-versalidad y Psicoanálisis.*

Género, Trans-versalidad y Psicoanálisis.*

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Por Adolfo Berenstein**

Introducción

Desde hace años, pero con mayor intensidad este último tiempo, estamos viviendo profundas conmociones sociales que han puesto en un primer plano las cuestiones del sexo, el género y la sexualidad. Los abusos sexuales de meno­res dentro del mundo de la Iglesia, en colegios e institutos de enseñanza o en centros de acti­vidad física, la extensión de la violencia de gé­nero, las violaciones y los crímenes sexuales, la desprotección legal de las víctimas, y la lucha por los derechos de las mujeres y de las mino­rías conducidas por el colectivo LGTBI, son al­gunas de las manifestaciones actuales que en­marcan una situación que no puede dejar in­sensible a los psicoanalistas.

Sin olvidar para nada este paisaje de fondo de­seo comenzar mi intervención, a modo de preámbulo, planteando algunas referencias tangenciales que están dedicadas al dispositivo analítico, y aunque les parezca por un instante un desvío del tema que nos convoca para este encuentro las considero necesarias e indispen­sables.

Me refiero explícitamente a los problemas, más que preocupantes, que invaden la vida actual del psicoanálisis. De diversos modos, y de dis­tintos lugares, se habla de esta cuestión, y en especial, de las dificultades por las que atra­viesa el ejercicio de la práctica psicoanalítica. Mi deseo no apunta tanto a señalar los factores reales externos que condicionan, alteran o dis­torsionan, hasta desnaturalizar a veces esta práctica, sino a los fundamentos mismos que la constituyen como práctica, es decir, al entra­mado de discursos, reglas y condiciones que hacen posible el despliegue del dispositivo.

Las teorías psicoanalíticas son, en su conjunto, variadas cajas de herramientas que todos no­sotros adquirimos en nuestra formación. Instru­mentos diversos que utilizamos, según el crite­rio de cada uno, para diseccionar los relatos es­cuchados en nuestras consultas. Son los cince­les que usamos para tallar las historias que nos cuentan, los pinceles y los colores que nos per­miten dar tonalidades y matices de sentido al trabajo analítico. Sin el instrumental teórico la práctica se difumina o bien se cubre de una es­pesa bruma que desdibuja el valor de la expe­riencia. Sin esas herramientas nos volvemos tan ciegos como lo somos en la vida cotidiana. El uso reiterado o el insensible paso del tiempo han desgastado los engranajes teóricos y limi­tado su influencia de antaño como si la materia conceptual hubiese perdido la virulencia que antes poseía.

El cuerpo social, y no solo por efectos de una modernidad que ha elevado a la ciencia neuro­biológica al cenit del saber, se ha hecho inmune a la peste que antes transportaba el psicoaná­lisis. Lo novedoso de antaño se ha convertido ahora en una moneda corriente que ha perdido gran parte de su valor de sorpresa; pero más grave aún, es el envejecimiento de ciertos con­ceptos teóricos que no cesan de obstaculizar la escucha de lo real y de lo diferente en la vida actual, reduciendo, muchas veces, sus mani­festaciones a fórmulas estereotipadas.

El edificio teórico sufre con el paso del tiempo un deterioro que hace necesaria una pro­funda revisión. Cuando las paredes se agrie­tan y se pone en serio peligro la estabilidad de la construcción debemos pensar que algu­nos pilares fundamentales de la teoría han comenzado a ceder. Se trata ahora de recu­perar ese régimen de verdad del discurso psicoanalítico psicoanalítico sobre los procesos psíquicos, de veridicción como lo enuncia Foucault, para continuar ensanchando la obra freudiana y posibilitar nuevamente la emergencia de lo real. Basta recordar aquí esa formulación freudiana que marca el despertar del psicoa­nálisis en la cultura y que abre nuevos cami­nos en el pensamiento: el sueño es una reali­zación de deseos. Momento de ruptura con el saber neurológico de la época, el sueño deja de ser ese producto desordenado del sistema nervioso durante el descanso nocturno, para convertirse en un acto subjetivo de alto valor simbólico. Freud supo anudar su concepción teórica a un dispositivo que hace posible la aparición de la verdad para hacerla inteligible.

Es hora de reconocer algo en apariencia tan simple, pero al mismo tiempo tan difícil de asu­mir por los psicoanalistas: la presencia de fuer­tes resistencias en su territorio levantadas por el saber adquirido. Los evidentes cambios pro­ducidos desde hace pocas décadas, y de forma muy acelerada, por los movimientos sociales, las grandes revoluciones tecnológicas y el desarrollo de nuevas formas de pensamiento, han puesto en tela de juicio ciertos nudos de la teoría psicoanalítica. No se trata de negar la tasa de valor de sus concepciones, y menos aún abandonar el estudio de las construcciones teóricas de los grandes pensadores, todo lo contrario. Muchos teóricos del psicoanálisis han nutrido, y seguirán nutriendo nuestras al­forjas, pero es imprescindible leerlos desde un real cultural distinto que exige de todos noso­tros una prudente actitud irreverente.

Es necesario dejar atrás algunas de las tradi­ciones que aún sobreviven enquistadas en el interior de la masa teórica del psicoanálisis. No solo dejarlas atrás, sino también desmontarlas si creemos seriamente en la necesidad de pro­ducir algo que nos acerque a lo real y actual. Porque las teorías muestran su vigencia cuando operan sobre lo real creando efectos de sentido, construyendo ficciones que dejan emerger la verdad. Se trata ahora de fabricar relatos que despierten otra vez el sentido de verdad y nos devuelvan el frescor de lo dicho bajo el signo de lo diferente. Debemos recono­cerlo, nuestro tiempo histórico ha cambiado profundamente, basta ver la inestable transfor­mación de la cultura y la producción de bienes por la que atraviesa de manera a veces convul­siva nuestra sociedad, y en especial las reivin­dicaciones que se alzan a las tradicionales con­cepciones de la vida sexual.

Hay fórmulas teóricas y formas de pensar que duermen aún vivas en nuestra caja de herra­mientas a pesar de ser obsoletas, antiguas, y ya en desuso en la cultura de nuestra época. Seguir aplicando el saber conservado en las estanterías de nuestras bibliotecas a una reali­dad muy diferente a la de nuestros antecesores no hace más que reproducir lo ya conocido. Se trata ahora de crear, sin despreciar lo adquirido, nuevas líneas en el pensamiento psicoanalí­tico. Por eso mi deseo de hablarles hoy sobre el sexo y la sexualidad, porque en este nudo gordiano se expresan aún con mayor nitidez los viejos tabúes de la tradición psicoanalítica y al­gunas de las dificultades por las que atraviesa la escucha analítica. Dicho de otro modo, la teoría sexual, uno de los pilares fundamentales del psicoanálisis, ha dejado de tener la solidez que le atribuíamos y se convierte en un material sensible a la crítica. No se trata simplemente de retocarla, como si cambiáramos de sitio los an­tiguos muebles de una habitación, creyendo con ello que la modernizamos. No estoy ha­blando de mantener viejos conceptos, sino de un profundo cambio en el decorado teórico. Te­nemos que atrevernos con gran valentía a ex­plorar la vida sexual desde otras ópticas para modificar el paisaje teórico y trazar nuevas coordenadas que desanden el trillado camino de la perversión, la desviación patológica o la psicosis, cuando el sujeto sexual se aleja de esa normalizada ruta heterosexual reproduc­tiva. Porque allí, justo en ese eje dominante, en esa carretera principal donde terminaba la dife­rencia sexual para el psicoanálisis, comenza­ron a instalarse las patologías inherentes a la sexualidad. Debemos explorar otra vez este te­rritorio sin el mapa de las ideas preconcebidas, abandonando las cómodas autopistas para transitar por carreteras secundarias con una mirada crítica a lo ya sabido. La  crítica al saber adquirido es el primer y auténtico paso necesa­rio para aventurarnos hacia lo desconocido.

