En mi libro de ensayo, Si digo agua, ¿beberé? Psicoanálisis y creatividad[1], dediqué un par de capítulos a plantear la feminización de la literatura escrita por hombres, mostrando algunos ejemplos de cómo los protagonistas masculinos de relatos y novelas de escritores que en la actualidad cuentan entre los cuarenta y los cincuenta años, se alejan del diseño de los imaginados por escritores que rondan ahora los ochenta, o que nos dejaron a lo largo de este siglo XXI, que respondían a una masculinidad hegemónica tradicional.
Por el contrario, muchos de los protagonistas masculinos actuales reconocen a las mujeres como compañeras y formadoras de su identidad, como quienes les enseñaron a ser “hombres”, y muestran más abiertamente su vulnerabilidad que lo hicieron los personajes de las novelas del XIX. Algunos de ellos insisten en que han sido sus compañeras sentimentales quienes les han ayudado a abandonar una masculinidad hegemónica, rígida, sin subjetivar, que les hacía daño; otros reconocen la influencia de sus abuelas o de sus madres como beneficiosa para el hombre que ahora son. Por otra parte, la descripción de relaciones de amistad con mujeres ya no es tan excepcional ni en la literatura ni en el cine. Nada que ver con los personajes masculinos de García Márquez, por poner un ejemplo, que utilizan a las mujeres desde una posición de poder, donde el sujeto son únicamente ellos, y donde muchas veces las protagonistas femeninas son exclusivamente objetos sexuales sin identidad propia.
Lo mismo sucede con algunos de los protagonistas de ciertas películas contemporáneas que se adentran en interrogar una masculinidad que ya está despojada de los atributos de dominación que exhibía el cine clásico. Especialmente, subrayamos la aportación de la película Fuerza mayor[2], de Rubén Östlund (2014) donde es la mujer quien recupera para el marido su rol de padre poderoso, perdido frente a ella y frente a sus hijos en un momento de cobardía en el que los abandona frente a un peligro. La película es altamente recomendable como ejemplo de una masculinidad en crisis, si bien reproduce el rol femenino de la madre que se inmola psíquicamente para salvar la autoridad perdida del padre.
Las conquistas del feminismo han colocado a los hombres en lugares donde nunca estuvieron, generándoles grandes incertidumbres sobre su identidad. La llamada crisis de la masculinidad que se ha instalado entre nosotros desde finales del siglo XX, arroja un panorama complejo. Por una parte, muchos adolescentes, jóvenes y hombres ya maduros, se afirman en los valores convencionales de la masculinidad hegemónica (MH), que reivindican como señas de identidad, como podemos observar en militantes de los partidos de derechas y ultraderecha que han surgido en nuestro país. Los hombres barbudos de Vox son la expresión casi caricaturesca de una masculinidad de cazadores, dominadores, exculpadores, actuadores, el hombre fuerte y narcisista de la iconografía Marlboro[3]. El discurso en la televisión del cantante El Fary sobre lo que llamó El blandengue[4], se hizo famoso y profético, porque detectaba una tendencia hombre hacia una masculinidad distinta a la tradicional, y la oposición de quienes se identificaban con esta a esa nueva masculinidad emergente.
Mientras que amplios grupos de adolescentes se atrincheran en estas masculinidades convencionales frente a las incertidumbres de género, esta incertidumbre lleva a otros a explorar, a veces precipitadamente, las opciones trans, cuando la perplejidad sobre su identidad se hace presente en sus vidas al final de la pubertad y comienzos de la adolescencia, y el fácil acceso a los videos de jóvenes trans en las redes les proporciona un rápido modelo a seguir. Este grupo de jóvenes que transitan entre un género y otro, o que reinventan una masculinidad híbrida muy teatral, están en las antípodas de los primeros.
Pero, entre quienes se refugian en las masculinidades tradicionales y quienes transitan hacia una identidad fluida, muchos de los hombres que hoy se encuentran entre los treinta y cuarenta años se esfuerzan por adaptar su comportamiento a las exigencias de igualdad que la sociedad actual les impone, si bien en su interior, como afirma el escritor noruego Karl Ove[5] en sus autobiografía, Mi lucha, habita todavía en muchos aspectos un hombre del siglo XIX. En esta lucha constante por modificar lo aprendido respecto a la masculinidad y adaptarse a las demandas de una identidad menos tradicional, más igualitaria, la presencia de sus compañeras sentimentales, que les exigen y les educan en un titánico esfuerzo por hacer la convivencia más agradable y sintónica con los requisitos de la igualdad, es indispensable.
