Presentación por Daniel Betancor***
Comienzo el comentario al trabajo de Silvina Ferreira con un reconocimiento a la forma en que la autora aborda la complejidad del trabajo clínico online con niños y adolescentes y la derivada pandémica del mismo. Con un lenguaje metapsicológico rico y un material clínico delicadamente tratado, articula un trabajo que invita a aprender, a pensar y a reevaluar la forma en que nos acercamos a esta cuestión.
En el planteamiento inicial destaca la mención al riesgo de restricción epistemológica cuando el pensamiento psicoanalítico rechaza los cambios que el contexto histórico y político introducen en las coordenadas de nuestro trabajo: la confusión generada al considerar como desviadas las nuevas formas articulación subjetiva en nativos digitales, así como la utilización de herramientas y/o encuadres no analógicos.
Respecto al concepto de hiperculturalidad de Byung Chul Han , se podría decir que la pluralidad de relatos es susceptible de “babelizarse” cuando no opera en un marco de referencia compartido y referido a conceptos básicos homologables. Lo “hiper” y lo “multi” no son necesariamente progredientes si no contemplan la inevitabilidad de la falta y la necesidad de transformar el sufrimiento; un “hiperanálisis” que no cuestione los relatos contemporáneos podría ser tan reduccionista como un análisis de una ortodoxia rígida.
La autora trae a debate preguntas necesarias en torno a la influencia de los entornos virtuales en la constitución psíquica y la calidad transicional (o no) del objeto virtual, según permita o no la habilitación de un espacio de subjetivación. Aunque los mensajes desde los medios de comunicación en torno al uso de dispositivos digitales en población adolescente tienden a ser alarmistas, es necesario un cuestionamiento reposado: ¿es posible un proceso de subjetivación suficientemente saludable en este contexto de hiperculturalidad, con dispositivos que fomentan la fantasía de disponibilidad permanente? Mi impresión general es que sí, aunque no libre de conflictos. No creo que nos encontremos ante nuevas generaciones en las cuales los entornos digitales lleven de forma generalizada a funcionamientos psíquicos regresivos.
Un elemento de referencia a la hora de plantear el papel de dichos entornos es la calidad transicional de los mismos: ¿sirven de refugio psíquico “antipensamiento” o como hábitat de juego y subjetividad?
Por otra parte, la autora aborda la posibilidad del despliegue transicional en una “corporalidad sin cuerpo”, lo cual lleva a interrogarse acerca de la imposibilidad de reproducir determinados aspectos del encuentro analítico en el espacio virtual: olor, temperatura, textura de la mano que se estrecha, de la butaca o el diván, sonidos, etc. Si hablamos sobre devenir cuerpo desde el organismo, es posible que la circulación afectiva y lúdica propia del encuentro del bebé con sus objetos primarios no pueda ser exactamente replicada en un dispositivo terapéutico virtual. En este sentido, la sesión telefónica no es exactamente igual a la online en el trabajo con adolescentes y adultos: en el segundo caso, la imagen satura el encuentro de una forma diferente a la voz, que permite un silencio más sostenido (no hay imagen visual que apuntale) y un fluir de representaciones más profundo posibilitando un mayor nivel regresivo. En la sesión online hay una mayor tendencia del analista a intervenir, en un intento de mantener el pulso de la misma.
Pasando al material clínico, voy a detenerme primero en el trabajo con Camila. Aparece como punto de urgencia del caso en general, y del trabajo con padres en particular, el uso del teléfono móvil: no existe una línea de comunicación entre la niña y la pareja parental, se produce una bi-triangulación (en el sentido de A. Green) que obtura la emergencia del tercero y la consiguiente elaboración de un Superyó protector de calidad. Además, dificulta la instauración de una exclusión constituyente.
Los juguetes pop it permiten reflexionar acerca de la cualidad pop it de ciertos contenidos digitales tendentes a saturar el campo perceptivo y la elaboración asociativa. En este sentido, el psicoanálisis aparece como una propuesta anti pop it, sencilla pero revolucionaria a la vez en cuanto al tipo y timing de la intervención propuesta, algo así como: “le voy a escuchar hasta que aprendamos las claves de su lenguaje, incluidos sus silencios y los mensajes que provienen de su cuerpo. Vamos a generar una matriz compartida a través de la cual usted tenga acceso a su experienciar y a su historia personal de una forma que le resulte comprensible”.
En el caso de Teo nos encontramos con la clínica silenciosa de lo no construido. La familia no ha podido funcionar como matriz habilitante del encuentro del niño consigo mismo y con sus objetos primarios, y de las relaciones entre estos. No lleva inscrito un marco de referencia que le provea de un mirarse-escucharse- pensarse. La emergencia del monstruo Miguel aporta la figuración de un protagonista alienado que pone en marcha su procesamiento afectivo a través de la mirada, una mirada-ventana hacia el exterior y hacia su propio interior cuyos cambios de color dan cuentan del arranque de dicho procesamiento.
Su bloqueo inhibitorio se va aflojando a lo largo del tratamiento, partiendo de una vivencia del error catastrófico que remite a un escenario de culpa primaria, en el que faltan la ternura y mesura, para irse colocando en una escenario más esperanzado, en el que la culpa y las separaciones no desgarradoras sean posibles. Además, Google Drive aparece como metáfora de un espacio psíquico amparado en el que albergar sus historias, su propia historia. Habitándose puede conducir (drive), conducirse en la vida. No se trata únicamente de un sistema de archivo, sino de un procesador de realidad al establecer la comparativa con la experiencia albergada.