Desde esta perspectiva, se debe medir el valor de lo que traigo para debatir, la construcción de una simple ficción histórica, un relato sobre el saber y el poder de ciertas prácticas sociales y formaciones teóricas, entre ellas la del psicoa­nálisis. Trataré de abrir el surco de una genea­logía que nos permita acercarnos a ese cruce entre determinada jurisdicción de las relaciones sexuales que definían lo permitido y lo prohi­bido, y la verdad del deseo y el goce. Me apo­yaré para ello en el seminario que dicté sobre el sexo y la sexualidad durante el año 2014-2015 en la Asociación Cfronts, en diversos tex­tos y autores pertenecientes al psicoanálisis y a otras disciplinas, traeré citas y observaciones clínicas, insertaré mi manera particular de pen­sar la sexualidad, en definitiva, desplegaré un campo de interrogaciones. Solo le pido al audi­torio que le concedan ahora a mis palabras una fluida escucha sin diques de contención. Co­mencemos sin más demora a hablar del sexo y de la sexualidad.

Desde siempre la cuestión del sexo fue objeto de interés para diversas disciplinas, desde la medicina a la psiquiatría y el psicoanálisis, desde la filosofía a la pedagogía, y ha sido el motor de diversos movimientos colectivos desde el feminismo a las luchas de los homo­sexuales y lesbianas, generando a su paso nuevas corrientes de pensamiento. Desde dis­tintas líneas se ha contribuido, y aún se conti­núa con esa interminable labor de construcción del sexo con un entramado de teorías y tenden­cias ideológicas a veces poco conciliables en­tre sí; y esto es así, porque el sexo y la sexua­lidad, insisto en esta premisa, se ha construido a través de una compleja operación llena de matices y contradicciones, de paradojas y con­frontaciones, de avances y retrocesos, entre teorías y movimientos sociales.

El sexo, enigmático y perturbador, es el punto nodal donde aparece con nitidez la propia in­adaptación del sujeto consigo mismo y con los otros, las profundas discordancias del sujeto con el deseo y los goces. Su carácter indesci­frable alentó la proliferación de discursos dirigi­dos tanto a revelar su secreto como a bloquear todo acercamiento a él. Como se puede apre­ciar el sexo, el cuerpo sexuado, está bañado por el lenguaje: argumentos, interpretaciones, discursos de los más variados, lo convierte en el centro de especulaciones y controversias, de encuentros y polémicas entre distintas discipli­nas, su materia  se inscribe en el mundo sim­bólico y su pertenencia no puede ser conside­rada para nada biológica.

Desde los orígenes se impuso fundamental­mente una sola dirección: prohibir, censurar, li­mitar la vida sexual, sin saber que al hacerlo se multiplicaba su interés por ella, se la incitaba y se la estimulaba. Existe en nuestro mundo una productividad disciplinaria y coercitiva del sexo, una violencia del poder sobre el cuerpo sexual del individuo.

“En el sadomasoquismo –escribe Foucault- hay una división bastante neta entre aquél o aquélla que es dominante y aquél que es dominado. Esto repite ciertas relaciones de jerarquía y po­der que se encuentran en los modos de vida más convencionales…”. El sadomasoquismo pone en acto la crueldad del poder y de la au­toridad, las relaciones violentas del sistema so­cial y la fuente de goce sexual que proporciona su ejercicio. De un modo explícito, su escenario sexual, repulsivo y violento para algunos, le de­vuelve en espejo a la sociedad y a sus políticas de cualquier género lo que ella es y no quiere admitir: un juego programado bajo el imperio del goce: goce del poder y poder del goce, un contrato social entre amos y esclavos.

El sadomasoquismo no deja de ser una esté­tica, una metáfora del goce del poder y el ser­vilismo. Los uniformes militares, los cueros y lá­tigos, las cuerdas y mordazas, las ataduras y castigos corporales, junto a las violaciones, po­nen en escena con inquietante esplendor y tre­menda atracción el goce de la autoridad y el placer del sometido. Sin embargo, para que esta escena pueda desplegarse con toda su violencia erótica es necesario cumplir un requi­sito: el contrato con la persona que espera an­helante su gratificación; un contrato voluntario de sometimiento y abandono de su ser para el goce. Es entonces cuando veremos, con el despedazamiento del cuerpo del masoquista y el anonadamiento de su ser, hacer acto de pre­sencia en la escena sexual a la pulsión de muerte con todo el vigor de su fuerza destruc­tiva. Las guerras, en sus diferentes formas, las limpiezas étnicas, las masacres, los campos de refugiados, las inmolaciones, los atentados te­rroristas o la violencia doméstica, no dejan de ser demostraciones excesivas de ese goce por la muerte. 

El sexo, la sexualidad, la vida sexual se halla así bajo la mirada vigilante y disciplinaria de la medicina y la psiquiatría, y porque no decirlo, también del psicoanálisis y de la pedagogía. No es un fenómeno para nada nuevo el manto pa­tológico con el que se envuelven ciertas mani­festaciones del sexo, ni las tendencias a nor­malizarlo o pautarlo cuyos efectos alcanzan las orillas mismas del campo psicoanalítico. Basta recorrer los archivos médico-psiquiátricos reabiertos por las investigaciones de Michel Foucault para comprobar las preocupaciones por controlar y modelar la vida sexual de los se­res humanos. Al mismo tiempo que el sexo era vigilado con un gran ojo panóptico, los discur­sos verdaderas usinas productoras de deseos y prácticas sexuales, proporcionaban un saber sobre él y creaban múltiples dispositivos sexua­les.

Una breve historia en forma de viñeta me ser­virá de ejemplo para lo que quiero transmitirles. A comienzos del siglo XVIII, para ser más pre­cisos alrededor del año 1710, aparece en Londres la publicación de un texto panfletario, creo que podríamos llamarlo así, de autoría anónima, aunque algunos historiadores nom­bran a John Marten, un médico de dudosa titu­lación, como su creador. Estaba dedicado a un tema que adquiere a partir de allí una gran aco­gida en la población urbana masculina: la mas­turbación.

La publicación llevaba el nombre de Onania, en honor al bíblico Onán, y se advertía en ella de los peligros que podía ocasionar en la salud de las personas el ejercicio de este vicio solitario y privado. Un placer excesivo era perjudicial. Se ponía el acento sobre todo en el grado de acti­vidad, en el número y en la  frecuencia del acto, en su intensidad. El hábito oculto de esta prác­tica sexual producía para los editores de Onania trastornos muy variados, y todos ellos, por cierto, preocupantes: desde la ceguera a  las enfermedades orgánicas de todo tipo, in­cluso la tuberculosis, desde la astenia a la lo­cura y el suicidio, desde la  sodomía y la homo­sexualidad a la degeneración.

Onania era distribuida en bares, peluquerías, y en cualquier centro de reunión de hombres, y su fama fue creciendo con el tiempo hasta sal­tar el estrecho de agua que separa a la isla del continente europeo. No solo se hablaba en sus hojas de la auto-polución y sus riesgos, tam­bién comenzó a publicarse la confesión escrita de muchos masturbadores que deseaban es­capar del tormento o ya lo habían hecho. Eran historias fascinantes que atraían la atención de los lectores y acrecentaban el número de los seguidores de la publicación.

Alrededor de Onania comenzó a gestarse una verdadera explosión económica, a los consejos dados en sus artículos para mejorar la situación de muchos masturbadores, se agregaron una cantidad de remedios y pociones destinadas a combatir el mal, preferentemente vendidas en las editoriales y librerías. Así aparecieron en el mercado de la masturbación numerosas bebi­das milagrosas que anulaban los efectos del vi­cio, pastillas vigorizantes para neutralizar la pérdida de fuerza vital, o artificios y aparatos como mitones para dormir, alarmas de erec­ción, capsulas para el pene o aros para impedir la fricción de las sábanas durante la noche. Ha­bía que evitar por todos los medios que el mal se extendiera en el cuerpo vicioso y acarreara graves disturbios en la persona afectada. La tecnología y la farmacopea se pusieron como siempre rápidamente en acción para detener el contagio de este hábito, colaborando con los consejos enunciados en la publicación.