Algunos de estos hombres, sin embargo, han preferido crear grupos de iguales para conversar sobre una identidad masculina que ya no les convence y avanzar hacia nuevas masculinidades, más igualitarias, abandonando modelos aprendidos en un trabajo constante de desidentificaciones y nuevas identificaciones. La pregunta sobre qué es ser un hombre no tiene fácil respuesta, como no la tiene qué es ser una mujer, pues partimos del rechazo de las viejas teorías esencialistas y pensamos la identidad de género como una construcción social que se aprende de forma preformativa durante la socialización, mediante la reiteración de mensajes y normas prescriptivos (lo que ha de hacerse, lo que aparece como del orden de los ideales) y proscriptivos (lo que no ha de hacerse, lo prohibido, del orden del superyó).
Desde este planteamiento, feminidad y masculinidad se construyen en cada contexto histórico: no era lo mismo el hombre y la mujer de la Viena finisecular o la Inglaterra victoriana, donde prevalecían las identidades eran sólidas y complementarias que caracterizaban al hombre y la mujer modernos, que los hombres y las mujeres posmodernos que produce el neoliberalismo, individualistas, cuyas identidades están en constante revisión.
La identidad es una ficción, hasta cierto punto necesaria, que suple la percepción angustiosa de nuestra carencia óntica, de la vivencia de vacío y fragmentación, la falta en ser que está en el centro de lo humano, a poco que sepamos/podamos acercarnos a explorarlo.
Por otra parte, el proceso de adquisición de la identidad se hace por oposición a otra cosa (nosotros-ellos, por ejemplo), y, en el caso de la masculinidad y la feminidad, sus características convencionales se oponen y –según el famoso mito de la media naranja– se complementan, creando un binarismo de género que hoy, en la llamada modernidad líquida, está saltando por los aires.
Veamos qué está sucediendo del lado de las mujeres.
Una parte de ellas asume los valores de la feminidad convencional, sobre todo amplios sectores de mujeres con escasa formación o con valores ideológico-religiosos concretos, como los seguidores del Camino Catecumenal, familiarmente conocidos como los Kikos, o las afiliadas a partidos de derecha y ultraderecha. También las asociaciones que reivindican una maternidad de entrega absoluta al bebé, como la Liga de la leche, o las seguidoras de la llamada Crianza de apego, reivindican comportamientos maternales muy vinculados a una feminidad convencional, si bien en estas últimas opciones encontramos también mujeres que luchan al mismo tiempo por la igualdad y defienden una ideología abiertamente de izquierdas, que no entra en contradicción con el rol de entrega maternal que defienden, sino que identifican este con un retorno a el ethos de cuidados que era propio de la feminidad y que habría que universalizar hoy para ambos sexos.
Otro importante grupo de mujeres lucha por la igualdad de distintos modos, tanto en la intimidad de sus casas y de sus familias como en el espacio público. Los valores del feminismo han calado ampliamente en nuestra sociedad, como lo demuestran las publicaciones de revistas y libros que reivindican la libertad y la autonomía para la mujer en distintos ámbitos, así como las multitudinarias manifestaciones del 8M que se producen tanto a lo largo y ancho del territorio español como a nivel mundial. Aunque no se definan a sí mismas como feministas, una gran mayoría de mujeres ha incorporado esos ideales de igualdad, aunque entren en contradicción con identificaciones más tradicionales también inscritas en ellas vía madres o abuelas. Se trata de mujeres que intentan integrar una ética del cuidado –en la maternidad, las relaciones afectivas y de amistad- con la autonomía y el reconocimiento profesional, ensayando de forma creativa modos personales y únicos de ser mujer, madre y trabajadora. Son mujeres que sufren una tensión constante entre lo aprendido (exigido por un superyó y un Ideal del yo que pugnan por imponerse) y lo que desean adquirir (representado por nuevos ideales en tensión con los anteriores), en un conflicto que nunca está exento de culpa. La función maternal de las jóvenes madres de entre treinta y cuarenta años está llena de interrogantes sobre su dedicación a los hijos y su entrega profesional, así como sobre la difícil integración de una y otra. La sensación de ser siempre insuficientes en todos y cada uno de los roles que ejecutan es fuente de un profundo malestar y de sentimientos de culpa.
Sin embargo, en el extremo opuesto a este, otro amplio grupo de mujeres ha adoptado sin interrogarlos los modos de la masculinidad más convencional, masculinizándose, es decir, incorporando los valores convencionales de la Masculinidad hegemónica (MH), una asimilación que se observa tanto en el espacio público como en el privado. Esto es, enfrentadas a la crisis de los modelos que regían para ambos géneros, su identidad ha incorporado miméticamente el modelo masculino, mucho más afín y productivo para el mundo laboral y para las relaciones sociales que impone el neoliberalismo y el mercado: importancia extrema del logro, desapego y fácil deslocalización, entre otras exigencias.
Veamos algunos ejemplos que, aunque parezcan anecdóticos, son un síntoma de la masculinización que intentamos analizar aquí.
