Presentación de Ana Isabel Perales***
Hoy contamos con la presencia de Fabio Álvarez, algunos ya le conocéis porque estuvo también acompañándonos el año pasado en el ciclo de sesiones clínicas, hoy nos presenta un Ateneo Clínico titulado Tras las huellas del trauma en el psicoanálisis infantil, conoceremos a Julián y a Andrés, dos niños arrasados por experiencias traumáticas, que de su mano transitan el camino elaborativo de lo vivido, lo no sabido, lo no pensado, sin embargo, actuado.
Cuando hablábamos con Fabio hace días sobre la presentación de hoy nos centrábamos en la idea, o mejor dicho la pregunta sobre la determinación del evento traumático en la constitución del psiquismo del sujeto, y si el aparato psíquico registra de forma más contundente un suceso si éste ha sido de naturaleza traumática. No sé si podremos responder
a estas interrogantes que, en nuestro hacer nos resultan siempre ambiciosas como apremiantes, lo intentaremos sí empezando con un pequeño recorrido en Freud sobre el concepto de trauma, para luego adentrarnos en el material clínico.
Quiero agradecerle enormemente su transmisión a Fabio, mostrándonos su posición analítica a través de los casos de Julián y Andrés, permitiéndonos como dice Lacan que algo de nuestro ser analista pueda transformarse a partir de la experiencia clínica y de la manera en que su práctica nos facilita encontrar algo distinto.
Posibilidad de entrelazar los elementos
De sus intervenciones ante las actuaciones incesantes de estos dos pequeños sujetos y también su desconcierto, así como sus propias preguntas frente a la irrupción en el setting analítico de lo traumático a través de una puesta en acto violenta que le hace cuestionarse su papel, su escucha y su hacer, veremos la importancia del sitio del analista, el de niños específicamente, que más que en ningún otro espacio debe y tiene mantenerse libre de certezas.
El trauma como concepto, viene de la medicina, de la cirugía y alude a la lesión resultante de una violencia externa, con esta herencia Freud y en un primer momento (entre 1893 y hasta 1897) establece una definición metapsicológica fundamentalmente económica, es decir el trauma como un exceso de excitación que el aparato psíquico no puede tramitar ni por vía motriz ni por vía asociativa. Plantea la hipótesis como sabemos de un hecho exacto y concreto, acontecido y de carácter sexual que vive el sujeto por acción externa (recordemos el interés de Freud en los primeros análisis por las fechas, los lugares, las personas en la vida del paciente) y que, represión mediante es desalojado de la conciencia. Después del abandono de la teoría de la seducción con su frase célebre en la Carta a Fliess (carta 69, 1897) “ya no creo en mis neuróticas”, da paso a una importancia creciente de la vida fantasmática y la realidad interna, al papel de la fantasía en la vivencia traumática. Si bien mantiene la definición económica, Freud empieza a considerar la interacción de estas dos realidades que conviven en el sujeto.
Con la segunda teoría del trauma y la introducción de la resignificación en una segunda escena de la primera, Freud nos dice que, en la génesis de los síntomas hay una representación intolerable para el yo, de carácter sexual y que en la infancia es vivido como un sin sentido hasta un segundo momento cuando adquiere por vía de la resignificación el carácter traumático. Más adelante, con el desarrollo de la segunda tópica y la aparición de conceptos como el de repetición, nace la última estructuración del concepto de trauma, en Inhibición, síntoma y angustia (1926) relaciona las alteraciones del yo, la angustia y el conflicto psíquico con las situaciones traumáticas.
Con Más allá del principio del placer y la introducción de la pulsión de muerte, Freud nos habla de la compulsión de repetición de una experiencia dolorosa como la respuesta del sujeto a lo traumático, a la sexualidad por último y la irrupción de esta como ajena, como un cuerpo extraño. En Moisés y la religión monoteísta Freud reconoce a la neurosis como consecuencia de vivencias e impresiones que reconoce como traumáticas, y que dichas experiencias serían “impresiones de naturaleza sexual y agresiva y por cierto todas aquellas que hayan provocado daños tempranos al yo” (1939, pp. 74).