SILVINA FERREIRA DOS SANTOS
“Por donde pasa el juego, la vida se enciende”
Rodulfo (2012)
Experiencia clínica de lo por-venir
Pensando en los obstáculos a una “perspectiva de futuro” del Psicoanálisis, Freud (1910) insiste en aquellos que reinan en el fuero interno del analista. Plantea cómo la estrechez en la percepción psíquica, por los propios complejos y resistencias, genera restricción epistemológica. Se puede extender la noción de puntos ciegos e incluir, también, a las coordenadas de época constituyentes del mundo que se habita y de la propia subjetividad, naturalizadas por cierto y, por ende, inconscientes. Si los sujetos y las teorías son emergentes de un contexto histórico- político-cultural-social determinado, cabe hacer el ejercicio de preguntarnos cuánto permanece y cuánto se transforma el edificio conceptual psicoanalítico y su técnica, cuando los escenarios se van transformando (S. Bleichmar, 1999). Actualmente habitamos entornos virtuales y tenemos una vida online. ¿Cómo pensar la experiencia que se produce en esas otras coordenadas sin subsumir necesariamente lo diferencial a una desviación?
Si pensamos a qué llamamos mundo, la respuesta no será tan unívoca. Dado que cambió el modo en que se producen las transformaciones, siendo éstas vertiginosas, precipitadas, generadas más por ruptura y disloque. Nos encontramos con formas muy disímiles de ver y pensar tanto al mundo como a la subjetividad, sin referencias comunes entre sí. Tal heterogeneidad es como un collage, un compuesto de múltiples y simultáneas formas culturales, una hiperculturalidad (Byung Chul Han, 2005). Conviven, al mismo tiempo, diversas lógicas de funcionamiento y narrativas: lo letrado, lo secuencial, lo analógico, lo presencial, lo simultáneo, lo múltiple, lo digital, lo no presencial, lo binario, lo fluido, lo ambiguo. El escenario es bien complejo y la tarea clínica opera allí, no sólo en la realidad interna, sino en los entrecruzamientos, encrucijadas o superposiciones entre diversas realidades que producen entramado psíquico (intersubjetivas, culturales, políticas, históricas), convocada por malestares, sufrimiento y producción sintomática que brotan entre sus intersticios (Ferreira dos Santos, 2020).
Cuando Freud (1913) utiliza la metáfora del ajedrez emparenta experiencia analítica y jugar. El símil vale para entender cómo las “reglas de juego” (encuadre) configuran la situación analítica y permiten el despliegue de sus partidas (proceso). Aquellas “reglas” inventadas por Freud emergieron del trabajo analítico mismo con los pacientes, no pre-existieron a tales experiencias. Tampoco son arbitrarias, se fundamentan en su necesidad para posibilitar el trabajo psíquico y, en particular, el despliegue de la transferencia, con pacientes adultos neuróticos. Pero no se trata de disposiciones ritualizadas, condenadas a ser repetidas para sacralizar una técnica o consolidar una liturgia psicoanalítica (Hornstein, 2015). Por el contrario, pueden ser profanadas o recreadas, cada vez que las circunstancias clínicas demanden otras condiciones de trabajo, tal como Winnicott alentaba. En esa tensión entre game y play se configura el setting analítico y se despliega la experiencia de análisis. Es decir, no vale “hacer cualquier cosa”; algunas reglas son necesarias para fundar un espacio que aloje y posibilite un trabajo terapéutico. Sin embargo, cuanto más protocolizado esté el decurso de tal travesía, más estará cercenada su potencialidad de generar nuevos sentidos y realidades.
Desde una perspectiva winnicottiana, hablar de experiencia supone correrse de sustantivar el término (acopio de lo sabido), sino más bien de pensarlo como un hacer, un experienciar, que se arroja a lo desconocido en un tiempo inacabado, un experienciando. Recordemos que la palabra “experiencia” proviene del latín “experiri”. El prefijo “ex” señala el movimiento hacia afuera de sí, sin saber si se volverá o sin que se pueda volver a lo mismo, luego de transitado. “Peri” es arriesgar o probar. Inevitablemente el experienciar es siempre un arrojarse a lo desconocido; si fuera arrojarse a lo idéntico, perecería como tal. Aquello por-venir1, es siempre impropio, imprevisible, imposible de eludir, irreductible a todo intento de dominio o apropiación. Lo arribante es del orden del acontecimiento, consiste en una “apertura de otro mundo en este mundo” (Alejandra Tortorelli, 2021), sacude y mueve a transformación.
Si pensamos en el Psicoanálisis como movimiento, como un pensar vivo, vemos que tuvo muchos momentos de reinvención que extendieron su capacidad de comprensión teórica y sus posibilidades de intervención. Recientemente, el “apremio de la vida” nos desafió a transformar la virtualidad en un lugar posible para alojar el trabajo analítico, aún cuando hasta entonces, la clínica online con niños y adolescentes parecía impensable y, por ende, la experiencia realizada estos últimos años, ha sido inédita. Se pusieron a prueba nuestros saberes, prácticas, preconceptos y prejuicios. Es cierto que se venía pensando sobre cómo la virtualidad incide en la constitución psíquica y sobre las implicancias técnicas de la inclusión de dispositivos en las sesiones, de manera concreta o discursiva. En lo personal, hacía tiempo que venía trabajando sobre la cualidad de “uso” que niños y adolescentes hacen de los dispositivos (incluidos los videojuegos) y cómo en esa superficie se despliega jugar (play). Me refiero a la noción de uso de objeto, tal como la trabaja Winnicott y, en especial, al uso transicional del soporte virtual (Ferreira dos Santos, 2017). Considerando la pregnancia que la virtualidad va teniendo en la vida de niños y adolescentes, y su función como espacio subjetivante, ¿es posible trabajar con infancias y adolescencias contemporáneas sin entendernos con la virtualidad?