En el espacio público se han normalizado las despedidas de solteras en las que las jóvenes amigas de la novia festejan del mismo modo zafio e hipersexualizado que lo hacían los hombres la entrada de esta en el matrimonio y en una “fidelidad”, al menos contractual, que parece justificar el cariz sexual de una fiesta que se supone sirve de despedida de la libertad anterior. De ahí que se alquilen los correspondientes boys, con sus chistes eróticos y su parafernalia hipermasculina, sin modificar una coma de los espectáculos a los que nos tenía acostumbrados las despedidas de solteros de los jóvenes[6], excepto el sexo de las participantes y del chico que les brinda el espectáculo erótico. En mi artículo, ¿Libres para imitarlos?[7], hago una crítica de esta adopción imitativa y en absoluto creativa de los modos masculinos de celebración, de los ritos de paso, por parte de amplios grupos de chicas.
Cuando conversamos con estas jóvenes masculinizadas, observamos que confunden los comportamientos que antes eran exclusivo patrimonio de los hombres, pues estaban penalizados en la socialización de las niñas –comportamientos como la desinhibición sexual explícita, por ejemplo–, con la libertad sexual y la igualdad entre los géneros. Ser iguales es para ellas convertirse en machitos, con los mismos defectos ancestrales que ellos. Esta tendencia llega al cine en forma de comedias como Una noche sin control[8], de Lucia Aniello, o a series de televisión como Girls[9] o Euphoria[10], donde mujeres adolescentes y jóvenes repiten los modelos masculinos sin interrogarlos. Los stripper, la promiscuidad sin reflexión, o una iniciativa sexual tan insensible y procaz como la que era patrimonio de los varones –tan criticada por un cierto feminismo y por muchas mujeres, como veremos – se muestran como un signo de libertad, como sinónimo de igualdad, ya que, como afirman las propias adolescentes: ¿si ellos pueden hacerlo, por qué no yo?
Esta igualdad mimética tiene sus defensoras teóricas, que califican a quienes la cuestionan como inquisidoras y puritanas[11], pues una característica de la masculinidad que copian es la ausencia de reflexividad, la exculpación y la proyección defensivas. En el mismo sentido de esta masculinización, esta vez entre las mujeres adultas, el turismo sexual se extiende en los países desarrollados[12], donde se organizan viajes organizados para tal fin, tanto en África como en Latinoamérica, tal y como antes era frecuente que hiciesen los hombres en Cuba o en Tailandia. El fenómeno ha sido tratado por el director austríaco Ulrich Seidel en una excelente película, Amor[13], que forma parte de su trilogía, Paraíso. El turismo sexual de las mujeres maduras nos indica que cuando se tiene poder económico e independencia, y no se está asistido por un necesario pensamiento crítico, la igualdad puede convertirse para amplios grupos de mujeres en la imitación de las peores costumbres de los varones, sin interrogar ni cuestionar si merece la pena adoptarlas. Cosificar al otro, comprar sus servicios sexuales, es algo a lo que la lucha por la igualdad iniciada por las mujeres a mediados de los años 60 se ha opuesto desde su inicio. No obstante, como un tímido resto distintivo, que nos habla de la diferente educación sentimental que recibieron los hombres y mujeres que hoy tienen entre cincuenta y sesenta años, las mujeres que optan por este tipo de turismo parece que necesitan que los jóvenes a los que pagan finjan amor, fingimiento al que los jóvenes contratados se prestan.
También el cine brasileño ha representado a la mujer madura y adinerada que contrata a un gigoló en Doña Clara[14], protagonizada por la actriz Sonia Braga. En sus reuniones de café, las amigas se pasan el teléfono del hermoso joven que presta sus servicios sexuales de forma elegante y discreta. Una prostitución de lujo como a la que antes tenían acceso los hombres. La representación de esta práctica que Doña Clara, la protagonista del film, adopta, está exenta de cualquier tipo de juicio moral por parte de su entorno más íntimo y, aparentemente, del director del film.
No obstante, el consumo de prostitución masculina por parte de mujeres es muy bajo, por no decir insignificante, si bien existen web para reclutar a gigolós[15] o chicos de compañía, pues el mercado no deja nicho alguno sin explotar. Si lo traemos aquí es como un ejemplo de ese mimetismo, de la homogenización con hábitos masculinos que es una tendencia.
Mucho más peligrosos, por mayoritarios, parecen ser los modos que han adquirido los rituales de conquista actuales, ya que modifican sutilmente las identidades de los jóvenes y la sexualidad misma.
Como he analizado ampliamente en algunos artículos, nos encontramos con una forma de búsqueda de relaciones sexuales y afectivas que he denominado el Modelo Tinder[16], una forma de protocolizar las relaciones calcada de la masculinidad hegemónica, donde se abandona la afectividad en favor de un sexo sin compromiso; modelo que se ha exportado a las mujeres, que lo adoptan con poca resistencia, haciendo gala de esa plasticidad que tanto nos caracteriza.