De todo esto la necesidad de dos escenas o dos tiempos para constituir el trauma y su elaboración es un elemento común en los desarrollos psicoanalíticos posteriores a Freud, en relación a este hecho Laplanche y Pontalis (1973) sostienen que, no sólo se trata de “una acción diferida, de una causa que permaneciera latente hasta la oportunidad de manifestarse, sino de una acción retroactiva, desde el presente hacia el pasado” (pp.111).
Vemos que el trauma psíquico implica siempre una presencia del afuera con lo interno de cada uno, no se puede concebir que el trauma psíquico se produzca exclusivamente sobre la base de una situación o acontecimiento real externo, por violento que éste pueda ser, estaríamos negando la existencia del inconsciente; si implica una interacción entre el mundo externo y la realidad psíquica.
Con Julián y Andrés veremos cómo un acontecimiento del mundo exterior excede (en términos económicos y dinámicos) la capacidad de ambos niños para sujetarse simbólicamente a lo vivenciado de forma pasiva, veremos como una acción violenta genera impresiones muy tempranas que no pueden ser tramitadas por el yo incapaz de integrar estas experiencias, porque no entienden su significado, quedando en el inconsciente como un sin sentido no representable, con una elaboración imposible, que produce (en Julián) una desorganización y que precisamente por estos elementos adquiere el carácter de traumático. Veremos como aquello que irrumpe como fenómeno que sobrepasa lo verbal, marca un profundo déficit en la capacidad de significación del niño, viéndose casi relegado a un destino posible, el de la actuación violenta.
No nos cuesta pensar que, en el caso del trauma todo el proceso estructurante y organizador de la fantasmática infantil fracasa estrepitosamente, dando lugar a espacios en el psiquismo del niño donde no se puede encontrar un sentido, donde la palabra no llega, como Julián que solo puede inundar de su angustia a su analista a través de la actuación agresiva de lo experimentado pasivamente. Esta vivencia es traumática entonces, porque quedará inundada de afecto y carente de escena, de texto dejando como legado una precariedad simbólica.
El trauma como si de una puesta en escena de un guion teatral se tratara, da su cara sólo cuando hay un escenario- el espacio analítico- y un espectador, no cualquiera- el analista- que puede interpretar el sentido, el impacto y los destrozos que éste acarrea, para así poder transformar el fondo de la trama/trauma.
Fabio Álvarez
Muy tempranamente, ya tal vez desde sus Estudios sobre la Histeria, Sigmund Freud percibió y registró que un fenómeno muy frecuente del funcionamiento del psiquismo de los seres humanos consistía en que aquellos sucesos que no podían ser recordados, usualmente eran actuados (en alemán agieren) (1). Dicho descubrimiento fue muy estudiado y desarrollado en la literatura psicoanalítica, de distinta manera y por distintos autores. Ya el mismo Freud se percató que aquello no recordado, y posteriormente actuado, generalmente no eran cualquier tipo de sucesos. Se trató siempre especialmente de los del orden traumático.
Algo que suele ser impactante, y a veces hasta espectacular, es vivenciar en la clínica la actuación de un paciente. Y especialmente cuando hay un desconocimiento total respecto de la naturaleza y origen de tal actuación. Luego veremos que en muchas ocasiones, cuando finalmente se logra recordar, el sujeto siente que aquello le resulta poderosamente familiar. Que ya lo sabía. Que, profundamente en las entrañas, siempre lo supo.
Entre los muchos autores que han escrito sobre el tema, cuyo número es colosal, una de las teorizaciones a mi juicio más expresivas que describen este fenómeno, es el concepto, literariamente construido, de lo “sabido no pensado”, de Christopher Bollas (2). El autor va incluso más allá, argumentando que lo “sabido no pensado” se plasma no sólo en las actuaciones, sino incluso en la expresividad total del sujeto, conformando lo que él llama una estética personal. Esto difumina el concepto de actuación. O más bien lo hace más abarcativo. Es decir, no se trata ya solamente de cómo una persona actúa, sino también cómo se viste, cómo se mueve, qué dice, con qué tono, cómo lo dice, cómo gesticula, qué hace, etc., etc. Este cuestionamiento alcanza incluso hasta el hecho artístico en sí mismo, cuyos bordes se vuelven difusos, obligándonos a repensar la definición del arte en sí mismo. La distancia entre la “estética personal” y el hecho artístico se difumina. Pero esa es otra disquisición. (Véase al respecto la novela “Mayhem” (3), del citado autor.)