Considerando la función diagnóstica y terapéutica que sabemos tiene el jugar, ¿cómo abrir el juego a través de las pantallas? ¿Cómo hacer posible el trabajo clínico a través del uso de plataformas virtuales (Meet, Zoom, Skype, WhatsApp, etc)? Toda una experiencia que fuimos construyendo conjuntamente con nuestros pacientes. Si bien los dispositivos permitieron el encuentro cuando éste estaba vedado por el distanciamiento social (decretado como medida epidemiológica durante la pandemia del Covid-19), transformarlos en un espacio posible para la superposición de zonas de juego resultó primordial, especialmente en un tiempo de mayor sufrimiento psíquico, desamparo e incertidumbre que tocaba a todos por igual, tanto a los pacientes y sus familias como a los analistas.
Muchos interrogantes fueron surgiendo en ese experienciar clínico online con niños y adolescentes dado que no se trató de un simple cambio de dispositivos, considerando que lo virtual refiere a un ambiente con coordenadas diversas a las que operan en la presencialidad, y con una lógica de funcionamiento diversa. Entonces, ¿cómo afecta al trabajo analítico cuando éste discurre en esa superficie virtual y siendo nuestros pacientes expertos en la materia? Es decir, ¿cómo construir condiciones de viabilidad de un análisis en un medio de por sí tan disperso y contingente? ¿Cómo lidiar con el uso múltiple y simultáneo que los niños hacen de la virtualidad? ¿Cómo pesquisar cuando la resistencia se vale de la habilidad multitasking digital para desconectar de la sesión? ¿En qué espacialidad transcurre la sesión cuando la ubicuidad es una constante? ¿Cómo garantizar intimidad y confidencialidad cuando la porosidad entre lo público y lo privado es moneda corriente en lo virtual? ¿Cómo trabajar la sesión cuando ese entorno se superpone con lo familiar y lo escolar, en una simultaneidad sin transiciones, en un “todo junto y ahora”? ¿Cómo entender la necesidad de los niños de conocer al “analista en la vida real”? ¿Cómo se produce la transferencia cuando la sesión cabalga entre la conexión y desconexión y con una “corporalidad sin cuerpo” (Le Breton, en Trosman, 2009)? ¿Qué posibilidades y limitaciones nos plantea para la tarea clínica el uso de dispositivos virtuales? ¿Qué desafíos nos presentan? ¿Cuáles son las modificaciones técnicas que nos mueve a realizar?
La metáfora freudiana del ajedrez no permite representar lo movida y compleja que es la clínica con niños y adolescentes, menos aún en ese contexto de tanto desamparo social como fue la pandemia. Analistas, pacientes y familias, lanzados a una “travesía”, con la precariedad a cuestas, tratamos de hacer camino con el andar, sin contar con cartografías certeras para orientarnos. Se hizo evidente que, como analistas de niños y adolescentes, jugamos más Marco Polo que ajedrez. El modo tan actual en que niños y adolescentes discurren entre textualidades (palabras e imágenes), dispositivos (presencial y no presencial) y lógicas (primaria y secundaria; secuencialidad y simultaneidad hipertextual) le da otro ritmo a las sesiones. En la transferencia, a veces nos toca jugar a ser Marco y, otras Polo. Pero el juego siempre incluye a muchos (no sólo en un sentido representacional), es decir, se torna multijugador, no escasean las tempestades transferenciales y los riesgos ciertos de naufragio. La trama intersubjetiva es gravitante en el trabajo clínico con niños y adolescentes y las estrategias de intervención deben sopesar e incluir tal complejidad en juego (Ferreira dos Santos, 2019).
Transitada la experiencia de trabajar online con niños y adolescentes (período que fue de casi un año en Argentina por las disposiciones sanitarias), es tiempo de pensar de una manera no oposicional (Derrida en Rodulfo, 2012) ese contrapunto entre lo presencial y lo virtual de los dispositivos, tratando de precisar sus especificidades y poder así trazar criterios de uso clínico, menos sujetos a las contingencias (distancia geográfica, resistencias generacionales, etc). Por otra parte, si bien “volvimos” a la atención en los consultorios, pero ¿es posible “volver a lo presencial”? ¿Se vuelve a lo de antes? ¿Qué afectación transformadora produjo la experiencia clínica online realizada? ¿Qué implica ese pasaje de lo virtual a lo presencial? ¿Cómo se realiza esa transición? ¿De qué factores depende cómo y cuándo se realiza? ¿Se trata de un “volver” o más bien de pensar una clínica “entre dispositivos”? ¿Cómo establecer criterios de indicación de uso de lo virtual o presencial para la atención terapéutica y qué cuestiones considerar para su fundamentación?