El ejercicio libre de la sexualidad comenzaba así a ser moldeado y configurado por una tec­nología que luchaba contra los malos hábitos. Un poder difuso y descentralizado iba a mostrar poco a poco su presencia en las clasificaciones médico-psiquiátricas sobre los trastornos de la sexualidad, acompañado de normas pedagógi­cas, preceptos morales, y regulaciones socia­les y administrativas sobre el sexo. Comenza­ron las medidas profilácticas para preservar a los niños y adolescentes de esta práctica no­civa y sus consecuencias negativas en la capa­cidad reproductiva de cada individuo y de la so­ciedad. La masturbación extendida era una amenaza latente que ponía en peligro el creci­miento de la población. El sexo debía ser vigi­lado y castigada toda posible desviación de lo que podía considerarse normal por la cultura de la época. Se configura así un sistema de reglas y valores, de instancias o aparatos de restric­ciones, de tal manera que los individuos son conducidos a comportarse como sujetos de conducta moral, o dicho de otro modo se cons­tituyen formas de subjetivación moral. Un pla­cer desbordado, excesivo, merece un especial cuidado moral. Se establece entonces un có­digo o ética de la carne.

La prevención más importante por la trascen­dencia de sus efectos fue sin duda la vigilancia permanente de los padres y su presencia disci­plinaria. Se podría decir, de un modo general, que la masturbación contribuyó a la construc­ción de la familia nuclear tal como la conoce­mos hoy, favoreciendo el acercamiento de pa­dres a hijos alrededor de los peligros que podía ocasionar el ejercicio abusivo y antinatural de la sexualidad infantil. Aproximó a los padres, acortó su distancia con los hijos a través de la prevención puesta en la vigilancia sexual, pero al mismo tiempo acrecentó en ellos el peso de los fantasmas incestuosos.

Era un deber de los padres impuesto por el po­der de la medicina y la pediatría, proteger al niño de los vicios auto-eróticos si deseaba for­talecer su buena salud corporal y mental. El cuerpo del niño era por primera vez, de una ma­nera nítida y transparente, una preocupación familiar, educativa y médica, en el control y do­minio de los impulsos sexuales. Las medidas de vigilancia trataban de impedir el despertar temprano y peligroso del instinto sexual, y prohibir con una mirada condenatoria todo in­tento de excitación que obstaculizara el normal desarrollo del individuo. En esta dirección ha­llamos dos siglos más tarde las normas higiéni­cas y educativas promovidas por el padre de Schreber, que alcanzaron un gran prestigio du­rante el régimen nazi con los Kinder Gardens, y tuvieron tan nefastas consecuencias sobre su hijo, cuyas Memorias ocupan un lugar entre los casos analizados por Freud.

Esta onda popular y folletinesca creada alrede­dor de la masturbación por Onania fue decre­ciendo con el tiempo, pero dejó un profundo rastro en el tratamiento médico-moral a través de diversas obras especializadas. Algunas de ellas se ocuparon de los peligros que la práctica ocasionaba en la salud, y de las limitaciones reales en prevenirlos y dominarlos. Se trataba del cuidado moral del uso de los placeres. Se reconocía en el masturbador la existencia de fuerzas interiores, deseos y fantasías, pocos accesibles al control médico. Para conducirse moralmente en relación a los placeres el indivi­duo debía mantener una actitud de combate. Para dominarlos debía resistir si no quería ser esclavizado. La conducta moral, en materia de placeres, era entendida como una batalla por el poder, vencer o ser vencido. Muchos autores plantearon frente a este vicio que proviene desde dentro del sujeto, desde su interior, im­plementar como mejor y único remedio efectivo la culpa. Como ven la religión, y también la pe­dagogía, debían ayudar a la medicina en esta tarea destinada a transformar el placer narci­sista de una etapa del desarrollo del individuo y encauzarla hacia la madurez de una sexualidad normalizada y reproductiva. Desde este punto de vista la masturbación era una muestra de in­fantilismo y una pérdida de virilidad que se opo­nía al destino sexual de todo individuo.

El desarrollo sexual era normal si cumplía con la finalidad inherente a su naturaleza, la con­servación de la especie; y se consideraba como una desviación enfermiza o una anomalía cual­quier obstáculo que se interpusiera en este ca­mino. La masturbación era un peligro para la subsistencia humana porque suponía un gasto improductivo de energía corporal puesto al solo servicio del goce sexual.

Una nueva preocupación aparecía entonces en la escena: el control de la natalidad. Se abría así un debate entre los que proponían esta práctica para evitar el crecimiento despropor­cionado de la población y los que consideraban moralmente incorrecto alentar una sexualidad no reproductiva. Los tratamientos hormonales junto a ciertos dispositivos tecnológicos ten­drán más tarde su palabra sobre este tema al favorecer la reproducción o liberar la capacidad de goce sexual de los cuerpos.

“El proyecto político burgués -recordará Foucault- se asienta en la reproducción y el cre­cimiento de su poder de clase”. Es decir, en la descendencia y la herencia, y para llevar a cabo esta estrategia tomará posesión del cuerpo humano como objetivo privilegiado. Se preocupará por el desarrollo de sus aptitudes y utilidades y establecerás controles reguladores de la salud y de la sexualidad. Por supuesto, la buena salud de la infancia fue una de las ma­yores preocupaciones sanitarias y educadoras.

“Nos hallamos –siguiendo esta lectura de M. Foucault- frente a una nueva productividad del sexo, a nuevas formas de disciplinarlo, de re­crearlo y de favorecerlo, de inscribirlo social­mente como norma o rechazarlo como ame­naza, de conducirlo hacia un aumento de la na­talidad o de restringirlo si la población minorita­ria es un peligro por razones políticas, religio­sas o raciales, de castigarlo con leyes y nor­mas, de orientarlo en las tendencias y los de­seos sexuales, de modelarlo en las fantasías y estimularlo imaginariamente…El sexo está atrapado por esta red de poder…que ha pene­trado en el cuerpo humano”.

La sexualidad era así la causa de múltiples trastornos corporales y anímicos y, al mismo tiempo, la propia vida sexual del individuo era vigilada para evitar sus desviaciones patológi­cas. La sexualidad pasó a ser, de este modo, un problema médico de primer orden.

En 1886, más de 150 años después de Onania, aparece en lengua alemana la obra de Krafft-Ebing, un verdadero compendio de las formas de manifestación de la vida sexual que va desde lo normal a lo patológico, desde las ten­dencias de la vida amorosa al fetichismo, el sa­dismo, el exhibicionismo, la homosexualidad o el masoquismo. Su Psychopathia Sexualis pon­drá el acento en el instinto sexual y su desarro­llo y en esa “lucha sin tregua entre el instinto y las buenas costumbres, entre la sensualidad y la moralidad”.