Lo que sí podemos traer a la reflexión, en forma más bien de pregunta que de certeza, es si esta suerte de memoria corporal-conductual presenta una cualidad, y/o bien una intensidad distinta, si es que la situación traumática se produjo en una época más predominantemente preverbal del sujeto. (Teniendo en cuenta que, si bien es cierto que el infans está inmerso en el lenguaje desde el inicio, su dominio y
la supremacía expresiva del mismo es algo a advenir progresivamente).
Es decir, nos preguntamos si la posibilidad de elaboración de lo traumático está única y directamente relacionada con la capacidad simbólica del sujeto, o tiene además que ver con otras, y tal vez múltiples variables.
Antes de pasar a exponer algunas viñetas clínicas que son, creo, hallazgos privilegiadamente ilustrativos del tema, una última pregunta: ¿Este fenómeno se da exclusivamente a partir de situaciones de índole traumáticas, o basta con que hayan sido, digamos, “emocionalmente significativas”, o “fundantes” para el sujeto?
Una pregunta más: ¿El aparato psíquico registra más nítida y/o indeleblemente un suceso si este fue traumático?
Pasemos a la clínica. Viñeta 1. Julián.
Julián tiene cuatro años recién cumplidos cuando sus padres lo traen a la consulta. Presenta severos trastornos de conducta en el hogar y en el Jardín de infantes, al punto que las autoridades escolares dudan de si pueda seguir en la institución debido a la intensidad con la que agrede a sus compañeros y maestras. Cuando llega al Jardín las maestras le sacan las zapatillas, cansadas de recibir sus patadas. El clima entre la pareja parental es tenso.
Los padres no asisten a la segunda cita, y la madre me cuenta, telefónicamente, que se acaba de separar, y que se fue con sus hijos a la casa de sus padres. Me dice que realizó una denuncia policial al padre por agresiones físicas hacia ella y hacia los hijos. A los pocos días se dictamina, desde el juzgado interviniente, una perimetral para el padre.
Unas semanas después tengo la primera sesión con Julián. Mi primera impresión es que presentaba cierta dificultad en el lenguaje, como si hubiese un desfasaje. Él apenas sabe hablar, pero ni bien entra al consultorio me dice: “Pa-pa-pá me pega”. Acto seguido se dirige a la caja de juegos y toma un autito de metal pequeño. Se me acerca y apoya el auto en mi brazo derecho. Comienza a hacer mucha fuerza, como queriendo insertar, o introducir el autito en mi brazo. Luego repite eso mismo con distintos juguetes pequeños. Me siento perplejo sin lograr interpretar esa conducta. Casi toda la sesión hace lo mismo.
En la segunda sesión, (debo aclarar que las primeras semanas casi todo el tiempo transcurren en silencio), se dirige a la caja de juegos y descubre una víbora articulada de madera. Debido a su diseño la víbora reproduce los movimientos reales de una de verdad. Se me acerca, riéndose, con la víbora en la mano e intenta introducirla en mi boca. Yo acepto el juego, permitiendo que ponga la víbora en mi boca, con cierta incomodidad. Por momentos debemos interrumpir el juego cuando me produce arcadas, o intenta hacerlo con cierta violencia.
Este juego se va reproduciendo de la misma forma, sesión a sesión, durante meses y meses. Por lo menos seis. De manera casi idéntica, abarcando casi la totalidad de la hora. Suceden sesiones enteras en las que solo quiere jugar a eso. Me doy cuenta que le produce un gran placer, al punto que la madre me cuenta que a Julián, venir a las sesiones es lo que más le gusta en la vida, por sobre cualquier otra actividad. Julián va entremezclando este juego con el de querer insertarme algún autito o chiche pequeño en el cuerpo.
Otra conducta significativa que aparece al poco tiempo son explosiones abruptas, y sin aviso, de agresividad descontroladas. Estas actuaciones aparecen en dos variantes distintas: una es claramente como reacción ante una situación de frustración.
La otra, más desconcertante, se da en momentos “tranquilos”, y especialmente en forma inesperada. Es decir, puede aparecer, por ejemplo, en un instante plácido durante un juego reglado, cuando Julián intenta, y a veces logra, darme un puñetazo en la nariz, con todas sus fuerzas. O, cuando menos lo espero, sin preaviso, una patada brutal en mis piernas.