El Modelo Tinder tiene sus detractoras, que nos advierten que practicarlo sin más no es sino proporcionar a los hombres un tipo de sexualidad coital y poco atenta a las necesidades de las mujeres; sexualidad que el patriarcado ya venía proponiendo desde la revolución sexual de los 60 disfrazándola de liberación, pero sin atender a las necesidades afectivas de las mujeres que hicieron esa misma revolución. Quienes lo defienden[17], reivindican una igualdad hombre-mujer en cuanto al tipo de deseo, afirmando que las mujeres también quieren y pueden gozar de una sexualidad sin afectividad, y tildando de puritanas a quienes interrogan el modelo de sexo sin afecto.
Sin embargo, no se trata de esto. No se trata de que algunas jóvenes puedan estar cómodas con este modo de encuentros que privilegian la relación sexual rápida y sin conocimiento del otro, sino que ese único modelo se instituya como un imperativo cultural para estar en él, llamémosle, “mercado afectivo-sexual”. Un mercado donde no hay reconocimiento intersubjetivo, sino un uso del otro como función, reificándolo, cosificándolo como si se tratase un producto a consumir[18].
Es por esto las detractoras del Modelo Tinder crecen a medida que las jóvenes descubren la cosificación que supone para ambos miembros de la eventual pareja mantenerse enganchados a un dispositivo que pone a su disposición un supermercado de ofertas inabarcables. Entre sus detractoras más lúcidas se encuentra la periodista y ensayista Judith Duportail[19], quien en un reciente artículo afirmaba lo siguiente[20]:
Es urgente que nos neguemos a la separación forzosa del sexo y las emociones e inventemos nuevas maneras de conectar. Levantar la cabeza del teléfono móvil es levantar la cabeza, sin más.
Como bien pueden imaginar quienes han seguido mis trabajos, no se trata de oponer ninguna objeción moral, sino de denunciar la negación de las necesidades erótico-afectivas de las mujeres que este tipo de aplicaciones trae consigo, o bien, para las más adaptadas, la asunción sin cortapisas de un modelo de relación mercantilizado, basado en la incorporación al mundo afectivo de los valores coste-beneficio que imperan en el mercado neoliberal, omo bien ha señalado en sus libros[21] Eva Illouz[22].
Es preciso que las mujeres reflexionen sobre si sus necesidades y expectativas a la hora de encontrarse con el otro pasan o no por los rituales que exige Tinder, y que dejen de asumir sin más propuestas que siguen los modelos patriarcales y del mercado, que universalizan lo que era antes patrimonio de lo masculino. Esto no excluye que haya encuentros Tinder que deriven en relaciones estables de pareja, puesto que la aplicación se ha convertido en uno de los lugares más consultados para encontrarla, siendo utilizada por millones de personas en todo el mundo.
En el ámbito de lo privado la cuestión es también compleja, quizás más sutil, pues entramos en el territorio de lo interpersonal con todos los matices que precisa sumergirse en él.
Durante décadas se diferenciaba entre las características de género que se les atribuían tradicionalmente a las mujeres y a los hombres. En las primeras eran más frecuentes la autoinculpación, la capacidad de introyección (y mentalización), la reflexividad, la búsqueda de la afectividad por encima del mero encuentro sexual, el cuidado de las relaciones, o la respuesta depresiva (reflejo de la misma autoinculpación) ante la angustia, así como colocar el amor como sostén del narcisismo, por encima del logro profesional. Mientras que en los hombres se manifestaba más la exculpación –la culpa es siempre del otro-, con la consiguiente proyección hacia afuera de lo malo, la falta de reflexividad que se vincula a lo anterior (alexitimia funcional), las actuaciones y adicciones como manejo de la angustia (la depresión quedaba encubierta bajo el alcoholismo o la conducta temeraria, por ejemplo, mucho más tolerables para la representación de la masculinidad que la vulnerabilidad depresiva) y el logro profesional como eje del narcisismo, por encima de las relaciones afectivas. Si bien ser un hombre era también, tener/poseer una mujer y una familia. Respecto a los diferentes modos de enfermar que una socialización y otra traía consigo, con exquisito sentido del humor, Luis Bonino, quien lleva décadas investigando sobre las masculinidades, afirmaba que, mientras que las mujeres sufrían malestares, los hombres provocaban “molestares”, dado que su tendencia a la exculpación hacía que su malestar siempre acabase fastidiando al otro y negando su propia participación en el conflicto. De ahí que las mujeres son aproximadamente dos veces más propensas que los hombres a sufrir depresión, y consuman más hipnosedantes[23], y a la inversa, que los hombres consuman el doble de alcohol que las mujeres y sean más propensos a las conductas de riesgo.