Si bien nos resulta “natural” la utilización de la presencialidad como inherente al trabajo clínico, tal disposición de coordenadas no debiera ser inerte toda vez que encontremos que vale la pena implementar otras prácticas “que consideramos más apropiadas para la ocasión. Y, ¿por qué no?” (Winnicott, 1962). Winnicott se ocupó de una clínica en la que primaban los efectos de las fallas ambientales, por ende, confeccionaba un setting más a medida, basado en una necesaria calibración del cuidar extendido al curar. En estas circunstancias de continuidad desgarrada, emergencia de agonías impensables, desamparo y vulnerabilidad, “hacer lo mínimo y trabajar con lo que hay” como parte del legado winnicottiano ha sido un faro en el cual confiar en medio de la oscuridad.
Sobre un inicio en la virtualidad: lo presencial, lo ausente y lo no presencial
Algunos episodios de angustia desbordante motivaron la consulta de los padres de Camila (7 años). En especial, uno de los últimos episodios en el cual la niña, luego de llorar y gritar mucho, termina golpeándose la cabeza contra el placard de su cuarto. Manifestaban sentirse paralizados en tales ocasiones, sin saber cómo contenerla. También solían ser frecuentes en la niña dolores de cabeza, dolores de panza y otros malestares físicos inespecíficos. En aquella primera entrevista, los padres insistían en la necesidad de “poner límites” ante una actitud de su hija que vivían como “irrefrenable”. Sin embargo, les sucedía que cuanto más se trataban de imponer, más Camila se “sacaba”. Aún cuando estaban preocupados por la conducta disruptiva de la niña, no podían preguntarse qué le pasaba a Camila.
Ante tanto desamparo y precariedad como fue el contexto pandémico, los padres también parecían desbordados, exigidos por una cotidianeidad trastocada y un mundo que se les había desorganizado, pero sin tener mucha conciencia de ello. Sólo al introducir la pregunta durante la entrevista, pudieron hablar sobre ello como así también de las implicancias que tenía en sus vidas.
En la primera entrevista, Camila estaba muy ansiosa por el encuentro, su expectante inquietud parecía no caberle en su cuerpo. Conectamos a través del celular de su madre (no tenía computadora en su cuarto, ni señal de wifi donde se encontraba la computadora), y lo movía mucho al compás de su inquietud. A veces incluso, se le caía en lugares poco accesibles y, entonces, se desesperaba como si la invadiera la sensación de haberlo “perdido de un modo irremediable”, quedando ella también perdida, sin saber qué hacer. En aquellos momentos, desde aquel lugar recóndito y oscuro en el que se encontraba el dispositivo, la voz del analista la hacía sentir menos sola, la sostenía y orientaba hacia un posible reencuentro.
Paulatinamente la inquietud fue cediendo a medida que se configuró un espacio de escucha y encuentro, en el cual con palabras, movimientos, juego o dibujo se fue entendiendo lo que le pasaba, apalabrando un sufrir que, a veces, parecía no encontrar un borde que lo contuviera.
Con el transcurso de las sesiones, se hizo palpable y real la “caída de un mundo afectivo” que la sostenía y el despliegue de fantasías que aquello le despertaba (especialmente de culpabilidad). A los cambios o efectos producidos por la pandemia, como no asistir a la escuela, a actividades extraescolares como danza y baile que amaba o no poder encontrarse con su familia, se sumaban la separación de sus padres y la migración de su “mejor amiga” unos meses antes. Si bien ocurrieron varios trastocamientos, la dinámica familiar parecía insistir en “hacer como si nada”.
Se fue trabajando tal predominio de desmentida para que se abrieran líneas de elaboración y procesamiento tanto en las entrevistas con los padres como con Camila. Entonces, apareció su rabia y tristeza por un mundo que se le tornó extraño y desértico. Nada parecía lo que había sido, ¿pero se podía “hacer como si nada”?, ¿ajustarse a tareas, horarios y vivir en un movimiento constante, de aquí para allá, un día con la madre y otro con el padre, tratando de que “todo siga igual”?. Camila se ajustaba, con prisa y sin pausa para metabolizar lo que estaba viviendo. Sin embargo, el cuerpo se hacía escuchar, el sufrimiento aparecía como desborde o dolor sintomático.
Además de las sesiones semanales con Camila, se realizaron entrevistas periódicas con los padres a solas o de manera conjunta con el fin de construir una parentalidad compartida, no desde el organigrama de días pautados sino pensando en la niña y en sus necesidades afectivas. Especialmente se construyó un diálogo (muy interferido por las vicisitudes que motivaron la separación), rompiendo silenciamientos que dejaban a la niña en un mundo disociado y sin poder hablar para sostener la “armonía familiar”. En una ocasión, tanto su padre como su madre le dieron, por separado, un celular a Camila para que estuviera “comunicada”, cuando en realidad parecía primar la “no comunicación”. Ninguno de sus padres le informó al otro sobre ello, ni tampoco Camila podía contarles ni usar sus celulares para que el otro padre no se enterase.
Cabe reparar en un aspecto en particular, que también se presentó en otros pacientes que iniciaron su tratamiento de manera online, la necesidad insistente de “conocer en persona al analista, en la vida real”. Camila expresó tal demanda en la primera entrevista y no claudicó, aún cuando la transferencia motorizaba el trabajo analítico. En este sentido, se instala la pregunta por la cualidad de la presencia online del analista, valga la paradoja si pensamos que el modo de estar en la virtualidad se caracteriza por la no presencialidad. En algunas sesiones, Camila se dedicaba a imaginar mi persona y, también, mi consultorio. ¿Trataba de hacer presente lo ausente a través de la transferencia? o de ¿crear lo “nunca visto”? La pregunta por cómo era ella en “vivo y en directo” sin el recorte de la pantalla también surgía. La demanda de “presencia” traía a la transferencia la elaboración de “lo ausente”: encuentros familiares vedados por el aislamiento, una vida familiar en convivencia que ya no era, una amiga íntima que se tornó lejana. ¿Todo estaba irremediablemente perdido? ¿Cómo tramar otra continuidad existencial y una reversión de su mundo afectivo? En la transferencia, también se jugaba una apuesta creativa.