Estas reacciones violentas, que se desencadenan en silencio, se suceden sin signos de alerta, y no parecieran estar relacionadas con la actividad previa, o por ejemplo, con el desarrollo del juego desplegado en ese momento. Lógicamente me dejan, además de dolorido, profundamente desconcertado.
Sucedió aproximadamente a los cuatro o cinco meses de iniciado el análisis que tuve algo así como una revelación. Supe de manera súbita, creo que a partir de un sueño que nunca logré recordar, lo que significaban los juegos de la víbora y el querer insertarme juguetes en el cuerpo.
Lo primero que hice fue concertar una sesión con la madre. Cuando le dije que tenía claras sospechas que su hijo había sido abusado sexualmente por una figura masculina su cara no denotó una gran sorpresa.
Al mismo tiempo, paralelamente, también quedó claro el significado de las violentas explosiones de agresividad que presentaba Julián. Aunque es verdad que tales conductas escondían una complejidad mayor.
Viñeta 2. Andrés.
La mamá de Andrés empezó a notar que su hijo, cada vez que volvía de visitar al padre estaba raro. Triste y enojado. Fue la abuela quien empezó a sospechar que el chico había sido abusado. La madre pidió la consulta en base a esa sospecha. Andrés tiene casi cinco años.
El primer día que lo conozco, en el hall del edificio, antes de entrar al consultorio dice: “Mi papá me hace nana”. Al poco tiempo me doy cuenta que habla muy bien para su edad. Tiene un vocabulario rico y complejo. Cuando le pregunto por lo que me dijo en el hall, se niega a hablar del tema. Lo único que me cuenta es que el padre se enoja muchísimo. Imita las caras que pone.
Los primeros juegos que inicia consisten en clasificar y separar cada muñequito, cada animalito, incluso cada autito, en “buenos” y “malos”. Lo que podría ser una dinámica clásica en chicos de su edad, de a poco va tomando otro matiz. Paulatinamente los malos deben ser apartados de los buenos y “encerrados”. Cuando le pregunto a Andrés por qué los malos son malos, me dice “porque hicieron cosas malas”.
-¿Qué cosas malas?
-¿Cosas feas.
-¿Qué cosas feas?
-Le hicieron cosas malas a un chico.
-¿Qué cosas?
Y ya no responde.
Es notable que se genera en él una gran ansiedad cuando no consigue establecer claramente la clasificación mencionada. Lo cual, por algún motivo, me parece un razonamiento muy refinado para su edad. Esto sucede, por ejemplo, por primera vez ante el personaje Hulk. Se queda estupefacto diciendo que él pensaba que Hulk era bueno, como otros superhéroes, pero que la cara que tiene es la cara de un “enojado”. La imita angustiado.
Posteriormente el juego se va repitiendo siempre en base a la mencionada clasificación. Van apareciendo diferentes variaciones, como que los malos deben ser encerrados “por la policía”.
Sesiones después, sin dejar atrás la clasificación, propone jugar a “los malos”. Esto consiste en que juntos, él y yo, debemos lastimar, dañar y/o matar a algunos otros juguetes catalogados como “buenos”. Este juego, lo desarrolla durante varias sesiones, casi dos meses, con gran placer y alegría. Al punto que cuando el pediatra le pregunta qué hace en la terapia, él dice “Con Fabio jugamos a los “malos””.
Esta época coincide con un llamado del Jardín de Infantes a la madre. Desde la escuela dicen que últimamente lo notan agresivo y que en su clase está pegando a los compañeritos.
Meses después el juego varía en la conformación de una familia que “hace un viaje”. Ésta se constituye por madre, padre y dos hijos. Indefectiblemente el padre es de otra raza o especie. Es decir: madre delfín, dos hijos delfín y padre tiburón. O madre auto, dos hijos autos y padre camión, etc. Se desarrolla durante un tiempo a partir de la descripción de un viaje de la familia, en aparente armonía. Posteriormente la actividad da un giro (esto sucede a los ocho meses del inicio del análisis). A partir de ese momento, sistemáticamente el padre debe ser apartado de la familia y encerrado. Más tarde el padre debe ser encerrado “por la policía”.
Cuando le pregunto por qué el papá debe ser encerrado me dice:
-¡Porque es malo.
-¿Por qué es malo?
-¿Porque hizo cosas malas.
-¿Qué cosas malas?