Quiero traerles ahora un caso clínico que pue­den encontrar en la observación 354 de la obra de Krafft-Ebing. Es la autobiografía de un mé­dico húngaro nacido el año 1844. ——–Vivaz e inteligente, jamás experimentó la alegría de ser un niño, prefería ser una niña. Exteriormente era un niño, pero en su fuero interior era una niña perezosa de corazón tierno. A pesar de amar al padre temía sus opiniones contrarias a su manera de sentir, mientras que la madre lo trataba de conducir sin hacerle sufrir el ridículo. Su deseo de pertenecer al mundo de las muje­res lo alejaba de los niños y lo atraía a las ni­ñas. Ya en la escuela tenía una inclinación por los guantes de mujer, trataba de ponérselos en secreto en cuanto podía. Avergonzado cuando lo descubre su madre decide esconder su pre­dilección por las cosas femeninas. Bajo ningún precio se hubiera mostrado a los otros vestida de niña porque temía exponerse a la burla. Deja su país natal por el trabajo de su padre y pasa a residir en Alemania donde continúa sus estudios. Allí se encuentra con un régimen es­colar más severo y las continuas ironías de sus compañeros por sus maneras de niña. Fue pú­ber hasta los 13 años, pero su figura perma­nece femenina hasta los 18 años, en esa época asoma la barba que oculta, en parte, su as­pecto femenino. Si bien ignoraba casi todo lo concerniente a la sexualidad, tenía el senti­miento cierto de preferir ser una mujer, y no hu­biera temido al bisturí de la castración para al­canzar ese fin. Terminados los estudios fre­cuenta ambientes disolutos; bebe mucha cer­veza, fuma hachís hasta sentirse envenenado y practica la masturbación con frecuencia. Pa­recía ser un hombre doble: masculino, pero mezclado de feminidad. Sabía que tenía incli­naciones femeninas y sin embargo creía ser un hombre. Se gradúa de médico y se casa con una mujer enérgica y amable. Cumple con los deberes de esposo, pero sin satisfacción por­que siendo un hombre desde el punto de vista exterior tiene siempre sensaciones físicas y psíquicas femeninas. La posición del hombre-continúa diciendo en su autobiografía- le es di­fícil y siente por ella una aversión particular. Se siente siempre pasivo, vive el acoplamiento como una mujer. Tiene la impresión de la coha­bitación de dos mujeres, una de las cuales se considera como hombre enmascarado. Debe ocultar su estado a su propia mujer. No le sería difícil volverse un homosexual pasivo, pero la prohibición religiosa pone allí un obstáculo. En su calidad de médico militar vivió los horrores de la pederastia de los turcos en los hospitales que despertaron en él un profundo rechazo.—–Desde hace tiempo experimenta la percepción de ser una mujer de los pies a la cabeza. Una voluptuosidad indecible se apodera de él y se siente transformado en mujer. Se percibe como hombre en un cuerpo de mujer, el pene le pa­rece un clítoris, la uretra se asemeja a la en­trada de la vagina siempre húmeda, el escroto le parece ser los grandes labios, siente los pe­zones como senos, tiene la sensación de po­seer una pelvis de mujer. Tiene periódicas per­turbaciones mensuales: hemorragias por el ano, las encías o la nariz. A pesar de ser padre con grandes dificultades y sin tener placer se pregunta de qué sirve la suprema sensación de goce femenino si no se tiene la emoción de la concepción. La feminidad que se ha implantado exige ser reconocida y como no puede salir tra­vestido a la calle se contenta con una pequeña concesión: llevar un brazalete detrás de la manga.

Según sus propias apreciaciones, no se consi­deraba un homosexual porque sus preceptos morales y  religiosos se lo impedían. Tampoco se consideraba un travesti a pesar de sus gus­tos por las ropas femeninas, porque el pudor no le permitía salir vestido así a la calle. El empuje voluptuoso y arrebatador de su goce femenino le acarrea evidentes efectos trans que no bo­rran su certeza de ser un hombre. Casi con toda seguridad a este joven húngaro le espera­ban en nuestros días dos posibles alternativas: ser tratado como un perverso o un psicótico o responder a las demandas creadas por el pro­pio aparato médico para normalizar su anoma­lía sexual, es decir, someterlo a un protocolo endocrino-quirúrgico destinado a la cura de su enfermedad y de este modo reintroducirlo otra vez dentro del eje binario hombre-mujer.

El sexo y la sexualidad tienen porosas fronte­ras, se transita desde un lugar a otro a veces de un modo natural, como ocurre con el fenó­meno actual del cross-dressing. Hombres que frecuentan lugares privados donde hallan a su alcance vestidos femeninos y complementos, donde son maquillados por estilistas y compar­ten con otros de su misma tendencia amables tertulias sin que exista ninguna posibilidad de encuentro sexual, y que pueden salir a mostrar, en un paseo por las calles de la ciudad, su nueva figura sexual. No son en sentido estricto gays, ni travestis, ni  transexuales, pero tam­poco comparten el modelo y la manera de fun­cionamiento de los heterosexuales. Son seres que muestran la fluidez del sexo más allá de los patrones socialmente aceptados.                      

Haré ahora un salto acrobático que me permi­tirá aproximarme a las  concepciones de Freud sobre la vida sexual y a ciertas corrientes de pensamiento todavía vigentes dentro del campo psicoanalítico que mantienen, a pesar de la apariencia, esa mirada de sospecha pato­lógica sobre cualquier forma sexual que se aparte del eje heteronormativo.

Freud se encuentra, por lo dicho anteriormente, con un territorio ya abonado donde germinarán muchas de sus ideas a contracorriente del po­der médico.

El primer nicho lo halla en la vida cotidiana de la familia nuclear y las preocupaciones en el control de la vida sexual de los niños. Con una sexualidad que, de no ser vigilada, puede oca­sionar graves enfermedades, y que ella misma es proclive, como ya se ha dicho, de ser consi­derada patológica cuando se desvía de su senda natural destinada a la procreación y a la conservación de la especie.

En segundo término, Freud choca con las defi­niciones acuñadas por el pensamiento médico-psiquiátrico, por ejemplo el innatismo o la dege­neración, que serán revisadas en su teoría y permitirá la aparición de nuevos conceptos en el campo de la sexualidad.

Freud se alza con una poderosa fuerza en Los Tres Ensayos contra el innatismo y la degene­ración, pero también contra el poder institucio­nal de la medicina y la psiquiatría. Aún hoy nos hallamos lejos de separar al psicoanálisis del discurso médico sostenido por las clasificacio­nes patológicas, y el diagnóstico diferencial de los cuadros clínicos, pensando que allí se ha­llan los puntos de apoyo de nuestra práctica, cuando es el nacimiento en acto de la verdad inconsciente, única e irrepetible, lo que guía el devenir de la clínica psicoanalítica.  

El lazo entre la sexualidad y la infancia no es una invención freudiana, viene de ese más allá histórico, marcado por la publicación de Onania y sus preocupaciones por la masturbación. Lo que hace Freud es interrogar la sexualidad del adulto a través del relato de los recuerdos in­fantiles para retomar así ese hilo del autoero­tismo y extender su tejido más allá de los órga­nos genitales. Freud eleva el sexo infantil al rango de discurso, y a partir de su obra, los ni­ños hablan y su voz tiene una escucha.

Ya no se trata en los escritos freudianos del há­bito solitario de la masturbación, y el privilegio de la zona genital en los hombres, sino del en­cuentro decisivo del cuerpo del infans con el cuerpo de la madre o de sus sustitutos. Allí aprenderá el pequeño sujeto a reconocer con los cuidados que le prodigan el valor erógeno del cuerpo. El autoerotismo se expande a otras zonas que adquieren su pleno reconocimiento dentro del psicoanálisis, y a su teoría bien se le puede otorgar, sin temor a equivocarnos, el tí­tulo de ciencia del erotismo.

Se diseña en la obra de Freud un cuerpo eró­tico configurado alrededor de las llamadas zo­nas erógenas, verdaderas erupciones de lava volcánica que busca por cauces naturales en­contrar una descarga satisfactoria. El cuerpo erógeno del niño no se reduce, como se pre­tendía siglos atrás, a la sola excitación de sus órganos genitales, las fuentes ahora son diver­sas, múltiples y variadas, y la sexualidad ad­quiere así una coloración polimorfa y centrífuga que hoy no podemos calificar de perversa como pretendía Freud, aún envuelto por la atmósfera de una cultura que tachaba de perversión  cual­quier desviación de los fines sexuales.

Descentrar la sexualidad de la anatomía genital y hacer de su práctica un ejercicio no vinculante a la reproducción era ya un gran paso que pro­vocaría en el futuro de la sociedad y de la cul­tura grandes cambios de consecuencias ines­peradas. La sexualidad dejaba de ser una pre­rrogativa exclusiva de la vida adulta al recono­cerse su presencia en la infancia, y la hetero­sexualidad, aunque dominante y fuertemente excluyente dejaba entrever la existencia de otras especies sexuales que, alejadas del juego de la reproducción, ponían en un primer plano el goce erótico. Por otra parte, la genita­lidad ya no podía considerarse como una esta­ción terminal y normativa de una supuesta y equívoca maduración libidinal. A la unicidad del instinto sexual preconizada por el pensamiento médico-psiquiátrico, Freud opondrá sus ideas sobre la multiplicidad de zonas erógenas y pul­siones parciales. Ellas en su diversidad coexis­ten y se entrecruzan, tejiendo con sus hilos la tela de un sexo único y singular para cada indi­viduo.