Sabemos que es “esa materialidad llamada soma u organismo, a través de las prácticas de crianza matizadas de cualidad lúdica, se va corporizando. Un cuerpo se funda en la presencia de otros, dispuestos a ejercer su función corporizante” (Calmes, 2018, p.38). Entonces, habitar un cuerpo, residir en un cuerpo, no está dado biológicamente y esa soldadura delicada entre la psique y el soma no está a salvo de posibles desgarros. Winnicott plantea las diversas funciones ambientales, el sostén, el handling (más ligado a la articulación psique-soma) y la presentación del objeto, las cuales posibilitan los procesos de integración, personalización y realización respectivamente. Curiosamente, como en otros análisis de niños de aquel tiempo, cobraron protagonismo los “pop it”2, vendidos como “juguetes antiestrés”. Camila los coleccionaba y, con el correr de las sesiones, se sumaban en formas, tamaños y colores. Se dedicaba a apretarlos sistemáticamente, ¿a modo de una descarga somática desconectada de una elaboración imaginativa de las demandas internas y externas a que la niña se veía sometida? ¿Apuntan estas ofertas culturales a fomentar la disociación entre el soma y sus resonancias psíquicas y afectivas? ¿Será que los ideales de rendimiento y consumo recaen sobre las infancias abusando de la “mente”, en desmedro de una existencia de una psique que habita integrado con un soma? Estos niños sobreexigidos a una adaptación constante suelen terminar estallando a modo de descargas masivas de procesos excitatorios que no encuentran espacios mediatizadores y elaborativos de procesamiento. Otras veces, pueden presentar sintomatología somática (dolores de cabeza, de panza, etc) como intentos esperanzados por recomponer una integración disgregada (Winnicott, 1964).
¿Cómo transformar lo acumulable (objetos, tensión somática) en jugar y metabolización? El recuerdo de la presentación del Ipad realizada por Steve Jobs y la parodia que se hace de la misma, pero presentando el dispositivo libro, permitió configurar una intervención bajo la forma de un juego de intercambio de objetos a través de la pantalla y así posibilitar una superposición de zonas de juego donde había una solitaria práctica onanista que la niña hacía ver a través de la pantalla. Como contrapropuesta se le presentó un “lápiz” y las maravillas que éste hacía sobre un “papel”, en una apuesta por rescatar de la simple descarga somática y abrir una vía de despliegue a su capacidad imaginativa. De este modo, la “presentación de objetos”, como función ambiental, va poniendo a disposición soportes que le permiten transicionar hacia caminos más elaborativos, transformando la “cosa en sí” (incluso a lo que ella misma había devenido consumiendo objetos) en “juguete” o soporte vivo al pasar el jugar. De este modo se procuró llevar a la niña de un no jugar, de una simple acción repetitiva, a una zona de jugar compartido transformador.
Considerando que la transferencia implica de por sí una ficcionalidad por la cual el analista va representando diversos personajes del teatro interno del paciente quedando invisibilizada su persona, cabe la pregunta de por qué a pesar de la cualidad virtual que tiene en sí la transferencia subsiste la necesidad de “cercanía corporal”, de una “presencia real” del analista, tal como Camila demandaba desde el primer encuentro. ¿Tal pedido sostenido de presencialidad puede ser leído como resistencia bajo la forma de cierto desagrado por el dispositivo virtual? ¿Se trata de una limitación en sí del dispositivo que se hace más presente cuando la necesidad de encuentros reales (o vívidos) con un otro sostenedor en tiempos de desamparo se hace más acuciante? Por otra parte, todos los augurios adultos que se sostenían hasta entonces, respecto a que niños y adolescentes sólo querían vivir en las pantallas, resultaron a las claras desacertados. Por el contrario, niños y adolescentes añoraban espacios de encuentro, esperaban poder recuperarlos. Quedó en evidencia que ellos habitan un mundo entramado entre lo online y lo offline, entre dispositivos y lógicas de funcionamiento que se suplementan entre sí (no se sustituyen), teniendo cada una aportes y problemáticas propias y específicas.
Es la “cercanía corporal” la que nos ampara desde los inicios del desvalimiento y nos humaniza. “Perder de vista” tantas cosas en su vida reactivaron angustias de separación y pérdida, Camila se sentía como en el “aire”. ¿La demanda de anclar la presencia del analista en la materialidad de su cuerpo ponía en la transferencia la necesidad de construir referencias de sostén? Tal vez la “no presencia” de la analista como se tiene en la virtualidad, ausente en su corporeidad, pero presente en su disponibilidad para el encuentro, no alcanzaba en aquel momento, a pesar de posibilitar tejer transferencia en lo que ésta tiene de investimento libidinal (en alemán, Betzenung, significa “ocupar un lugar”).