-Le hizo cosas malas a uno de los hijos…
Se genera un silencio de varios minutos. Y luego me dice:
-¿Querés que te cuente lo que hizo mi papá?
-¿Vos querés contarme?
-Ponía siempre caras feas, así (y lo imita). Y me gritaba enojado. Un día estaba con otro señor con barba. Yo le pedía Coca Cola y me daba vino. Después me tocó la cola y el pito. Quería que yo esté siempre en calzoncillos. Ponía caras raras y se reía raro. Quería que yo lo mire haciendo pis.
Viñeta 3. Fabián.
Fabián tiene una mirada extraña, como vacía. Por momentos parece estrábico, por momentos ido, o desconectado. Es un adolescente de 17 años. Los padres piden la consulta porque es la tercera vez que Fabián es detenido por la policía por robar en supermercados. Ellos están sorprendidos y asustados. Dicen que él no tiene necesidad, que ellos son una familia pudiente de clase media alta.
¿Qué hurta? Vinos importados o muy caros, salsa de trufas, una latita de caviar, una botellita de aceite de nuez. Productos gourmet. Fabian estudia gastronomía, y parece que es apasionado en el tema.
En las primeras sesiones, cuando le pregunto qué piensa de sus detenciones policiales Fabián me dice “tuve mala suerte”. Yo le digo que no. Que no estoy de acuerdo. Una o dos veces puede ser mala suerte, pero tres ya no. Él asiente y comenta su pasión por la gastronomía y su necesidad de obtener las cosas que hurta. Cuando le digo que su familia tiene un poder adquisitivo suficiente para poder suministrárselas, él no sabe qué decir. Se queda callado.
Mientras habla lo miro y me desconcierta su vestimenta. Es verano en Buenos Aires, la temperatura llega casi a 40 grados. Él viste pullover de lana y campera. Eso me llama la atención poderosamente. Además (tal vez debido a eso) despide un olor penetrante mezcla de sudor, y algo más que no logro identificar.
Pasan los meses y Fabián logra apropiarse adecuadamente del espacio analítico. Parece ser un lugar donde se siente cómodo. Unas semanas después, luego de otra detención de Fabián en la cual es golpeado brutalmente por la policía, acordamos una sesión con los padres. Ellos expresan su preocupación por Fabián y su futuro. Luego despliegan temas de su historia. Me entero entonces que la madre padeció una depresión posparto muy intensa, ocasionada en parte por el fallecimiento sorpresivo de su propio padre. Durante ese periodo depresivo la madre reconoce haber estado muy desconectada de su hijo. Comenta que durante semanas no podía salir de la cama. Un invierno crudo recuerda que Fabián, siendo bebé, tuvo una hipotermia grave, y debió ser internado y atendido por ello en un sanatorio de la ciudad.
Viñeta 4. Rafa.
Rafael es traído a la consulta por su tartamudez. Tiene cuatro años y los padres edades muy desparejas: la madre cuarenta y uno y el padre va por los sesenta largos. Según el analista, tener a Rafa fue para la madre un triunfo narcisista que a su edad la ayuda a mantenerse joven mentalmente. Además de la tartamudez Rafa también presenta síntomas difusos de ansiedad de separación, que se expresan por ejemplo en no poder dormir solo. Se pasa constantemente a la cama de los padres.
Ellos se conocieron en Brasil. Relatan que en las playas cariocas se dieron al nudismo, práctica que mantuvieron en Argentina, allí donde fuese permitido. En parte debido a su edad, parece que el padre más que padre es un abuelo. Alterna usualmente una indulgente permisividad, con arrebatos breves algo autoritarios, aunque más bien permanece distante de la crianza de Rafa, de la que se ocupa la madre. Según el analista se percibe una tensión incestuosa intensa entre la madre y Rafa. Suelen estar “muy pegoteados”, y a veces la madre habla del hijo como si fuese un pretendiente potencial “seductor y cariñoso”.
El chico logra instalarse adecuadamente en el análisis, logrando revertir bastante exitosamente el síntoma de disfluencia, en parte, entre otras variables gracias a un par de intervenciones del analista muy originales y, sobre todo, eficaces.
Promediando los seis meses de tratamiento se da la siguiente situación atípica e inquietante: en medio de una sesión, repentinamente, y con una rapidez inusitada, Rafa se desnuda completamente. Parado en medio del consultorio, se ríe apuntando al analista con su pequeño pene en la mano.