Sin embargo, hoy observamos una clara tendencia hacia una masculinización universalizada, expresada en la cada vez más frecuente ausencia en las jóvenes de los rasgos adscritos a la feminidad mencionados más arriba, y una progresiva adquisición de los que eran más frecuentes en los varones. El resultado es que las adolescentes y jóvenes configuran identidades muy afines a las de la Masculinidad Hegemónica, produciéndose una progresiva homologación de las conductas y las subjetividades.
Pongamos un ejemplo: muchas jóvenes llegan a la consulta sostenidas en un mantra inamovible: Yo soy así, que funciona como una holofrase, como significantes solidificados que no dejan lugar a la asociación ni a la introspección, tal y como sucedía a menudo con los pacientes masculinos. Al respecto, suelo decir, sin duda exagerando, que si Freud hubiese recibido a las mujeres jóvenes de hoy nunca hubiese descubierto el inconsciente, dada la escasa mentalización que presentan frente a la capacidad asociativa que manifestaba Anna O y de las burguesas y aristócratas pacientes del padre del psicoanálisis, en la Viena finisecular.
Las jóvenes de hoy se muestran reacias a la introspección, prefieren actuar, exculpar, consumir sustancias y eludir el conflicto intrapsíquico con actuaciones interminables, que las alejan de él. En la literatura, Luna Miguel, en su novela, El funeral de Lolita[24], representa a la perfección las defensas y estrategias que una joven milenial, la también llamada generación Y, pone en marcha para elaborar un duelo, tal y como expuse en mi reseña sobre su libro[25]: comida, alcohol, movimiento. Es solo un ejemplo de este tipo de defensas cada vez más frecuentes.
Pero veamos qué sucede en las parejas heterosexuales actuales. Una pareja de jóvenes es un espacio donde se entrecruzan los esfuerzos de los chicos por abandonar la dominación y adiestrarse en la igualdad, y el esfuerzo de las chicas por no ser explotadas en lo doméstico y evitar entrar en una dinámica donde se sienten “madres” de su parejas, en el sentido de tener que educarles en el terreno doméstico. El entrecruzamiento de las expectativas, conscientes e inconscientes de ambos producirá malentendidos frecuentes. A menudo, y con la mejor voluntad, el chico intentará adoptar las responsabilidades compartidas a pesar de su educación patriarcal, pero nunca alcanzará a hacerlo en la medida que se lo requiere la chica, y esta se verá obligada a “educarlo como un hijo”, nos dicen, al tiempo que este necesario tutelaje en la igualdad trae como consecuencia un involuntario descenso de la atracción que él le provoca. En mi obra teatral, El sueldo[26], exploré desde la comedia la relación de una mujer en la treintena cuya pareja está en paro, que inventa una fórmula para que él conserve ciertas actitudes de la masculinidad en la que ha sido educada, que la ausencia de independencia económica del hombre le impide realizar. La pareja se lleva bien, tiene una hija de cinco años que el hombre cuida con mayor dedicación que ella, al estar en casa y la madre trabajando. Pero ella echa de menos gestos masculinos que, si bien racionalmente puede reconocer su insustancialidad, no dejan de incomodarla y de disminuir su deseo hacia él. Gestos tan banales como que la invite a cenar de vez en cuando. Para ayudar a que él recupere su atractivo, perdido junto a su independencia económica, decide pagarle un sueldo acorde con las tareas domésticas que realiza, de manera que con él pueda conservar esos signos de virilidad que ella tanto echa de menos. Una graciosa solución que inspirada en la realidad de una paciente.
Las dificultades en la convivencia de los hombres y las mujeres en transición hacia modelos nuevos de masculinidad y feminidad se complican si a los problemas intersubjetivos como el que hemos expuesto arriba se unen los conflictos intrasubjetivas. Por ejemplo, imaginemos que el joven que intenta aprender responsabilidades compartidas es sensible a los reproches de su compañera porque le recuerdan los de una madre insatisfecha que nunca se mostró orgullosa de él, por lo que, en el conflicto actual con su pareja puede responder de forma desproporcionada a sus recriminaciones, con un inopinado enfado. Y, de parte de la joven, pensemos que la necesidad de reiterarle a su pareja sus obligaciones, obligaciones que él apenas puede identificar porque no ha sido educado en ellas, le produce un malestar cuyo origen no acierta a precisar, pero que vincula al menosprecio que su propio padre le hacía a su madre, que debía insistirle sobre ciertas tareas domésticas una y otra vez, lo que la niña vivió como humillante. Una dinámica que, ya adulta, tratará de evitar en su relación actual, por lo que, cada vez que tiene que repetirle sus tareas a su compañero, además del enfado de él, cae en un episodio de tristeza y desesperanza como el que la falta de armonía entre sus padres le producía, respondiendo de forma que tampoco se corresponde con el motivo real[27] del altercado.