En esa época de gran represión sexual lo no­vedoso fue darle a la homosexualidad en la teo­ría psicoanalítica un nuevo estatuto que la apartaba de la degeneración hereditaria aun­que todavía pesaba sobre ella la sombra de la anomalía y la perversión. Los desarrollos freu­dianos poseen algunas veces ese tinte tímido y cauteloso, pero tienen esa carga de gran ca­lado que agita las aguas más profundas de la vida social. Al tratar de una nueva manera a la homosexualidad, Freud intenta salir del eje he­teronormativo, y así desanudar el fin del instinto sexual con la conservación de la especie hu­mana, y colocar en el centro de la vida sexual a la satisfacción erótica.

Sin entrar aún con pleno derecho en el campo de la normalidad aceptable, la inclusión de la homosexualidad adquirió en la obra freudiana un cierto aire de frescura frente a las rígidas concepciones médico-psiquiátricas. Conde­nada por la psiquiatría al campo de la patología permaneció dentro del psicoanálisis con el sello de la perversión aún vigente en ciertos secto­res. Recordemos aquí el choque producido en el año 1921 en la Internacional Psicoanalítica entre el grupo vienés constituido por Ferenczi, Rank y Freud, y el sector berlinés formado por Abraham y Jones, sobre la prohibición que im­pedía a los homosexuales el ejercicio del psi­coanálisis.

En síntesis, el Freud de Los Tres Ensayos, en­sancha las zonas auto-eróticas más allá de los órganos genitales, cubre el cuerpo biológico de una pátina de libido y lo hace sensible a las ex­citaciones, y convierte a la sexualidad en una compleja construcción de múltiples tonalida­des, sin ponerla al servicio exclusivo de la re­producción. 

Para la medicina dentro la partición binaria de los sexos el ser humano no puede ser más que hombre o mujer. Una diferencia sustentada so­bre bases anatómicas, fisiológicas y genéticas. Se definen así dos campos sexuales con sus caracteres y su necesaria complementariedad en la reproducción y la conservación de la es­pecie. Desde esta perspectiva, en los sujetos considerados “normales” debe existir una co­rrespondencia unívoca entre su psiquismo y su anatomía, y si no la hay, algo falla. Dicho de otro modo, para que se entienda el sentido de mis palabras, el trans padece de esa falta de correspondencia que atañe a su identidad se­xual y a su construcción subjetiva, lo que lo co­loca fuera del campo de la normalidad. Debe­mos señalar aquí la paradoja creada por el nombre propio del fenómeno trans, que no es otra cosa que el tránsito y la transformación de un polo sexual a otro con su consecuencia evi­dente, reproducir el eje macho-hembra, reintro­ducido otra vez  en la escena, a pesar de po­nerlo en cuestión.

La emergencia real del hermafroditismo o la in­tersexualidad no deja de ser otro grave impacto en la línea de flotación de la bisexualidad y su normativa dominante. Una observación de Thomas Laqueuer en la Fabrique du sexe nos ilustra esta otra cara de la figura poliédrica del sexo, dice así: “…más se buscaba en el cuerpo el fundamento del sexo, menos sólidos se ha­cían los límites”. Es decir, nos hallamos ante un camino sin salida si pretendemos buscar la per­tenencia del cuerpo a uno u otro sexo, si­guiendo los dictados de la anatomía.

Con Galeno y otros pensadores se impuso la idea de un cierto isomorfismo entre las partes genitales del macho y la hembra. Para ellos existía un alto grado de equivalencia entre el pene y el clítoris, los labios y el escroto, los ova­rios y los testículos. Esta concepción naciente del pensamiento médico sobre el isomorfismo se continúa en ciertos grabados y dibujos del Renacimiento, como los trabajos realizados en 1538 por Vesalio, y se aproxima mucho a la construcción infantil de la existencia de un solo sexo. Para los niños hay un solo sexo y las pe­queñas diferencias se convertirán en un cata­clismo narcisista. Los estudios de la embriolo­gía, disciplina que nace a mediados del siglo XIX, cuyos progresos fueron seguidos por Freud, no contradijeron las concepciones de Galeno de un sexo biológico único. Las fronte­ras anatómicas aparecen entonces como una cuestión de grado en un cuerpo de equivalen­cias e isomorfismos. Sobre estas bases históri­cas el cuerpo del hombre y de la mujer se or­dena en un eje vertical jerárquico, otorgándole al sexo masculino una primacía sobre el feme­nino. El sexo femenino fue concebido entonces como una forma desfalleciente del primero. Para los antiguos las partes genitales del ma­cho expuestas al exterior florecían por el calor corporal, las de las hembras más frías se guar­daban en el interior del cuerpo detenidas en su desarrollo. La vagina era representada por Ve­salio como un pene, como el dedo de un guante invaginado.

Lo dicho nos sirve para afirmar que no hay un modelo sustancial de identidad sexual. Cómo saber que ese cuerpo modelado y bello perte­nece a una mujer, o a un travestido dotado de senos por el uso de estrógenos con un órgano viril, o a una mujer trans provisto de una vagina artificial sin ningún trazo físico de hombre.

Hasta aquí el preámbulo al caso de hermafro­ditismo de Adelaïde Herculine Barbin, conocida como Alexine Barbin, nombrada a veces en su diario como Camille, y convertida finalmente en Abel Barbin, tal como figura en los documentos oficiales. Este deslizamiento de nombres me impuso la idea de designar a estas formas hí­bridas de los intersexuales con el particular tí­tulo de sexo metonímico. En su trabajo dedi­cado a este caso Foucault lanza una pregunta: “¿verdaderamente tenemos necesidad de un sexo verdadero?” O si prefieren se puede tra­ducir esta interrogación de Foucault de esta manera: ¿en verdad existe un solo sexo verda­dero?

Se trata de un caso de hermafroditismo de mi­tad del siglo XIX, extraído por Foucault de los archivos médicos-legales de Francia. Entre los documentos se hallará el diario íntimo de Alexine, titulado Mis recuerdos, escrito cuando ya se ha producido el cambio de su identidad civil, donde se narra su triste historia. Sus re­cuerdos comienzan con esta amarga confe­sión: “Tengo veinticinco años y, aunque todavía joven, me aproximo, sin dudarlo, al término de mi existencia. He sufrido mucho, y ¡he sufrido solo, solo, abandonado por todos! Mi lugar no estaba marcado en este mundo”.

Relato de una ingenua provinciana que crecerá en el mundo de las instituciones religiosas, re­cluida entre las paredes de un internado feme­nino. Allí entabla relaciones tiernas y cálidas con las educadoras y compañeras del con­vento. Vive una extraña felicidad de sentimien­tos homosexuales alentados y prohibidos.

Cuando entra en la pubertad comienzan las pri­meras manifestaciones de su desarrollo corpo­ral: la ausencia de la menstruación, la distribu­ción del vello, sus estrechas caderas o el nulo crecimiento de sus pechos, le crean un estado de inquietud y desasosiego. Comienzan a ser evidentes la diferencia de su cuerpo con el de las compañeras. Lo deforme, estéticamente im­perfecto, lo naturalmente degenerado hasta el extremo mismo de lo morboso, se revela en la vida de Alexina. No se trata de la monstruosi­dad física de su cuerpo, sino del carácter mons­truoso de su propia ambigüedad sexual.

Tierna y dulce, cariñosa y delicada, se ve atraída por una encantadora muchacha, su amor adolescente. Con ella tendrá su primera experiencia orgásmica. Así lo relata Alexina:”Lo que había pasado no fue para mí una revela­ción, sino un tormento más en mi vida”. Gra­duada como maestra ayudante consigue su pri­mer trabajo en una institución dedicada a la en­señanza. Allí conoce la pasión amorosa con la hija de la directora. Alexina cruza una frontera que salta por encima de su moral y de su edu­cación religiosa, pero también de su ambigüe­dad sexual. Su experiencia sexual la conmueve profundamente, su amor lésbico o heterosexual exige el secreto si desea conservarla como ob­jeto sexual. Es entonces cuando aparece en su consciencia la exigencia ineludible de confe­sarse ante un sacerdote.

La confesión ha dejado de ser desde hace mu­cho tiempo un asunto exclusivamente religioso, ahora, todos, de una u otra manera, confiesan sus deseos y sus secretos, sus sueños y sus pesadillas, convirtiendo a este instrumento ver­bal o escrito en un potente multiplicador de los discursos sobre la sexualidad.