El analista queda atónito y paralizado. Sin reacción. En shock.
Lo más interesante es analizar algunos de los sentimientos contratransferenciales que se le despertaron al analista: primero y principalmente sorpresa y perplejidad. Pero también cierta sensación de vergüenza o culpa, y un difuso temor de haber hecho algo mal. El momento difícil, después de salir de su estupor mi colega, se resolvió indicándole al niño, en varias oportunidades que se vistiese, lo que finalmente y con cierta renuencia, terminó haciendo.
Viñeta 5. Alicia.
Alicia tiene 24 años y estudia medios audiovisuales en una universidad privada. Es una chica atractiva y simpática, hija del medio de padres ambos profesionales: la madre es contadora y el padre médico obstetra. Ella es muy inteligente y culta. Cinéfila y lectora. Le va muy bien en la facultad y tiene una rica vida social. Lo que más disfruta de su cursada son los trabajos prácticos, que debido a su objeto de estudio suelen ser muy frecuentes.
Alicia presenta diversas conflictivas neuróticas bastante estándar que no viene a cuento desarrollar. Está comprometida intensamente con su análisis y generó una transferencia positiva con su analista. Ésta refiere que el análisis transcurre fluidamente y que la considera una paciente “sana” y “agradable”.
Pero hay un detalle que le llama la atención, y que al mismo tiempo la inquieta y le da curiosidad. Le parece extraña la adicción de Alicia por la pornografía. (Dato llamativo por su intensidad, dice la analista, aún cuando se hubiese tratado de un varón). Esta fijación llega al punto que Alicia ha llegado a incluir pornografía en algún trabajo práctico audiovisual que presentó en la facultad. El hecho que fuese llamada su atención por parte de un profesor, como contenido “inadecuado”, sirvió para que ella trajera el tema al análisis. Y por primera vez se lo cuestionara. A partir de ese momento Alicia comenzó a pensar y a hablar del tema en análisis. Estaba sorprendida por no encontrar una explicación. El tema siguió apareciendo en las sesiones durante un tiempo.
Meses después, trajo un sueño. En éste ella iba a la maternidad donde trabajaba el padre, pero al entrar el edificio es un cine, parecido a un cine de barrio al que ella iba de niña. Su madre, aunque con un peinado distinto, es quien vende los tickets. También aparece su padre, mucho más joven, vestido con su ambo de quirófano, con manchas de sangre. Sin hablar, en un clima emocional bizarro, relata, se sientan juntos a ver una película.
Las asociaciones posteriores al sueño trajeron un recuerdo de sus siete u ocho años. Su padre obstetra, con colegas viendo en el living de su casa filmaciones de partos reales. Ella deambulando por ahí, impactada viendo las imágenes. La madre sirviendo sandwichitos y tragos. Esos recuerdos se fueron de a poco ampliando y se llegó a establecer que era una práctica frecuente que su padre viera filmaciones de partos reales. Sin que nadie reparara en el posible impacto que ello generaría en la niña.
¿Si tuviésemos que teorizar al respecto de las viñetas descriptas diríamos que existe alguna diferencia en su naturaleza de acuerdo a la edad, especialmente si se trata de una época preverbal, en que los sucesos
traumáticos tuvieron lugar? La viñeta de Julián (caso 1) y la de Fabián (caso 3) nos darían motivos para inferir que sí, ya que ambos sufrieron los traumas en edades preverbales. Pero las otras tres historias (Andrés, Rafa y Alicia) darían razones para pensar lo contrario. Vemos que en todos los casos las vivencias traumáticas se sucedieron en edades muy distintas, y se trata de sujetos con distintas capacidades simbólicas. Especialmente Andrés (caso 2) y Alicia (caso 4) se destacan por su gran riqueza simbólico-verbal, lo que tal vez, eso sí, les brinde más posibilidades de elaborar más exitosamente las experiencias. Por supuesto que se trata de pacientes de muy diversas edades, características y severidades. Todos ellos han sido atravesados por vivencias traumáticas.