Cuando las disposiciones sanitarias lo permitieron, se alojó la demanda de la niña y se realizó una “sesión caminada” entre el edificio del consultorio y su escuela a muy pocas cuadras3 de allí. Pasar de lo virtual a lo presencial suele generar “extrañeza”. Un ajuste y trabajo de reconocimiento mutuo se pone en marcha cuando pasamos de la bidimensionalidad a la tridimensionalidad. Lo presencial agrega registros forcluidos parcialmente en la virtualidad y un proceso de reedición de lo imaginado (pregnancia del objeto subjetivo o interno). La materialidad del objeto en sí, sostiene Winnicott, permite construir la cualidad exterior de la realidad y el deslinde con lo fantaseado. En la medida que el objeto sobrevive al dominio mágico, muestra su cualidad de otro, “diferente a mí”. En este sentido, la dimensión holográfica que se tiene en la vida online, esa corporeidad sin cuerpo como sostiene Le Bretón, se presta a múltiples ediciones o tratos sin que encuentre oposición o borde en lo virtual, lo cual es muy evidente en los casos de ciberbullying. En cambio, en el encuentro de los cuerpos, no es posible mentir, éstos traslucen afectaciones de modo inequívoco, hablan con gestos, posturas, tonicidad, sin “filtros”.
Durante la sesión caminada, entre paciente y analista se fueron “poniendo en palabras”, representando aquello que los cuerpos en su trayecto iban dibujando. La niña con sus preguntas iba ubicando espacios, estableciendo relaciones y trazando coordenadas. A través del experienciar del recorrido Camila fue reversionando su mundo, la casa de la madre, su escuela, la nueva casa del padre y el consultorio, la casas de sus amigas. Winnicott sostiene que para dominar lo que está afuera (lo que resulta absolutamente ajeno o extraño), no alcanza con pensar o fantasear, también es necesario hacer. Jugar es hacer (Winnicott, 1971), un hacer creador que permite, siguiendo una pauta personal, la apropiación creativa de la realidad. Entonces, en ese recorrido juntas, los cuerpos en movimiento (primera forma del pensar) iban dibujando una cartografía que hacía aprehensible lo vivido, menos inefable, más personal y propio. Es que la ubicuidad de la virtualidad, si bien permite recorridos múltiples y simultáneos, fluidos, también resultan demasiado inconsistentes y dispersos, como se transformó la vida misma de Camila. Cuando se pierden las referencias y las continuidades (las rutinas cotidianas, por ejemplo) que sostienen y anclan el narcisismo, lo no presencial de la virtualidad puede operar como modo de salir de lo “ausente”; sin embargo, aún carece de la “presencia” vívida y corpórea de la otredad, del mundo y de sí. Tal como plantea Winnicott, a veces jugar a esconderse es placentero, pero no ser encontrado ni encontrar puede resultar toda una catástrofe (Winnicott, 1963).
La virtualidad como superficie para escribir un “estar juntos”
Teo (10 años) se encontraba en análisis ya iniciada la pandemia. Él mismo solicitó comenzar terapia, sin una sintomatología aparentemente manifiesta. Decía en su primera entrevista, “hablar con una psicóloga está bueno porque te ayuda con los problemas de la vida”. “Me pasó algo…(pausa bastante larga) mis papás se separaron cuando tenía 6 meses”. Su prolongado silencio es escuchado con atención, pareciera no saber qué pensar ni qué decir sobre lo qué le pasó a él con eso, ni cómo lo afectó y ni cómo lo seguía afectando. El desacuerdo entre sus padres para darle cabida a su demanda de análisis era notorio y preocupante porque ponía en peligro su viabilidad.
“No sé cómo es vivir con una familia y mi cabeza lo toma de otras familias y se lo imagina”. A pesar de tener un padre, madre y dos hermanos mayores, Teo parecía un niño muy solo, que sólo se tenía a sí mismo y que añoraba lo que nunca había tenido. ¿Encontraba en su familia amparo, calma y hospitalidad? Por el contrario, Teo tenía dos casas, dos mundos que no debían juntarse ni tocarse jamás y una zona de guerra declarada entre ambos. Él atravesaba campo minado, junto con sus hermanos, a base de silenciamientos (no podía hablar espontáneamente) y una cuidadosa obsesionalidad desplazada a una preocupación meticulosa por sus horarios, rutinas y tareas escolares, intentando alguna suerte de control sobre su vida. Vivía exigido y de hecho se quejaba de lo “cansado” que estaba, de que la escuela lo agotaba, de que pensaba mucho y le dolía la cabeza.
La guerra y grieta entre sus padres era imposible de zanjar, sólo se comunican a través de sus asesores legales. En este escenario de catástrofe vincular (Ona Sujoy, en Toporosi, 2019), iniciar un trabajo terapéutico con el acuerdo mínimo por parte de sus padres constituyó un desafío no tan sencillo de sortear. Ambos padres consideraban que la situación familiar no era la adecuada para sus hijos, en especial para Teo que era el menor; sin embargo, no estaban dispuestos a remediarla. Entonces, el trabajo terapeútico partió aceptando lo “imposible de analizar”, como si se tratara del “ombligo” familiar inaccesible, apostando a que el niño pudiera desplegar sus propias posibilidades, más allá de las limitaciones que sus padres le imponían. No siempre el trabajo terapéutico comienza bajo condiciones óptimas para su realización; no obstante, considero imprescindible ayudar a todo niño a intentar abrir otros caminos subjetivantes. Hacer lo que se puede con aquello de lo que disponemos tal vez representa la única oportunidad que un niño pueda tener de abrir una perspectiva futura diferente de sí y de su vida que no deberíamos dejar pasar.