La primera confesión trae consigo la condena del párroco. Alexina está en pecado. Pasado un tiempo de calma incierta se produce una se­gunda confesión ante un misionero. Su consejo es severo. Alexina está violando las leyes de convivencia y debe retirarse del mundo y entrar en la vida religiosa. Alexina considera inacep­table esta salida. La persistencia del dilema por sus deseos, la culpa y los obstáculos que se interponen en su amor, desplazan los dolores del alma al cuerpo. Por sus dolores abdomina­les interviene un médico que al examinarla des­cubre su anomalía y le insta alejarse del lugar. Sometida a una intensa presión decide hacer pública su situación. Se dirige ahora al obispo para una última y completa confesión que la lle­vará a una nueva revisión médica. Como solu­ción final a su problema se procede a un juicio de rectificación del estado civil. Se dejará de lla­mar Adelaïde Herculine Barbin, y será rebauti­zada de acuerdo a la ley, y a su nuevo sexo, como Abel Barbin.

Se destacan dos cuestiones en esta historia: la primera, la intervención de tres instancias de poder sobre la condición sexual de Alexina: el orden médico a través de la inspección del cuerpo en la búsqueda de un diagnóstico ana­tómico, las confesiones espirituales ante los re­presentantes del poder eclesiástico, y la con­dena judicial que finalmente sufrió; la segunda, de carácter sexual como lo resalta Judith Butler, “…la sexualidad de Herculine genera una serie de trasgresiones de género que desa­fían la diferenciación misma entre intercambio erótico heterosexual y lésbico, y resalta los puntos de su convergencia y redistribución am­biguas.”

Expulsada de su pequeño pueblo francés, vive en el exilio en París, y obligada a vestir ropa de hombre se termina suicidando en un pobre cuartucho, víctima del poder médico, religioso y jurídico. Dejo ahora en vuestras manos la lec­tura del diario y los comentarios de Michel Foucault, junto a la novela titulada Un scandale au convent (Un escándalo en el convento), que recrea la historia de Alexine, relatada por Oskar Panizza, escritor de culto poco conocido, psi­quiatra y rabioso anticlerical, expulsado de Suiza por abusar sexualmente de una menor, que morirá con un delirio paranoico ingresado en un manicomio de Bayreuth.

En una entrevista del diario La Stampa, Foucault hace algunas reflexiones sobre el es­crito íntimo de Herculine: “Lo que más me llamó la atención en el relato de Herculine Barbin, es que, en su caso, no existe un verdadero sexo. El concepto de pertenencia de todo individuo a un sexo determinado fue formulado por médi­cos y juristas recién hacia fines del siglo XVIII. Pero, en realidad, ¿puede sostenerse que cada uno dispone de un verdadero sexo y que el pro­blema del placer se plantea en función de un sexo verdadero, es decir del sexo que cada uno debiera asumir o descubrir, si se encuentra oculto bajo una anomalía anatómica? Ese es el problema de fondo planteado por el caso de Herculine”

Quiero recomendar ahora una novela de Ernest Hemingway, El jardín del Edén. Es una come­dia de enredos, más bien de cabellos enreda­dos, un juego de disfraces, de engañosas ver­dades y seducciones, pero también una refle­xión sobre la escritura y el dolor de escribir. Todo comienza cuando Catherine Bourne pro­pone un divertimento a su esposo David. Se cortará el cabello como un chico. Ahora será un chico y una chica. En ocasiones hará el amor como un chico y en otras como una chica. Un tercer protagonista se agrega a la pareja, Marita. Los tres compartirán un mismo corte de cabello y un mismo lecho de amor. A veces ha­llamos en la cama a un hombre y una mujer, otras a dos hombres, en ocasiones un hombre se halla en posición de mujer o una mujer en posición de hombre o las dos mujeres alter­nando en tantas relaciones triangulares como la imaginación conceda.

Podemos plantearnos ahora una extensión de la pregunta de Foucault: ¿hay en verdad un sexo verdadero y un goce para cada sexo de la columna binaria? En la misma entrevista otor­gada al diario La Stampa, Foucault habla con contundencia sobre este tema: “…En la civiliza­ción moderna se exige una correspondencia ri­gurosa entre el sexo anatómico, el sexo jurídico y el sexo social, estos sexos deben coincidir or­denados en una de las dos columnas de la so­ciedad…”

En nuestra cultura solo hay un modo de conce­bir la vida sexual humana dentro de la normali­dad, ella debe ser heterosexual y procreadora, y se considera sospechosa de perversión o psi­cosis a toda forma del deseo y del goce sexual que se aparte del eje heteronormativo y de su finalidad ideal. Allí donde termina la diferencia hombre-mujer comienza la patología.

La lógica binaria de los sexos, sostenida por el discurso médico-jurídico, y también por otras disciplinas entre las que se halla, con algunos matices, el propio psicoanálisis, es el patrón normativo de la vida sexual. Y menciono al psi­coanálisis como soporte de la lógica binaria porque en su entramado teórico aparece la idea freudiana de una bisexualidad originaria que abrirá un abanico de reflexiones a partir de la década de los 70 del siglo pasado, y en espe­cial, los desarrollos presentes en la obra de Judith Butler y Gayle Rubin.

Si bien podemos considerar a la disposición bi­sexual originaria como una simple estación in­termedia en la construcción de la organización sexual infantil –hecho que le permitirá a Freud separarse del discurso médico fundado en la anatomía del órgano genital- es imprescindible hacer hoy una crítica a esa posición.

Debemos poner bajo tela de juicio la relación establecida en su momento entre la cultura y la bisexualidad que le otorgaba a la cultura un ca­rácter secundario y le daba a la bisexualidad una condición originaria, cuando en realidad lo que acontece es todo lo contrario. Dicho de otro modo, la cultura, o si se prefiere, la organiza­ción simbólica de cada época es la matriz en la que se apoya cualquier intento de hacer inteli­gible la sexualidad, y por lo tanto, las disposi­ciones sexuales no son meros hechos prima­rios pre-discursivos, sino el resultado impuesto por la cultura dominante.

Es la Ley de la bipartición sexual presente en Tótem y Tabú la que crea la disposición bise­xual y no la disposición entendida como natural y originaria la que da soporte a la Ley. Freud consideraba primario a lo que era secundario, y natural a lo que era un simple efecto discur­sivo de la Ley. La Ley es una práctica discur­siva generadora de universos y ficciones, y es la propia Ley, he aquí su tautología, la que con­figura un orden que hace de esa misma Ley su poder garante. El campo de relaciones que ella configura depende de un orden cuya Ley es, al mismo tiempo, fundamento y razón de su exis­tencia.

La Ley que organiza la vida sexual de los seres humanos es la Ley de la prohibición del incesto y las leyes del parentesco, y el poder de esta Ley emana de su propia legitimidad y excluye como anormal, o sospechoso de serlo, a toda forma que desborde los límites de la división bi­naria de los sexos.

Este ordenamiento bisexual es el simple y com­plejo resultado de un largo proceso psicológico y social, de costumbres y hábitos dominantes en el imaginario cultural, transmitidos de gene­ración en generación por la Ley. Se trata ahora de pensar los efectos de esa Ley aún dentro mismo del psicoanálisis, y preguntarnos sin miedo por qué en su dispositivo teórico se man­tiene aún el sistema binario hombre-mujer, ma­cho-hembra dentro de una normalidad que ca­lifica cualquier desviación del eje como posible patología. Dicho de otro modo, esta Ley solo es vigente dentro de un campo que ella misma funda y organiza, como acontece con la mecá­nica de Newton, pero sin dar cuenta de otros fenómenos que escapan al sistema, y hacen necesarias, como en la física cuántica, nuevas construcciones teóricas.