Vemos cómo las interrelaciones entre los géneros en crisis son mucho más complejas que cuando los roles estaban muy claros y la violencia se ejercía mayormente contra la autonomía psíquica de la mujer, que se rebelaba con síntomas que los médicos del XIX y principios del XX llamaban histéricos.
La identidad sexual se adquiere mediante un complejo entrecruzamiento de identificaciones procedentes de los progenitores de ambos géneros y de los adultos significativos, entrecruzamiento que cristaliza en una determinada configuración, siempre dinámica, pero que conserva las huellas y la historia de su formación. Abandonamos la bisexualidad original, y la bisexualidad de nuestras identificaciones, por amor a los padres; un amor que nos hace reprimir unos rasgos y acentuar otros, según los mandatos de los roles de género. La indicación de los progenitores, Eres un niño, o eres una niña, se convierte en una guía de conducta, en una identificación; identificación que está en consonancia, la mayoría de las veces, con nuestro sexo anatómico. Cuando la diferencia sexual anatómica se descubre, entre los dieciocho meses y los dos años, aproximadamente, la vagina y el pene solo servirán de confirmación, o se producirá su rechazo en los pocos casos en que no haya habido concordancia entre la identificación sexual y el sexo anatómico. En el 99, 9% de los casos, un niño se desprenderá de lo que se considera femenino para adecuarse a lo que la sociedad determina que es “masculino”, y otro tanto hará la niña con lo masculino, adhiriéndose a lo que se considera femenino. Si bien en el inconsciente convivirán siempre las identificaciones primeras cruzadas, y la primitiva bisexualidad.
Pero hoy aquellos roles de género que hasta el segundo tercio del siglo XX estaban bien definidos, están desdibujados; el perfil de lo que sea un hombre o una mujer se difumina y se abre a un abanico de posibilidades diversas que amplían el campo de los malentendidos a la hora de convivir en pareja.
En su afán por agradar a las mujeres con las que se relacionan, muchos hombres se dulcifican, se instruyen en el cuidado, mentalizan más, muestran sensibilidad y búsqueda de afecto, mostrando su vulnerabilidad, sin desprenderse de identificaciones femeninas (por cierto, procedentes del padre y de la madre, no olvidemos esto); y en el afán de no caer en las clásicas representaciones femeninas de sumisión y docilidad, muchas mujeres se identifican con rasgos de la masculinidad hegemónica: exculpación, proyección, dominación, falta de reflexividad, preocupación por el logro y promiscuidad sexual (por cierto, procedentes tal vez de la madre, y no solo del padre, o en ningún caso del padre; el inconsciente es así de complicado).
El problema al que asistimos cuando tratamos estas nuevas feminidades y masculinidades es el de las contradicciones intrapsíquicas que se encuentran tras ellas, la tensión que internamente producen y su articulación con las relaciones de pareja. Las mujeres niegan sus necesidades afectivas para adoptar un modelo masculino de funcionamiento sexual y social; los hombres no siempre pueden reconocer el esfuerzo que sus intentos de responder a las demandas de sus compañeras sentimentales les comporta, la vulnerabilidad que despierta, la feminización que advierten, a veces con placer, con temor y disfunciones sexuales otras. Para muchos varones, el encuentro sexual está lleno de incertidumbres sobre si darán o no la talla. Una talla que instituyen los modelos de una sexualidad pornográfica y ficticia, genitalizada e inventada en los montajes de las películas porno; así como el temor a que su pareja sexual tenga más experiencia que ellos mismos. El saldo de estas amenazas puede muy bien ser la disfunción eréctil, que se ha incrementado notablemente entre los hombres menores de cuarenta años.
Para las mujeres, por su parte, surge el temor a que tras el encuentro, esporádico o no, se produzca la desaparición del partenaire sexual, algo que se ha llamado ghosting. Para defenderse de esta situación de abandono tras la cita, las jóvenes se han especializado en lo que se ha dado en llamar Síndrome Tinderella[28]: flirtear online y no realizar el encuentro presencial, puesto que conocen de antemano cómo este termina.
La mercantilización de la educación sentimental en la sociedad del capitalismo digital ha traído de la mano la instrumentalización del otro, que no es más que un producto entre los miles que se ofertan en las pantallas de nuestros móviles. Por otra parte, la educación pornográfica que se ofrece hoy a los jóvenes[29] ha introducido como modelo una sexualidad genital que apenas tiene en cuenta el erotismo y la seducción.