Durante sus sesiones, Teo parecía un niño de “pocas o escasas palabras” pero encontró en el dibujo un modo de ir contando, como si se tratara de una espontaneidad tímida que, en los primeros minutos de la sesión, se lanzaba al trazo, producía un dibujo y luego se acallaba nuevamente. Esta modalidad críptica de trabajar en sesión, apertura y luego control, también se refleja en sus dibujos por lo cual muchas intervenciones procuraban el despliegue asociativo. Se intentaba no sólo descifrar aquello que se contaba con el dibujar, sino también posibilitar un contar más espontáneo (predominio de mecanismos obsesivos era evidente). Algunos elementos se repetían en sus producciones gráficas: la hoja dividida en dos zonas (disociación), sin intercambio entre ellas, contrastantes en sus contenidos (aspectos idealizados y empobrecidos), solía aparecer algún personaje heroico, que de modo esforzado y en soledad, tuviera que realizar alguna proeza, por ejemplo, escalar una montaña sin los elementos necesarios para ello.
En los primeros encuentros emerge un personaje, un “robot-monstruo” llamado Miguel, cuyos ojos cambian de color, trasluciendo, lo que se le intepreta lúdicamente, como sentimientos que va teniendo Miguel, a veces rabia cuando se le ponían rojos y, otras veces, tristeza cuando se le ponía azules. A lo largo de las sesiones, va cobrando vida la historia de Miguel (cuenta sus días de vida desde su surgimiento en el tratamiento) y también su mundo (dibuja y caracteriza a su familia). ¿Qué era lo monstruoso que aparecía en la sesión? Una dinámica familiar a contrapelo de sus necesidades subjetivantes, una deshilachada historia propia que no se podía armar, sus fantasías de haber sido el causante de la separación familiar, su hostilidad contenida y milimétricamente controlada.
Comenzada la pandemia, no resultó sencillo la continuidad del trabajo terapéutico porque el dispositivo virtual no se acomodaba al estilo comunicacional que solía tener en las sesiones.
Dibujar en una plataforma como Zoom no resulta tan sencillo, el trazo suele no correr suelto, por ende, Teo solía terminar fastidioso y frustrado, tal vez por sentir que el dispositivo nuevamente lo forzaba al control. Hubo que sortear varias resistencias en juego. Algunas se debían a las limitaciones de la virtualidad en sí y hubo que encontrar otros modos; pero otras resistencias se debían a la dinámica psíquica del niño. Las dificultades de transicionar de lo presencial a lo virtual reflejaba la incidencia de un imperativo familiar y superyoico de “mantenerse siempre a raya”. Varias intervenciones procuraron transformar a la pantallas las aplicaciones y plataformas en un territorio posible de exploración, sin temor a que “nada malo pudiera pasar si se equivocaba”. De este modo, más allá de lo imposible desde el dispositivo familiar, en la virtualidad Teo fue encontrando una superficie para escribir (inscribir) experiencias diferentes. Soltarse, animarse a hacer aún a riesgo de equivocarse, transformar el error en posibilidad y no en una tragedia, fueron momentos importantes de su análisis.
En una sesión, propuso jugar “Among us”4 y, a pesar del vértigo que tal invitación a una experiencia de gran inmersión virtual generó, fue aceptada su iniciativa. Varias preguntas fueron surgiendo: ¿dónde se alojaba la sesión?, ¿dónde estábamos y en qué estábamos? al discurrir entre dispositivos (celular y computadora) y plataformas (Zoom y Among us) pero, además, otros estaban en la partida. El niño transformó su sesión en multijugador. El modo titubeante de jugar en la partida daba cuenta del pudor de la analista y de los conflictos éticos y técnicos que atravesaba, al mismo tiempo, también ella se sentía una “impostora”. Justamente el mundo virtual se presta a ello por el modo no presencial de estar online, lo cual es muy inquietante y riesgoso en especial para las infancias y adolescencias contemporáneas. ¿Por qué Teo proponía este juego?
¿Qué resonancias fantasmáticas tenía con sus conflictos y su historia? ¿Por qué transformó la sesión en multijugador? ¿Quién era el impostor? ¿ Hablaba de la impostura o inautenticidad de su vida y de sí? ¿Podía en la virtualidad jugar a ser otro, menos controlado, uno que pueda pasarse de la raya y dar rienda suelta a su agresión? Se estaba jugando una transgresión, tanto de los mandatos familiares como de aquellos que hacen a la tarea analítica, especialmente el resguardo de la intimidad de la sesión, estando ésta transcurriendo en un espacio que se había permeabilizado a lo público.
Otra dificultad técnica que se suele presentar en el trabajo online con niños está relacionada con la natural capacidad “multitasking” que éstos tienen. El analista puede perderse en ese armado hipertextual que un niño va haciendo de la escena lúdica (ya no recortada a la espacialidad del consultorio) entre diversas y simultáneas pantallas, sin poder en ese deslizamiento pesquisar las operatorias psíquicas en juego. No sólo la sesión toma un ritmo más vertiginoso en sí al cabalgar en la instantaneidad, sino que además puede afectar la“entrada en sesión” en tanto disponibilidad acompasada para el trabajo psíquico. Se requieren intervenciones que desaceleren el fluir constante de la propuesta virtual, poder acallar de algún modo las notificaciones (invitaciones a dispersarse) que un niño recibe simultáneamente para que el jugar tenga un espacio y un tiempo para que pueda surgir.