Llegados a este punto debemos aproximarnos con la máxima cautela al Complejo de Edipo, sabiendo que al hablar de él nos remitimos a los lugares y las funciones que ocupan los agentes en el circuito del deseo. Al hacerlo tra­tamos de reflexionar sobre su trama para des­cifrar la cartografía que traza el deseo humano en ese laberinto y que conducirá al sujeto a una salida sexual de compromiso. Sí, de compro­miso, porque el destino sexual del sujeto es también una formación del inconsciente. No hay una sola manera de atravesar ese territorio dominado por el encuentro de deseos, pero cada uno de esos modos, llevarán al sujeto a hallar una solución particular del enigma. Solu­ciones todas válidas y diferentes, pero al mismo tiempo frágiles e inestables.

Por todo lo dicho anteriormente no se puede considerar como únicas y exclusivas salidas “normales” del Edipo a lo masculino o lo feme­nino, ni se puede sostener que ellas son la rea­lización de unas condiciones innatas o biológi­cas. Son el simple resultado de una solución, probable entre otras, y todas de igual estatuto en sus múltiples diferencias, sin que ninguna de ellas posea un derecho privilegiado sobre las demás. Lo que se pone en cuestión hoy es si esta estructura edípica fuertemente centrada en la construcción de la masculinidad y la femi­nidad, con caminos colaterales secundarios, considerados desviaciones del eje heterose­xual, puede dar cuenta o no de las otras forma­ciones sexuales, sin llegar a considerarlas pa­tológicas.

No hay un nudo de supuesta normalidad en lo masculino y lo femenino y una existencia mar­ginal y patológica para los otros sexos. Cada sujeto asume en su vida una posición sexual diferente, solamente válida para él dadas las circunstancias de su historia individual, sin ejes ni desviaciones o caminos secundarios. La idea de una identidad normativa e inmutable incluye en su interior un procedimiento de exclusión y de rechazo a lo diferente, aquello que por no ser semejante recibe el repudio. Reconozca­mos aquí el germen mismo del pensamiento paranoico.

A través del Edipo la cultura interviene sobre el cuerpo sexual polimorfo para hacer de él, por un tour de force, una representación teatral so­cialmente definida, una construcción discur­siva, política y tecnológica. La sexualidad no es solo una cuestión psicológica, es también por sobre todas las cosas, una cuestión política.

La heterosexualidad es el eje normativo sobre el que giran las diferencias sexuales y las polí­ticas de hegemonía social: regula los dispositi­vos institucionales y las leyes de funciona­miento, y todo se organiza, como es de supo­ner, al servicio de los intereses de un sexo, con­siderado natural y jerárquicamente superior.

Y también hay que decirlo el sexo es una cues­tión económica. Es la propia Gay Rubin la que nos trae sus observaciones sobre el fetichismo y el sadomasoquismo en la producción mo­derna del cuerpo y su relación con los objetos manufacturados. La autora concibe las prácti­cas sexuales en el marco de un complejo dis­positivo de tecnologías en la producción mate­rial de objetos de consumo: el atractivo sexual provocado por los coches y las motos y el ru­gido de sus motores, la transformación de las materias primas y la producción del caucho o el cuero de las vestimentas, o el valor erótico de las medias de seda, y también toda la maqui­naria económica puesta en juego en la industria erótica dentro de las redes sociales.

El sexo es entonces un producto construido, no es un dato inmediato, un dato sensible, un dato fisonómico o biológico; y si consideramos al gé­nero como una interpretación cultural, compleja y múltiple del sexo, se puede entender la pro­funda relación que existe entre ambos térmi­nos. Dicho de otro modo, el género interviene en la construcción del sexo desde una perspec­tiva transubjetiva, relacional y simbólica.

El género condensa en la cultura una multiplici­dad de discursos y prácticas productivas, de le­yes y reglas, de técnicas y saberes que orde­nan y delimitan la noción de sexo y su repro­ducción. Más aún, la idea de la construcción del sexo impone como correlato la de un cuerpo también construido culturalmente por las ins­cripciones en su superficie, al modo de tatua­jes, de los discursos y de las prácticas domi­nantes en la sociedad.

El género se presenta así ante nuestros ojos como una narración de las prácticas políticas y tecnológicas comprometidas en la fabricación de cuerpos sexuales. Pero este cuerpo se­xuado no puede ser considerado como un re­ceptor pasivo de los discursos culturales mar­cados en su carne. Es también un cuerpo activo donde el psicoanálisis supo reconocer las zo­nas privilegiadas de goce, las rutas infinitas del deseo, las fuerzas indomables de la pulsión, o los laberintos de la repetición tejida con los su­tiles hilos del inconsciente.

Cuando hablamos de género, y aquí me apoyo en las ideas de Judith Butler, resulta inevitable relacionarlo con uno de los géneros  que nos llega de la clásica cultura griega: la teatralidad. Pues sí, nos hallamos dentro de la comedia dramática de la vida. La comedia sexual es una performance teatral, un modo de interpretar el cuerpo sexuado. Una puesta en escena, un acto burlesco ejecutado con mucha gracia y fi­nura por el travesti o el Drag Queen, denun­ciando con su disfraz la máscara de la identidad sexual.

El género se construye con actos repetitivos y estilizados: movimientos, prácticas y gestos del cuerpo, que producen la ilusión de una identi­dad sin fisuras, cuando es “un acto performa­tivo que el gran público- como lo describe Judith Butler- incluido los propios actores y ac­trices se conjuran en creer y retomar bajo la forma de la creencia”. Una de las construccio­nes sexuales que más nos interpela entre otras, me refiero a la intersexualidad, pondrá en duda la identidad sexual sin fisuras y fuertemente congelada, riéndose de nuestras propias ridícu­las creencias, al mostrar la ambigüedad opaca del sexo.

En clara oposición a estas ideas se alzan algu­nas voces dentro del psicoanálisis que, a través de un discurso aparentemente sin fisuras, de­nuncian a “la antropología social norteameri­cana, desconocedora del Falo simbólico tal como lo definiera Lacan, de justificar con la no­ción de género el rechazo a la bipartición se­xual entre hombre y mujer…El término género permitiría -según esas opiniones- atenuar el ca­rácter radical de la bipartición sexual mediante la borradura de la noción de sexo”. Para esta corriente de psicoanalistas el discurso propio del transexualismo va en una dirección de re­chazo creciente de la diferencia de los sexos, arraigado en una bipartición anatómica de la especie humana. La certeza de ser un hombre o una mujer es lo que le falta al transexual, que padece entonces de un fallo simbólico que lo coloca fuera del sexo. En su rechazo de una elección sexuada gobernada por lo simbólico – entiéndase aquí el Nombre del Padre- el tran­sexual nos remite a la fragilidad de lo imagina­rio. Llegados a este punto solo queda dar un paso definitivo y señalar al transexual como un psicótico en su intento de reparar la falla sim­bólica de la filiación por la vía de lo real, abriendo así las compuertas a la terapia hormo­nal y quirúrgica propuesta por la medicina como solución final al dilema. Y como conclusión a sus razonamientos estos psicoanalistas retan, y lo transcribo a la letra, “a quienes impugnen la naturaleza psicótica de la forclusión de la identidad sexual que presentan los sujetos transexuales, responderemos entonces que -continúan diciendo- justamente, en todo psicó­tico –y con la condición de examinarlo como se debe- podemos encontrar, ya sea durante epi­sodios delirantes o al margen de ellos, la marca de esa falta de una identidad sexual inscripta en el inconsciente”.  

En las sociedades occidentales se sigue tra­zando esa frontera imaginaria entre un sexo bueno y un sexo malo, como lo recuerda Gayle Rubin. En el vértice de una pirámide dibujada por la autora se hallan los heterosexuales blan­cos reproductores casados. Luego ubica a los heterosexuales monógamos con posibilidades reproductoras. Más abajo el sexo solitario flota en el limbo, mientras que las parejas estables de gays y lesbianas se hallan en el margen de la respetabilidad y la condescendencia a veces hipócrita. Esto es así, pero con matices.Bruce LaBruce, escritor y cineasta de culto –doblemente marica porque su nombre Bruce in­dica la manera de designar al marica en la dé­cada de los 50- denuncia la situación actual por la que atraviesa el movimiento gay. No tanto desde el exterior, sino desde sus entrañas mis­mas.