Se ha investigado cómo el consumo de pornografía produce profundos cambios en el organismo y en el psiquismo; la adicción a la dopamina[30] que estimula su visionado ha contribuido a que la educación sexual y afectiva de los niños y los jóvenes (que se inician en el consumo de porno a partir de los nueve años) sea eminentemente pornográfica y violenta. El modelo pornográfico de relación toma a la mujer como objeto del varón, mientras que el hombre se identifica momentánea y peligrosamente con la fantasía de invulnerabilidad, al mostrar en la pantalla un uso omnipotente del cuerpo propio y del otro. La violencia es un ingrediente cada vez más exigido en la representación pornográfica de la sexualidad, puesto que la adicción a la dopamina exige contenidos progresivamente más violentos para que esta alcance los niveles necesarios para obtener el mismo efecto que antes obtenían vídeos menos crueles. La pornografía produce adicción y tolerancia igual que las drogas, y se necesitan dosis la dopamina necesaria para un placer que se hace difícil de conseguir con su consumo excesivo. Además, el placer sexual se experimenta en la superficie, el interés por la realidad del cuerpo del otro disminuye y, con frecuencia, en los hombres que se masturban con porno, aparecen problemas de disfunción eréctil. En un estudio realizado en 2011 sobre la incidencia de disfunción eréctil en distintas edades[31], se establecieron dos grupos; el de los “mayores” (entre 40 y 80 años, no educados en la pornografía) y los “jóvenes” (entre 18 y 40 años, la generación del porno rápido y de fácil acceso en Internet, sin esperas). En contra de lo esperado, la generación de edades entre los 18 y los 40 fue la que padecía un mayor porcentaje de disfunción eréctil. Algunos hombres comienzan a excitarse más y mejor con las pantallas que con sus parejas de carne y hueso.
Pero los efectos de la educación sexual pornográfica solo empiezan aquí, sus derivados se alargan hacia la relación entre los géneros en materia de cortejo y de expectativas.
He tenido pacientes que han sido abordadas por los chicos de manera abiertamente grosera, enarbolando una supuesta complicidad sexual que habla del imaginario que estos chicos tienen de lo que ellas esperan que ellos hagan. Aunque se equivocan. Sin embargo, muchas mujeres, en una nueva demostración de la plasticidad del ser humano, un nuevo síntoma de la facilidad con que nos amoldamos al deseo de los otros, son cómplices de la dinámica que se les impone para no quedar fuera del mercado afectivo-sexual. No sin malestar, a veces poco identificado.
En un estudio efectuado por Cordelia Fine y Mark A. Elgar[32] en el campus de distintas universidades de EEUU, se advirtió que en los encuentros esporádicos las chicas no conseguían el orgasmo (pues rara vez los chicos se ocupan de su placer), y tenían riesgos mayores que los hombres de ser abusadas o contraer enfermedades de transmisión sexual. A pesar de esta insatisfacción expresa, las chicas continúan buscando.
Un joven paciente adicto a las citas Tinder, que aseguraba que hasta la entrada en terapia no había pensado nunca en el placer de las chicas, que intercambiaba sin cesar, dado que tenía hasta cuatro encuentros distintos a la semana, me preguntó durante una sesión: ¿Por qué si yo no las tengo en cuenta, ellas me vuelven a llamar?
Una interrogante que explora abiertamente la demanda negada de afecto que tienen las jóvenes; afecto que no se atreven a pedir abiertamente por miedo a ser consideradas pesadas, puritanas o antiguas y salir del marco que exige el mercado actual del amor; afecto que prefieren ocultar para responder a lo que el chico les propone. Por otra parte, tal y como observa Irene Meler[33]:
Pero mostrarse en soledad no tiene el mismo sentido para una mujer joven que para un varón de edad semejante. Él puede ser percibido como un ser autónomo, mientras que ella exhibe una lastimosa carencia, un fracaso en la obtención de una compañía masculina que, en ese contexto, funciona como un fetiche. Esta es una curiosa pervivencia del control social característico de la pre-modernidad, en el corazón del desierto postmoderno.
Para adaptarse a esta situación las jóvenes se contrarían, niegan sus emociones, se acomodan a las exigencias de un marco de relación que no ha tenido en cuenta la especificidad del deseo femenino. En muchas de ellas la adaptación ha sido exitosa, pero el modelo predominante es un modelo patriarcal, que separa la sexualidad del afecto y elude el reconocimiento intersubjetivo.
Para adaptarse a esta situación las jóvenes se contrarían, niegan sus emociones, se acomodan a las exigencias de un marco de relación que no ha tenido en cuenta la especificidad del deseo femenino. En muchas de ellas la adaptación ha sido exitosa, pero el modelo predominante es un modelo patriarcal, que separa la sexualidad del afecto y elude el reconocimiento intersubjetivo.
Si la relación se establece, los problemas son otros.
