En una entrada anterior del blog presentábamos la violencia filioparental, un problema social con el que cada vez nos encontramos más. Dimos pinceladas de las principales características familiares e individuales del fenómeno. Hoy nos adentramos y profundizamos en los mecanismos psíquicos y vinculares implicados.
Más allá del polo activo-pasivo. La violencia muda
Muchos de los adolescentes que se ven involucrados en los dramas de la violencia hacia sus padres han vivido anteriormente episodios de violencia física en casa por parte de algún familiar. En estos casos, los jóvenes hacen activo lo vivido anteriormente de forma pasiva como un intento de elaboración y control de la situación vivida. Pero en otros muchos casos no ha habido violencia física hacia ellos ni entre otros miembros de su familia, entonces ¿cómo explicar la violencia en esos casos? En esta línea es interesante retomar los aportes de Piera Aulagnier sobre la construcción de la psique y la violencia. La autora diferencia la violencia primaria, necesaria para la vida y la constitución del psiquismo que es ejercida por la persona que cuida al bebé y dota de sentido la actividad –corporal- de éste, de la violencia secundaria, que representa un exceso no necesario y perjudicial para el funcionamiento del yo. Siempre puede existir en la psique de la madre la tentación del exceso formulado como “deseo de preservar el statu quo de esta primera relación o, si se prefiere, deseo de preservar aquello que durante una fase de la existencia (y sólo durante una fase) es legítimo y necesario” (Aulagnier, P., 1977). Por ello no es extraño encontrarse padres o madres que elevan el bien al lugar de una ley sin límites y se oponen a que sus hijos adolescentes se corten el pelo de una determinada manera o se levanten de la mesa cuando quieren ir al servicio durante una comida. Situaciones que delatan el goce y por momentos, la crueldad muda. Y tampoco es extraño escuchar a algunas madres hablar de sus hijos como “mi bebé” o “mi niña, siempre lo será”.
Si nos pegamos no nos despegamos
Si ponemos el foco en las relaciones familiares vemos que apuntan a una modalidad consolidada de resolución de conflictos entre padres e hijos* que merece ser atendida y estudiada. Habla de una modalidad de vinculación cada vez más frecuente: la violencia surge como una forma de lazo social (Seguí, L., 2012). Movidos por las angustias que entraña y moviliza la adolescencia, la violencia también puede entenderse como una solución de compromiso compartida por la familia: la pelea une a la vez que empuja-separa.
A nivel familiar encontramos un tipo de funcionamiento primario y narcisista en el que se deniega la falta y la alteridad entre los miembros de la familia. Cualquier diferencia se interpreta como un ataque y se vive con alivio que la falta sea del otro, un alivio envenenado, pues demostrar que el otro está equivocado no significa que uno esté en lo cierto.
Se abre el telón y aparecer el poder
En estas familias el hijo completa narcisisticamente a los padres y las luchas de poder marcan las rutinas familiares. “La violencia es una consecuencia del abuso de poder que ejercen los padres sobre el hijo. Poder y dominio que no están preparados o dispuestos a deponer… se instala entonces un desafío tanático de provocaciones reciprocas que interceptan el proceso de la individuación” (Kancyper, L., 2003). La violencia de los hijos, llega de la mano de la resignificación “entra en erupción ante la amarga constatación de haber renunciado a su vida para cumplir –en una profunda impostura- las expectativas de los padres” (Recalcati, M., 2015).
El hogar como campo de batalla
En este tipo de familias predomina un tipo de relación sadomasoquista. Predomina la culpa y las escisiones y proyecciones masivas de los aspectos negativos no reconocidos por los miembros de la familia. La violencia se dirige a aquella persona que despierta las representaciones insoportables de uno mismo. Relaciones dominadas por el poder y por la falta de renuncia a la omnipotencia en las que se oscila entre las posiciones de víctima y verdugo. Tan pronto quien era víctima pasa a ser verdugo, y viceversa. Se agreden mutuamente cargados de razones, “son las víctimas”. Y el hogar deja de serlo para convertirse en el campo de batalla en el que se despliegan las guerras, “en el salón no se puede ni estar, lo tiene tomado, se atrinchera allí”.
La ayuda. Traductores de la acción
A la hora de trabajar con estas familias, con los padres y los hijos, es fundamental ofrecer un espacio de escucha, contención y límite. Un espacio en el que, si queremos que funcione, se queda fuera la moralidad.
En la intervención se les ayuda a entender que la conducta violenta esconde un “pedido de auxilio revelador de la esperanza” aunque sea “difícil de advertir” (Winnicott, D., 1967). Además de les transmite que las actuaciones, tanto del hijo como de los padres, son formas de comunicación. Juntos podemos descifrar el lenguaje de la acción. Solo traduciendo el sistema de acción compartido podrá dejar de ser útil (Bloss, P., 1980). Para ello es importante que el analista se ofrezca como traductor del leguaje de la acción familiar.
Evitar la moral y traducir las actuaciones son solo un par de elementos a tener en cuenta en la intervención. En una próxima entrada profundizaremos en la intervención de este tipo de patologías. Os esperamos.
Bibliografía
Aulagnier, P. (1977) “La violencia de la interpretación”. Amorrortu. Buenos Aires.
Blos P. (1980) “Psicoanálisis de la adolescencia”. Moritz. Buenos Aires.
Kancyper, L. (2003) “La confrontación generacional. Estudio psicoanalítico”. Lumen. Buenos Aires.
Recalcati, M. (2015) “Ya no es como antes. Elogio del perdón en la vida amorosa”. Anagrama. Barcelona.
Seguí, L. (2012) “Sobre la responsabilidad criminal. Psicoanálisis y criminología”. Fondo de Cultura Económica. Madrid.
Winnicott, D. (1967) “La delincuencia juvenil como signo de esperanza”.
*Se menciona padres e hijos como genérico, pero hace referencia también a madres e hijas.
Nuria Sánchez-Grande
Psicóloga y psicoterapeuta acreditada por FEAP
Miembro de la comisión directiva de AECPNA