El caso de Julián (caso 1), impactante por lo extremo de sus conductas, presenta una doble actuación. Por un lado, los juegos (si es posible llamarlos así) de la víbora y el de querer insertarme juguetes en el cuerpo, están directamente unidos a la vivencia del abuso sexual padecido. Tienen también, a su vez, un doble sentido. Por un lado, el comunicativo: el querer con su conducta contarme, transmitirme lo que él había sufrido (muy gráficamente) e intentar, al mismo tiempo, hacerme experimentar el cómo se había sentido. Por otra parte es, paralelamente, un mecanismo de identificación con el agresor, que lo desplaza de su lugar de víctima pasiva, y lo coloca en el de victimario. Sus explosiones descontroladas de agresividad también presentaban esa doble vertiente: la comunicativa y la de identificación con el agresor.
Estas dos vertientes de las actuaciones asociadas a hechos traumáticos están presentes, creemos, en casi todas las conductas postraumáticas que se dan el marco de interacciones interpersonales. Comunicación e identificación con el agresor. Obviamente la otra función que esta presente siempre, es el intento inconsciente repetitivo-elaborativo.
Por otra parte estas conductas (las agresivas), además, podrían entenderse también como conductas de “coerción”, en los términos de José Valeros (4), o intentos de control, lo cual está más bien relacionado con un intento de borrar los límites personales y desconocer la alteridad y subjetividad del analista, como un intento inconsciente de disminuir la ansiedad de separación, resultante esta última de un déficit en la respuesta afectiva de sus figuras de apego primarias, hecho que también en sí mismo resulta ser traumático. Esta última interpretación se denota correcta si tenemos en cuenta que existían dos tipos de explosiones de agresividad: las que aparecían en momentos tranquilos (más comunicativas) y las que se sucedían como una reacción ante situaciones de frustración (más bien coercitivas). La dificultad del caso, y su pronóstico dudoso, reside en que, a la vez, la utilización de la violencia era un pilar importante de fortaleza de su narcisismo, haciéndolo sentirse intimidante y poderoso, confundiendo fuerza física con solidez emocional, o de su narcisismo.
Pero Andrés (caso 2), si bien presentaba una riqueza
simbólica mucho más establecida y rica, y de hecho recordaba conscientemente el hecho traumático, también lo actuaba. Obviamente lo hacía más simbólicamente, es decir, en juegos. Pero, lo traumático de la violencia padecida por el padre, también aparecía más crudamente (menos simbólicamente) en las actuaciones implícitas en las agresiones a compañeritos en la escuela. Tal vez la diferencia, es que en su caso esto solo duró un lapso breve.
¿Qué decir de Fabián (caso 3)? Él actuaba tanto el hecho traumático puntual sufrido de bebé (la hipotermia), como así también las privaciones afectivas sostenidas debido a la depresión posparto de la madre. Esto último lo expresa en las espectaculares conductas antisociales de hurtos repetidos, con todas las implicancias que describe Winnicott (5) al respecto. Y la culpa inconsciente, deseosa de castigo, que implicaba que siempre se hacía detener por la policía.
Lo interesante de su conducta de sobre abrigarse es que tal actuación no necesariamente pareciese tener una intención inconsciente comunicativa (¿O si?), ni de identificación con el agresor. Pero volveremos más adelante a esta cuestión.
En el caso de Rafa (caso 4) se produce cierta interrogación, o duda, respecto a la naturaleza de la actuación de desnudarse, debido a la aparente ausencia de angustia. ¿Se trataba de actuaciones vinculadas a un trauma, o fueron solo reacciones a algo que le impactó? ¿Es lo mismo decir que eso ha sido traumático? Podemos plantearnos la misma cuestión en relación al caso de Alicia (caso 5), en la cuál tampoco pareciese percibirse la presencia de angustia desbordante como en los otros casos.
Podríamos conjeturar que todo trauma puntual encierra un profundo sinsentido. Es decir, por definición, algo que sobrepasa la capacidad del sujeto para entender y elaborar lo sucedido. El sinsentido es algo insoportable, intolerable para el ser humano. Pero, siguiendo la teorización de Carlos Moguillansky (6), el sinsentido también es motor. Motor permanente que pugna y empuja a la elaboración y la búsqueda de sentido. Esto es visible en la insistencia en la que el sujeto actúa las vivencias traumáticas, lo cual ha sido descrito en la literatura psicoanalítica como compulsión a la repetición, pulsión de muerte, etc.
Ahora bien, algo que parece atravesar todos los casos es cómo la materia prima, la naturaleza de las vivencias traumáticas se entremezclan en las fibras más íntimas inconscientes de la personalidades de los sujetos.