Para todos los grupos sociales, la promesa de felicidad de la sociedad posmoderna, neoliberal e individualista, en la que vivimos, está vinculada a la experiencia del amor romántico, que representa el éxito afectivo. Sin embargo, este amor romántico esperado no es más que una ficción, dado que se trata de un ideal que eleva a la categoría de amor la exaltación de las primeras etapas del enamoramiento (pasión erótica, proyección e invención del otro, novedad, intensidad emocional), de tal forma que, cuando en la pareja aparecen las primeras diferencias y los primeros conflictos, el ideal romántico se pone en entredicho y, en lugar de aceptar que el otro de la realidad no puede ser como el otro soñado, en lugar de explorar quién es la persona que tenemos delante, se interroga el afecto mismo: si tenemos diferencias, discusiones, malentendidos, ha de ser porque esto que siento no es verdadero amor. El amor romántico, por supuesto, ha de estar exento de conflictos. Además, ahí afuera hay cientos de posibilidades de encontrarme con alguien con quien el ideal de amor inventado por el mercado, las canciones, la literatura o el cine, pueda hacerse realidad. De esta forma, las parejas no resisten los embates del conflicto que es consustancial en la construcción de un encuentro entre dos subjetividades, y se rompen. Según datos publicados por la oficina de estadística comunitaria, Eurostat, el 57,2 % de los enlaces terminan en divorcio y el aumento de personas que viven solas crece cada día en toda Europa. Es evidente que la cultura del individualismo no nos enseña a convivir como sujetos interdependientes, y que el engañoso ideal de amor romántico que hoy predomina no incluye el esfuerzo por aceptar la realidad del otro, lo que exigiría el verdadero reconocimiento intersubjetivo. El amor maduro o de largo recorrido es un trabajo de la voluntad que se opone tantas veces a la pulsión, un predominio del deseo de perseverar que se impone sobre la apetencia[34].
Las dificultades que hemos expuesto aquí, junto al ritmo de trabajo actual o la velocidad que imprimimos a la vida, que no deja tiempo para el cuidado de los afectos; la educación pornográfica que causa el abuso y adicción a la pornografía; así como la crisis de la masculinidad y una feminidad en procesos ambas de reinvención, hacen complicado el encuentro entre los hombres y las mujeres, de manera que hoy, a pesar de encontrarnos en un clima liberal, se tienen menos relaciones sexuales que hace treinta años[35], lo que no deja de ser una interesante paradoja.
Apenas una referencia a la pandemia del COVID 19 que estamos viviendo antes de dar por terminados, que no concluidos, estos apuntes.
Numerosos analistas aventuran importantes cambios en las relaciones afectivo-sexuales tras la crisis sanitaria que vivimos desde marzo de 2020; crisis cuyo final no estamos en condiciones de precisar. Para algunos analistas, la desconfianza hacia posibles contagios y el obligado distanciamiento social podrían traer de la mano el retorno a la pareja estable, supuestamente más segura. Pero no creo que sea así. De hecho, parece que entre los jóvenes menores de treinta y cinco años, el uso de las aplicaciones de citas aumentó[36] durante el confinamiento. También aumentó la duración de las conversaciones[37] por chat, lo que podría hacernos pensar en un mayor conocimiento de los interlocutores, que sería bienvenido. No lo sabemos aún.
Por último, creo que, más que hacia una masculinización de las chicas, adoptando modos de la masculinidad hegemónica, deberíamos caminar hacia una androginia psíquica de ambos géneros que estimo necesaria y fructífera, una posición subjetiva donde tanto hombres como mujeres integren el cuidado con la autonomía, la reflexividad con la asertividad, la libertad sexual con las necesidades de reconocimiento y afecto, la feminización de los hombres en cuanto al acceso a una mayor reflexividad y preocupación por el cuidado, y la adquisición de las mujeres de mayor autonomía.
Surgen constantes llamados de atención sobre el hecho indiscutible de que se puede alcanzar el bienestar psíquico manteniendo lazos afectivos profundos donde quepa la intimidad, no solo con la expectativa de una vida en pareja. Una sólida red de amigos, el compromiso social, las relaciones presenciales y cercanas son fuentes de satisfacción y otorgan sentido a la vida humana. Somos seres cuya necesidad de los demás ha sido negada por el individualismo, poniendo en un amor-ficción todas las expectativas de una prometida felicidad[38].
Sin embargo, este camino es largo, y las dificultades a las que se enfrentan los peregrinos, muchas. De ahí que apreciemos un constante aumento de las familias monoparentales, o del creciente número de mujeres que renuncian a la maternidad, un refugio que evita la difícil confrontación con el otro a la que hemos brevemente aludido y, también, un modelo de consumo de bienes grato al sistema neoliberal e individualista que deberemos abandonar en el incierto mundo de cambios (climáticos, económicos, de modos de ocio y de relación) que nos espera en un futuro ya muy próximo.
Pero cualquier acercamiento al mundo de los afectos es siempre insuficiente. Sigamos, pues, pensando juntos.