Los desafíos son grandes, por ejemplo, cómo discernir cuando se trata de un uso resistencial de la habilidad digital para desconectar de la sesión y cuándo se trata de un uso asociativo de la hipertextualidad. La materialidad del consultorio, como extensión de la presencia del analista, ayuda a poner en suspenso una exterioridad y allanar el camino para el trabajo psíquico.
¿Cómo lograr tal allegamiento a la transferencia en un contexto tan disperso?, cuando en simultáneo el niño se encuentra con el analista, le llegan invitaciones de los amigos a jugar, las tareas escolares se hacen presentes y algún padre ingresa sin avisar, dramatizando como el trabajo con niños se da en una “encrucijada de transferencias” (Frizzera, 2010).
Por otra parte, nos topamos con las resistencias de los pacientes, pero ¿y las de los analistas? Muchas veces las coordenadas epocales operan como puntos ciegos, entonces, el analista puede sentirse perturbado si no se entiende mínimamente con la virtualidad o bien puede considerar precipitadamente como “desviaciones” aquellas diferencias que va percibiendo en las nuevas generaciones y en el uso de los dispositivos no presenciales, sin interpelar en sí aquello que considera como esperable en su vertiente de ideal normativo.
Con el tiempo, Teo fue adquiriendo una mayor destreza tecnológica a través de una exploración que mostraba su veta lúdica, tanto a solas como a veces con amigos. Resultaba curioso que no se produjera la natural transmisión digital de hermanos mayores a menores como se suele observar. Teo solía pelear mucho con sus hermanos y, más allá de las connotaciones fálicas y la rivalidad esperable entre varones, también se ponía en juego una rabia más primaria, narcisista, por haber sido privado de ciertas experiencias que sus hermanos habían podido vivir y, en cambio, él no y que debía conseguir “solo y por sus propios medios”, esforzadamente.
Un buen día se propone escribir una historia, pero no logra encontrar el Word en su computadora. Estaba como perdido ante la pantalla. Se le propone usar su Drive (ante la suposición de que contaba con una cuenta de Gmail para la plataforma escolar), sin sopesar el efecto de intervención que ello tuvo. A medida que se le explicaba cómo funcionaba el Drive, va abriendo grande sus ojos al darse cuenta de cómo la virtualidad le permitía alojar un texto (armar una narrativa personal) más allá del dispositivo que estuviera utilizando (léase casa). La ubicuidad virtual le permitía encontrar un espacio donde poder fluir, “llevar y traer”, anulado por el dispositivo disociado familiar. En clave de juego, la superficie virtual le permitió escribir o inscribir un “juntar”, una continuidad narrativa y personal.
Palabras de cierre
Compartir entre colegas las experiencias clínicas online transitadas con niños en estos últimos tiempos nos permite apostar a un trabajo colectivo tendiente a pensar los desafíos presentados, los interrogantes que emergieron y las propuestas creativas inventadas. Plantear un contrapunto a través de recortes de dos casos clínicos constituyó un modo de “abrir el juego” a pensar sobre lo diferencial entre lo presencial y lo virtual que dejara de lado los preconceptos y prejuicios, que no llegara a lugares comunes tales como la demonización de lo digital ni su contracara, su idealización desmedida. Más bien se trata de delinear las limitaciones y potencialidades específicas que presentan ambos dispositivos en pos de determinar sus usos clínicos.
No es tiempo de retiradas defensivas sino de fundamentar lo que fuimos haciendo, de dejarnos transformar por lo arribante y animarnos a trabajar entre dispositivos, en lugar de restringir nuestras posibilidades tomando partido a favor de uno u otro. Si el proceso de virtualización cultural está en franca aceleración, el Psicoanálisis no puede transformarse
en una lengua muerta. Jugar seriamente con los dispositivos, los postulados conceptuales y las pautas técnicas permitirá que “su obra sea reenunciada por personas que realicen los descubrimientos a su manera y que presenten lo que descubren en su propio lenguaje. Sólo de ese modo se mantendrá vivo el lenguaje” (Winnicott, Carta a M. Klein, 1952).
- Derrida diferencia el porvenir del futuro en tanto proyección desde un tiempo
- Son juguetes sensoriales, coloridos y blandos, de silicona ofrecidos como “juguetes antiestrés”. Su uso es simple y, de hecho, recuer- da a ese placer que se experimenta al explotar el embalaje de burbujas de plástico. Tienen dos caras con un relieve de semiesferas que cambia: al apretarlas con el dedo las bolitas se aplanan y emergen en el otro lado del juguete. No sólo son gustosos al tacto, sino que el sonido que hacen al utilizarse pueden generar relajación, al producir ASMR (autonomous sensory meridian response o respuesta sensorial meridiana autónoma, como unas ‘cosquillas cerebrales’), aunque no haya evidencia cierta al
- El período de aislamiento y limitación de la libre circulación fue muy prolongado en Argentina y a esa altura del trabajo analítico aún no se había retomado la presencialidad ni en lo escolar ni en Sólo estaba permitida la circulación en las proximidades del domicilio de residencia. Ni la niña ni la terapeuta habían podido aún “volver” a dichos lugares.
- Videojuego, multijugador en el cual, en cada partida, un grupo de tripulantes a bordo de una nave espacial deben supervisar el adecuado funcionamiento del vehículo, al mismo tiempo que investigan quién de todos ellos es el “impostor” dispuesto a sabotear la nave y asesinar a los tripulantes durante esa