“Lo interesante del movimiento gay –dice LaBruce- es que su motor era el sexo. Era sexo militante, sexo político. Los gays ya no pedían perdón por ser como eran, asumían prácticas hardcore sin contemplaciones…Pero tanto esta revolución como la atención sanitaria posterior estuvieron centradas en hombres gays de raza blanca y clase media. Los transexuales, las mi­norías étnicas y las mujeres quedaban fuera de la ecuación, a pesar que ellos también se esta­ban muriendo de sida…El movimiento gay se ha aburguesado. En los setenta la lucha era para que se les considerara iguales que los de­más, hoy la asimilación -yo emplearía aquí un término foucaultiano la tendencia a normalizar del poder político- ha llegado a tal punto que muchos de ellos se han apartado de los valores que defendían, alineándose con la moral con­servadora…La oleada de conservadurismo gay es casi indistinguible del patriarcado blanco”. Esta crítica se convirtió en unos de los pilares del movimiento queer iniciado por lesbianas y prostitutas, chicanas y negras, segregadas so­cialmente por su condición sexual y de po­breza, reticentes a ser absorbidas por el poder político.

Descendiendo aún más en la pirámide de Rubin se encuentran las castas sexuales más despreciadas que incluyen a los transexuales, travestis, fetichistas, sadomasoquistas y traba­jadoras o trabajadores del sexo. En el fondo de todo, en el infierno, se hallan los pedófilos. Como pueden ver, a medida que se desciende hacia la base se pierde el reconocimiento social y aumenta la presunción de enfermedad men­tal. Esto es así, aunque con matices de elegan­cia intelectual, también para ciertos psicoana­listas que esconden detrás de su apariencia li­beral profundas reservas frente a todo aquello que pueda poner en tela de juicio la normativi­dad del eje hombre-mujer, masculino-feme­nino.

En la teoría psicoanalítica se reconoce la fun­ción del Falo y la operación de la castración, y  señalo su carácter simbólico para evitar malos entendidos, como esenciales en la constitución del sujeto dentro de la lógica binaria de los se­xos y sus goces. Lo repito: funciones y opera­ciones articuladas bajo el dominio normativo de la lógica binaria de los sexos. Quizá debamos ahora pensar esta cuestión desde otras pers­pectivas diferentes para no deslizarnos por la pendiente que nos conduce a segregar o mar­ginar a  todas aquellas opciones sexuales que ponen en evidencia el carácter excluyente del orden heteronormativo. Ser transexual, homo­sexual o bisexual no puede dar pie para que al­gunos psicoanalistas sigan considerando a es­tas formaciones sexuales como meras patolo­gías con el fin de mantener el eje de la hetero­sexualidad y de la bipartición como gran orga­nizador del campo sexual.

Para que me entiendan, combinemos la pirá­mide de Rubin con los tres mecanismos funda­mentales del sujeto frente a la Ley y a la cas­tración: la represión, el repudio o el rechazo. A medida que nos acercamos a la base del trián­gulo más imperfecta se presentan las figuras de los agentes: la función paterna se desvanece lentamente hasta casi desaparecer, mientras que la materna adquiere una hipertrofia desme­surada; al mismo tiempo, decrece el peso de lo simbólico y aumenta en la vida del sujeto el campo imaginario. Como en el código penal la presunción de salud mental es menor a medida que se inicia el descenso desde la heterose­xualidad normalizada a las formas más bajas de la escala; y en la misma proporción, más desequilibrada aparecerá en la clínica la es­tructuración subjetiva, cuyas formas neuróticas serán un privilegio de las zonas altas, dejando su lugar a la locura y la psicosis para los sexos marginados. Y aunque esto pudiera no ser siempre así, tiene altas probabilidades de ser considerado de esta manera si la mirada del psicoanalista está atravesada por las estructu­ras patológicas y su tendencia natural a norma­lizarlas.

En esta clasificación de la zoología sexual hay especies protegidas, y otras, verdaderas pla­gas que deben ser, de un modo figurado exter­minadas, porque ponen en entredicho la nor­malidad y la pureza del eje heterosexual y sus goces.

No se trata de borrar las diferencias, ni diluirlas en la indeterminación, tampoco cristalizarlas o cosificarlas en formas inmutables o perennes. La vida sexual de los sujetos transita por diver­sos senderos de acuerdo a la historia personal de cada uno, y lo hace en consonancia o diver­gencia con las prácticas discursivas dominan­tes en el contexto social en el que se vive.

Al admitir una perspectiva así de la sexualidad se ahonda en los matices y las diferencias y se abandona la aparente transparencia de la ana­tomía genital; al mismo tiempo, se piensa la verdad del sexo en su profunda opacidad y se convierte su formulación teórica en un enigma de difícil resolución. Ahora solo nos queda al hablar del sexo bajo el modo de una alternativa posible e incierta: la construcción de conjeturas que permitan una aproximación a su verdad.

Escuchemos por un momento el sonar de las trompetas que anuncian el cambio de sexo de Orlando en la brillante obra de Virginia Woolf y demos paso a sus reflexiones: “Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy a dentro. Fue una transformación de la misma Orlando la que determinó su elección del traje de mujer y sexo de mujer. Quizá al obrar así, ella solo expresó un poco más abier­tamente que lo habitual –es indiscutible que su característica primordial era la franqueza- algo que les ocurre a muchas personas y que no manifiestan. De nuevo nos encontramos ante un dilema. Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista. De las complicaciones y confusiones que se derivan, todos tenemos experiencia; …”

Para terminar mi exposición unas pocas pala­bras dedicadas al fenómeno trans. Su presen­cia en un primer plano en las sociedades mo­dernas se debe fundamentalmente a los movi­mientos que luchan por el reconocimiento de la diversidad sexual, pero también, con un sentido contrario, a los avances producidos en la mo­delación del cuerpo humano, convertido en ver­dadero banco de prueba para los desarrollos de la tecnología médica en los tratamientos hor­monales y quirúrgicos.

El orden médico ha conquistado un indudable poder sobre el cuerpo humano y ha puesto los instrumentos de su saber al servicio de las de­mandas que ellos mismos han creado con las investigaciones desarrolladas. Demandas que le son devueltas en espejo al médico cuando algunos transexuales decididos por la interven­ción médica, dictan la necesidad imperativa del tratamiento hormono-quirúrgico. Tratamiento hormonal que busca acentuar los caracteres secundarios del sexo deseado, y quirúrgico cuando interviene sobre la anatomía de los ór­ganos genitales llevando a cabo una operación plástica para su transformación. La medicina de hoy genera la ilusión de crear nuevas formas de sexo con una confección a medida del usua­rio sin preguntarse demasiado por lo que está en juego en la vida de los sujetos que le de­mandan ese cambio. Solo se trata de ejecutar protocolos que borran todo rastro de subjetivi­dad. Sin embargo, ciertas fisuras y voces cada vez más perceptibles aparecen dentro y fuera del campo de la medicina criticando los proce­dimientos tecnológicos utilizados en las conver­siones sexuales, y poniendo en duda el saber que los médicos afirman poseer sobre la ver­dad del sexo.

Como pueden ver la transexualidad se halla to­davía, en gran parte, bajo el dominio y el poder de las técnicas propuestas por el saber médico y las administraciones políticas. Un saber que desnutre de toda vida al cuerpo humano redu­cido a su simple biología genética y que hace del sexo una mera cuestión anatómica.

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*Comunicación oral presentada el Ciclo de Sábados: “”Construyendo brújulas para explorar nuevas realidades: las diferencias sexuales hoy”, celebrado en AECPNA durante el curso 2018 – 2019.

**Sobre el autor: Adolfo Berenstein es médico, psicoanalista. Docente de teoría psicoanalítica en grupos privados de formación en Madrid, Valencia, Málaga y Barcelona.  Docente de ECPNA (Barce­lona) desde su fundación hasta el 2004. Coordinador del área de formación de Cfronts del 2007 al 2014. Autor de diferentes artículos publicados en diferentes medios especializados. Autor del libro Vida sexual y repetición. Editorial Síntesis. Madrid. 2002

Miembro fundador de la revista Tres al Cuarto. Fundador junto con otros colegas del primer Espai Obert,  así como del Nou Espai Obert.

Revista nº 13
Artículo 3
Fecha de publicación JULIO 2019


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