Podemos entonces volver ahora a la noción de “estética personal” de C. Bollas. Efectivamente asistimos al hecho de que los sucesos traumáticos se expresan entremezclados en la constitución total del sujeto. Obviamente eso es más evidente cuando lo traumático no ha sido un solo hecho puntual sino que es resultado de todo un vínculo traumático con las figuras de apego centrales, lo que ya ha sido hartamente teorizado en la literatura psicoanalítica como trauma acumulativo. En esos casos es el vínculo en sí mismo lo que ha devenido traumático, o traumatizante.
Es decir, en este punto se trata no solo como actúa el sujeto, sino cómo habla, cómo se viste, qué aspecto tiene, cómo se relaciona con sus pares, etc., etc. En definitiva: cómo es. En ocasiones como analistas percibimos el aspecto global de un sujeto, a veces en forma de imagen. Podríamos sentir ante un paciente, por ejemplo, que estamos ante “un mafioso”, o una “femme fatale”, o un “nene de mamá”, etc., etc.
Pensemos el caso Julián (caso 1). Su aferramiento narcisista a la agresividad conforma ya un rasgo de base de su personalidad, los compañeritos de la escuela lo ven como un “loco”, o más bien ellos dirían como “un matón”.
Supongamos que un sujeto padeció una infancia signada por una madre arbitraria y sorpresivamente invasiva y violenta. Lo encontramos de adulto como una persona desconfiada de la gente, con rasgos esquizoides, usualmente evitando el contacto humano. Otro caso: una joven tiende a aferrarse intensa, desesperadamente a cualquier hombre que conoce desde los primeros días de una relación. También actúa algo parecido con sus amigas, aunque con menor intensidad. Cuando avanza en su análisis descubrimos que fue abandonada, en forma sorpresiva, por sus padres en distintas oportunidades, viviendo cada una de esas situaciones con una profunda angustia y ansiedad. Siempre teme que inesperadamente los vínculos afectivos se terminen. Entendemos el por qué del miedo, y del aferramiento desesperado. Evidentemente en los ejemplos de ambos casos, la matriz es claramente traumática.
Vemos que lo traumático está inextricablemente entrelazado a la esencia misma de la constitución subjetiva, y la instauración de lo subjetivo indefectiblemente intrincada con la internalización de las interacciones con las figuras de apego primarias, y de sus imágenes, reales o fantaseadas. Y todo este proceso sabemos que usualmente se complejiza más aún, cuando inferimos que en los recuerdos, a veces recuperados, se entremezclan fragmentos de verdades y fantasías, construcciones subjetivas y proyectadas, y realidades objetivamente sucedidas.
Todo lo cual forma una argamasa heterogénea que es el collage hecho de retazos y jirones con que se forma el tejido de la constitución subjetiva. En ese caso debemos mirar la realidad psíquica y lo sucedido históricamente como si viéramos dos hojas de calcar superpuestas, pero sin poder discernir del todo hasta donde llega una y dónde empieza la otra. Especialmente cuando se trata de casos en los que un vínculo en sí es lo que ha sido traumático (o traumatizante), frecuentemente esta naturaleza es más difusa y difícil de precisar, entremezclándose las construcciones, imaginaciones y fantasías con recuerdos y realidades.
En esos casos (en verdad siempre) la naturaleza traumática del vínculo debe ser inferida, conjeturada,
pesquisada a través de sueños, síntomas, rasgos de personalidad, etc., en fin, a través de las formaciones del inconsciente. Trabajo usualmente minucioso y detallista de reconstrucción de la configuración subjetiva que puede llevar mucho tiempo. Ningún paciente se recuesta en el diván diciendo: “Mire licenciado, yo soy desconfiado y solitario porque tuve una madre invasiva e impredecible”. Eso no sucede. También es verdad que, otras veces ésta misma configuración se presenta de forma increíblemente nítida e indudable.
Pero, aún así, tampoco podemos afirmar que toda constitución subjetiva tenga un origen o una naturaleza traumática. En principio uno tendería a pensar que no toda constitución subjetiva tiene un origen de cualidad traumática, como pretenden numerosos autores psicoanalíticos. ¿O sí? En ese caso se disiparía, y perdería toda especificidad, la noción de lo traumático. El debate permanece abierto.